Friné era una campesina dedicada al cuidado de cabras. Hermosa, inteligente y sin escrúpulos, reunió una módica fortuna y se trasladó a Atenas. Allí escandalizó a los griegos en las fiestas que honraban al dios Neptuno. Situada en lo más alto del templo, ante todo un pueblo ávido y excitado, Friné permaneció un instante completamente inmóvil. Luego bajó lentamente la escalinata; se fue despojando prenda por prenda de las escasas ropas que la cubrían. Desnuda corrió hacia la playa y se sumergió en el mar. Friné fue inmortalizada por Praxiteles en la estatua de la diosa Afrodita.
Ese episodio histórico o mitológico de striptease, aun cuando haya logrado conmover a sus espectadores, no creó escuela ni promovió seguidoras dignas de recuerdo. Pero hacerlo en público implicaba además un concepto renovador de la obscenidad. El striptease como fenómeno sólo pudo desarrollarse bajo ciertas circunstancias y en determinado momento y lugar. Dos mil años de historia no logran reunir más que media docena de acontecimientos de desnudo femenino en público, y eso si se cuentan algunos episodios bíblicos, como el de Salomé -donde la hija de Herodías estuvo lejos de desnudarse-; mitológicos, como el baile embriagado de las ménades desnudas al influjo del vino del dios Dionisio; o de laboriosa veracidad, como la osada cabalgata de Lady Godiva en protesta por los altos impuestos que su marido cobraba a los pobladores de Coventry.
La acción de la mujer de desvestirse en público –como parte de un espectáculo destinado a provocar la atención de los hombres-, se irradia desde las principales ciudades europeas, con Lola Montes como estandarte, y en los circuitos más aceitados del burlesque norteamericano, donde brilló tempranamente Adah Isaacs Menken. Ambas cruzaron el Océano Atlántico en direcciones contrarias y no sería extraño que se hubieran conocido bastante tiempo antes de que se produjera el primer espectáculo de desnudo artístico en 1893, en el Moulin Rouge de París.
Desde dos realidades absolutamente distintas el espectáculo llegó a la misma síntesis. La posibilidad de ver hoy por televisión abierta un espectáculo de striptease no debe hacernos olvidar que esto es la síntesis de un proceso a lo largo de la historia.
La gesta de una nación imperial
A principios del siglo XIX aquellas colonias inglesas del este norteamericano habían experimentado su vocación independentista. En los estados del sur, tras una etapa de grandes privaciones, los éxitos en la producción de algodón y tabaco alentaron la incorporación de mano de obra esclava.
Un grupo importante de mujeres promovió acciones en contra de la esclavitud. Pero al pedir que se reconociera a los negros el derecho al voto y a la propiedad privada cayeron en la cuenta de que la mujer carecía de esos mismos derechos. La militancia feminista adquirió niveles de epopeya y quedó sólidamente unida a la lucha por los derechos raciales. En 1848 se celebró en Nueva York la primera convención sobre los derechos de la mujer. Una joven escocesa, Fanny Wright, comenzó a desafiar el sistema de esclavitud así como también las restricciones victorianas con respecto a la sexualidad femenina. “Wright –escribe Sara M. Evans- defendía el amor libre, que quería decir la elección libre e igualitaria de las parejas sexuales, monogámicas pero fuera de las restricciones legales del matrimonio y el mestizaje como solución al problema racial”.
El desarrollo del teatro de variedades a lo largo de la centuria tuvo como marco el crecimiento económico y demográfico del país, la consolidación territorial a expensas de otra minoría postergada -como sin duda fueron los indios-, y la fiebre del oro en California. Muchos hombres llegaron hasta la zona con el afán de enriquecerse y generaron un insólito desequilibrio: cada doce de ellos había una mujer.
No era lo mismo instalar un escenario teatral en una pujante y cosmopolita ciudad, como Nueva York, que en un raído galpón a un costado de la ruta del oro. Tampoco era igual ostentar la condición de mujer en la costa industrial que en los pueblos nacidos al influjo de la avidez metálica.
