EL CONTACTO DE LA SEDA CON EL CUERPO

A fines del siglo XIX, Europa parece un polvorín a punto de explotar. La Belle Époque es un sueño efímero en trance de languidecer. Y antes de que sus exageradas volutas de art nouveau desaparezcan tras la metralla muchos innovadores dejarán sus nombres en la historia de la moda como factores innegables de la gestación de profundos cambios.

Paul Poiret se siente influido por el impacto del ballet ruso y lanza una moda que elimina la famosa “S” de la silueta del corsé por un aire vaporoso y oriental. Impone en sus colecciones la amplia manga kimono. Destierra además las ceñidas enaguas.

La ropa interior se hacía a medida y los corsés, prendas de muy compleja elaboración en emballenados y artilugios metálicos, se confeccionaban en ciertos talleres especializados. En los espectáculos la mujer se desnuda lentamente en público y empieza a lucir la ropa interior con interés erótico.

En 1912 habían aparecido en las vidrieras de las lencerías los primeros corpiños propiamente dichos, confeccionados en algodón, hilo o seda y cuyo uso se impondría por sobre la opresión del corsé. En los primeros ensayos el corpiño se colocaba encima de una camisa pero poco después se apreció que la camisa era suplementaria. La mujer ganó en movimiento.

El pudor es una sensación que no se desplaza aun en los momentos más trágicos. Así se puede ver en un suceso donde la interesada, una joven mujer, embozando su condición social, se disfrazó de pobre. En 1913 Irma Avegno, joven de la alta sociedad uruguaya, fue la protagonista de un desfalco económico que conmovió al Río de la Plata. Dilapidó la fortuna de una acaudalada amiga, estafó a varios bancos y huyó hacia la Argentina donde, acorralada por la policía de ambas orillas, se quitó la vida a los 31 años. Durante un par de días Irma eludió a los pesquisas vestida, según describe la prensa, con una humilde pollera azul, y una tricota tan ordinaria como de sencilla confección, de esas que usan para las labores del día las mujeres trabajadoras. Lo curioso fue que conservó en contacto con el cuerpo la ropa blanca: corset finísimo, camisa de hilo con cinta bebé y puntillas de seda, medias de seda negras, camiseta color rosa y los zapatos de taco alto, cubiertos de barro. Se presumía que intentaba escapar fingiendo ser vendedora de huevos ya que, mientras anduvo por Temperley, no se desprendió de la canastilla en que guardaba sus verdaderas ropas exteriores, una linterna, alhajas y el revólver con el que se terminó quitando la vida. La Primera Guerra Mundial modificó el mapa europeo, desestabilizó hasta niveles dramáticos la economía y acortó las faldas de las mujeres.

Cada año marcaba una reducción en su longitud. Mientras los hombres en los frentes de batalla ponían en evidencia la ferocidad y el odio, las mujeres exhibían el lado bueno de las cosas. Dejaban cada vez más a merced de la vista unas piernas que se resistían a protegerse con medias de hilo; la seda daba un contacto más suave. Las medias tienden a copiar el color de la piel.

La guerra estaba en todas partes: como realidad cruda y descarnada en el frente y como factor generador de cambios en la vestimenta. Desde tiempos antiguos se toleró que la mujer desarrollara trabajos de hombre siempre que se protegieran con calzones. En los años ´20 la mujer se distingue del hombre a expensas de su propio cuerpo que emerge desde las extremidades reveladas por una moda que restringe su protección.

Los niños también empiezan a identificarse según el sexo. Ya no se deja el pelo largo de los varones, hábito que se prolongaba hasta los diez años. El color rosa de la ropa interior es una bandera de la identificación para las niñas.

Spun-Lo Underwear, 1954

La mujer adopta el pijama pero no como un sorpresivo travestismo íntimo. En función de la comodidad esconde en casa lo que no tendrá problemas para mostrar, por sus detalles festoneados, por sus drapeados de cuello y puño.

Otra de las reglas de oro de la indumentaria es que aquellas prendas diseñadas para practicar deportes tarde o temprano terminan adaptándose al vestuario cotidiano. En lo que a indumentaria concierne la mujer, que 15 años atrás emergía con dificultad entre las ataduras de un tormentoso corset, ahora se mueve libre por los aires, ágil, felina y plena de movimiento. Incorpora una combinación (corset-calzón). Ha encontrado, ceñido a su talle, un contacto con el aire, como había ocurrido en los lejanos días de Atenas. Las pantorrillas se revelan como un objeto real y desde entonces perderá esa oprobiosa carga erótica que la caracterizó hasta los años de la Belle Époque.

El sistema de ligas y portaligas sostenía las medias desde los muslos.

Las normas de la moral imponían un control natural sobre tanto desnudo imprevisto. El pequeño calzón de satén no era más protector que la combinación pero la mujer se sentía mejor con aquél. En forma acompasada al cabello -que tendía a alargarse-, la ropa se ceñía al cuerpo y el calzón ganaba su partida como prenda interior ante el pantalón.

El mobiliario y la vestimenta se despojan de sus ornamentos. El pantalón, que amenazó con transformar el short en el deporte y las vacaciones, terminó perdiendo terreno y tolerancia.

Los calzones realizados en seda y algodón podían ser blancos (casi siempre) o rosa y, raramente, azules. La ropa interior negra, que hasta la guerra era previsible en las señoras de su casa, se cargó de un aire lascivo tal que se fue relegando al mercado profesional de las prostitutas. La combinación era ya una prenda indispensable en 1930, sobre el corpiño y la bombacha. Pero se dejaba de usar en período de vacaciones o al practicar deportes. Pocos años después se consolidaría el uso básico de corpiño, bombacha y portaligas para sostener las medias.

Y otro dato de interés es la tolerancia a un producto realizado en caucho, como la faja, que rodeaba las caderas. Se lavaban con menos frecuencia que las otras (más en contacto con la piel). Después de la Primera Guerra Mundial la mujer empezaba a mostrar los tobillos a partir de la falda más corta (hasta las pantorrillas). En 1925 aparecerían por primera vez las rodillas. Las faldas, al subir, se llevaron definitivamente la ilusión fetichista de los tobillos.

Otras prendas que desaparecieron con el corset fueron el cubre-corset, una camisita sin mangas y bordada que impedía la visión del corset bajo cualquier escote; la camisa, también bordada y con pasacintas, que se ponía debajo del corset y que, al quedar firmemente ceñida por éste, hacía las veces de corpiño.

El pantalón íntimo, sin corset, perdió adornos y encajes y se encogió presagiando la bombacha. La superposición de enaguas se redujo a sólo una debajo de la pollera. Aquello que empezó como combinación (camisa-pantalón) se iría transformando en dos piezas totalmente independientes. Se desdobló como una confirmación de la regla según la cual toda pieza combinada tiende a dividirse en piezas simples.

El corset era el lugar donde se sostenían las medias. A partir de su desaparición éstas quedaron sin soporte. Se tardó un tiempo prudencial en encontrar la solución que ocuparía un lugar de privilegio dentro de los objetos con más carga erótica de la lencería: las ligas. Por primera vez la mujer es capaz de vestirse (y desvestirse) sola, sin el auxilio de damas, amantes o maridos.

El cambio de mentalidad se expresaba además en el pelo a la garçonne, que dejaba la nuca a la vista.

Los escotes profundos en ve muestran muy pronto una espalda liberada.

Hasta allí los colores de las prendas de lencería eran blanco, negro y tal vez el rosa. Se incorporan el celeste y los pasteles, el salmón y el amarillo suave. Los tejidos se van aligerando. Viso (o combinación), corpiño, ligas