La mujer de ciudad aspiraba a formar una familia y emanciparse. Al integrarse a un trabajo fabril salía de las cuatro paredes de sus tareas domésticas y descubría otro mundo. Lucy Ann, trabajadora de una hilandería de Massachussets lo expresó así: “He ganado lo suficiente como para pagarme una educación por un tiempo, pero no tengo derecho a poder hacerlo sino que tengo que ir a mi casa, como una niña obediente, entregarle el dinero a mi padre y perder todo lo que tanto me costó ganar”.
El activismo femenino se intensificó en diversas asociaciones de defensa de sus derechos y la geografía humana se modificó en las calles y avenidas. Lo habitual era empezar a ver a las esposas, los hijos, las viudas y también a los hombres en los teatros y en los salones de baile. El hogar no representaba un refugio; los hombres, las mujeres y los niños de la clase obrera buscaban la camaradería en las calles. De este modo la vida social se seguía desarrollando en los espacios públicos más que en los privados.
La cara contrapuesta de ese bullicio citadino fue la euforia productiva de los estados sureños. Los dueños de las plantaciones seguían acumulando mucha riqueza. Esta clase alta, que surgió en una época en la que los estados del norte estaban teñidos por el fervor democrático, se vio en la necesidad de justificar su dominación. Debido al crecimiento del comercio y de la industria en el norte, el ´trabajo libre´(es decir, el trabajo por un salario en oposición a la esclavitud), se había convertido en un símbolo de hombría para los trabajadores del norte. De ese modo la clase gobernante del Sur se vio enfrentada a una crisis de legitimidad, que resolvió por medio de una elaborada defensa de la esclavitud y del orden social que se basaba en esta condición. Las feministas no estaban en condiciones de hablar de los derechos de los negros (o de las mujeres), por lo menos en los estados más conservadores.
El minstrel show fue la más importante expresión del entretenimiento norteamericano entre 1840 y 1870. Durante mucho tiempo los protagonistas eran blancos con la cara pintada de negro, a la manera de lo que inmortalizó Al Jolson en el cine. Pintarse la cara era una especie de protección para expresar deseos e ideas. Después de la guerra civil fueron los verdaderos negros quienes tomaron la iniciativa y realizaron importantes aportes que derivarían en el origen y desarrollo del jazz.
La audacia sobre el escenario, que precipitaría la irrupción del striptease, no fue sino un sinuoso intento de captar el interés del público masculino. Pero el desnudo (strip) y más aún, el teasing, esto es, la lascivia al desnudarse, fue el resultado de una lenta evolución de la audacia cuyo correlato estaba en la osadía de las mujeres por ceñir sus ropas de calle. Una feminista tuvo el coraje de cambiar su indumentaria y lucir una especie de pantalones absolutamente despampanantes para la época: Amelia Bloomer, auxiliar de la administración de correos de Séneca Falls y editora del periódico de moderación The Lyry, cobró fama por su reforma de la defensa de la vestimenta. Las prendas que popularizó The Lyry consistían en una falda más corta, sobre pantalones turcos o bombachas. Las activistas descubrieron en ese estilo más libertad de movimiento. Al mismo tiempo era menos probable que los pantalones acumularan polvo y barro en los dobladillos. Los hombres las ponían en ridículo porque, en el fondo, se advertía que la nueva moda tenía directas implicaciones sobre los derechos de las mujeres.
La mujer, en su disputa por perder la constricción del corset, presagiaba la audacia de exhibirse liviana de ropas sobre un escenario. El solo hecho de mostrarse entre bambalinas sin la ominosa prisión de la crinolina y los polisones bastaba para conmover a la audiencia masculina. La lucha se gestaba en diferentes escenarios y de manera dramática a nivel educativo. Cuando Elizabeth Blackwell ingresó a la facultad de Medicina en 1847 un silencio invadió el aula como si a cada uno de los presentes le hubiera dado un ataque de parálisis. Una quietud mortal predominó durante la clase y sólo la alumna recién llegada tomaba notas. Lo que la sociedad no toleraba en sus diferentes estamentos tampoco habría de admitirlo sobre un escenario.
La libertad insinuada entre bastidores
Desde los comienzos del siglo XIX el variety fue la más popular forma de entretenimiento. En su forma primitiva fue un espectáculo concebido como un show de los saloons: actos ligeramente vinculados a lo circense, cantantes, bailarinas y algunos esquicios con cierta obscenidad. Todo eso era sabiamente mezclado por un productor en ciernes, casi siempre no otro que el propietario del bar. Ocasionalmente el escenario se colocaba en iglesias abandonadas o viejos graneros. Los promotores exageraban mediante nombres ampulosos como “palace” o “wine hall” pero el nombre que prevaleció fue el de “Honky-tonk” una onomatopeya del graznido de ciertos animales de corral.
En muchas salas de variety podían verse jóvenes mujeres ofreciendo algo más que caros licores. Eran lo que entre nosotros se conoce como “mecheras”. En ciertos casos esas mujeres disponían de alcobas o cuartos privados para atender a sus clientes con mayores alternativas, pero con una condición: la camarera dejaba una botella de licor al alcance de su cliente y desarrollaba la virtud de que él la agotara lo más rápidamente posible. En esas condiciones evitaba intimar, que era lo que buscaba su cliente. Si éste insistía la camarera daba datos precisos de algunas amigas que, a una o dos cuadras de allí, estarían predispuestas. División del trabajo y satisfacción múltiple ya que la mechera incrementaba sus ganancias por la promoción.
Estaba taxativamente prohibido el desnudo y la obscenidad verbal pero era común que esos elementos se hicieran presentes en los espectáculos. Fueron conocidos como “Blue Acts”. Esos golpes de efecto generalmente comenzaban con una muchacha apareciendo detrás de un pajar. Una larga fila de hombres se reunía con ella detrás del montículo de heno, cada uno más desgreñado que el anterior. Esas representaciones tenían lugar a una avanzada hora de la noche cuando se sospechaba que el encargado de la vigilancia estaría lo necesariamente borracho como para poder actuar.
Lo que en el siglo XIX se conoció como vaudeville fue en su origen el minstrel show, una función de cantantes a la manera de los trovadores medievales. Pero, a diferencia de su modelo –destinado a un amplio público de hombres y de mujeres-, el vaudeville fue pronto un espectáculo sólo para hombres. También dejó atrás la denominación de “varieté”, aunque siguió siendo un inequívoco sinónimo: un programa construido en base a diferentes actos.
Los historiadores del género afirman que la palabra vaudeville empezó a usarse en los Estados Unidos, alrededor de 1840. Implicaba una perceptible unidad, generalmente provista de un libreto y dividida en cuadros muy fácilmente identificables, de relativamente corta duración: segmentos de magia, acrobacia, danza y combinación de danza y canto, rutinas de comicidad, destrezas de animales, pugilistas, luchadores y equilibristas. Esta estructura se mantuvo hasta la definitiva imposición del cine como espectáculo de masas, en los años ´30, aunque podemos ver vestigios de aquello con Susana Giménez.
El vaudeville está asociado a grandes públicos. El material utilizado hacía referencia a situaciones cotidianas tales como la inmigración, las diferencias étnicas, el rol masculino y femenino, vida urbana, industrialización, sufragio femenino y tecnología, así como también los problemas sociales como el alcoholismo.
Pero los guionistas de esos espectáculos no deseaban trazar un estudio sociológico sobre esos asuntos sino entretener al público todo el tiempo que fuera posible. Si un número no lograba el propósito tal vez el siguiente podría hacerlo.
Desde 1840 hasta algo más de un siglo después (1960) millones de norteamericanos buscaron con insistencia una fórmula que los hiciera reír. Pero el objetivo ulterior era fisgonear en el escenario a las audaces bailarinas precariamente vestidas. Eran el centro de las burlas de los libretistas que usaban un lenguaje procaz en torno a asuntos relacionados con el sexo.
En el siglo XIX el término “burlesque” fue aplicado a un gran espectro de obras que podían ser o no musicales. Su utilización ya se había insinuado en el siglo XVI en una ópera del italiano Francesco Berni quien llamó “burleschi” a su libreto. Desde 1865 aparece en Estados Unidos. Las clases menos acomodadas de Inglaterra y Norteamérica disfrutaban a mandíbula batiente de las parodias de grandes óperas y piezas teatrales.
Hacia 1860, el burlesque británico encontró como fórmula de éxito seguro la exhibición de mujeres bien provistas para sus coros. Su éxito se exportó a los Estados Unidos en 1866. Ese año se estrenó The Black Crook en Broadway y en pocas semanas se transformó en el centro de la atención de miles de espectadores atraídos por una troupe de bailarinas ataviadas con ropas ceñidas y de sugestivo color carne. Los hombres estaban dispuestos a pagar sus boletos para disfrutar de un evento sin duda estimulante y lascivo.
Tanto los editoriales de los principales diarios como los más encendidos sermones de todos los templos e iglesias iniciaron una campaña denostando esas presentaciones. No hicieron más que actuar como involuntarios agentes de propaganda.
En 1880 los hombres habían tomado las riendas de la producción de burlesque y el ingenio de la mujer fue reemplazado por la notoria intención de mostrar de ella lo físico más que su belleza interior. Pero las leyes en vigencia eran muy estrictas como para ser demasiado audaces.
La figura más importante en los albores del siglo XX fue la bailarina Millie De Leon, una atractiva morena que se desprendía de sus ligas y se negaba a usar faja. En varias oportunidades esa conducta la condujo a la cárcel y le dio al burlesque una peor fama.
En los años ´20 el viejo circuito de los espectáculos burlesque fue abandonado y los empresarios buscaron nuevas formas de atraer al público. El striptease nació como un desesperado intento por mostrar lo que no podían hacer en el incipiente cine ni menos en el circuito del vaudeville. Más allá de las leyendas que se tejen en torno a su nacimiento parece ser que los hermanos Minsky simplemente decidieron trasladar al desnudo lo que ya se practicaba en los reservados y los presentaron en escena ante un público más alejado de la acción directa.
De inmediato el espectáculo desató la euforia vocinglera de hordas masculinas y transformó al género burlesque en algo de escasa reputación. Así como los moralistas clamaban contra la novedad sobre las tablas, la taquilla se mantenía en los mejores niveles de beneficios para los productores, bonanza que se mantuvo aun en los peores años de la depresión.
Las estrellas del burlesque caminaron en la cornisa de lo tolerable. Hasta corrieron riesgos de terminar en la cárcel por atentado a la moral y las buenas costumbres. Empezaban a deslumbrar Sally Rand y Rose Lousie Hovick (ésta última se hizo famosa con el nombre de Gypsy Rose Lee).
La novedad ganó el escenario para siempre y el show fue desarrollando un camino de audacia sin retorno. La genialidad consistía en no traspasar la delgada línea roja pero al mismo tiempo dar al público lo que éste inequívocamente iba a buscar: el desnudo total. Sin embargo las bailarinas se las arreglaban para cubrir lo más prohibido de sus protuberancias con mínimos trozos de tela y lentejuelas, lo suficiente como para mantener a distancia a la fuerza pública encargada de preservar la moralidad.
La destreza de los empresarios –como los hermanos Minsky, que se floreaban por todo Manhattan-, impidió que el imperio de la ley bajara el telón de sus audaces incursiones exhibicionistas. Sólo en 1937 el alcalde neoyorquino Fiorello LaGuardia pudo por fin cerrar los teatros de burlesque alejando a los que eran considerados “proveedores de inmundicias”. Lo cierto era que todos los escenarios habían limitado sus variedades a mínimos esquicios humorísticos y todo lo demás era ganado por el nuevo juego.
La revista tuvo su propia personalidad, a pesar de la semejanza con otros shows. Había un hilo conductor entre los participantes y el ensamble de la producción como una sólida unidad. Todo estaba escrito para una determinada estructura.
El striptease empezó como un burlesque más pero su fastuosidad lo fue llevando a constituir un género diferenciado. Combinaba canciones, danzas, monólogos o esquicios de dos o más humoristas y un ensamble de jovencitas escasamente vestidas. Sus módicos trajes eran lo necesariamente elegantes como para parecer finos a pesar de la audacia.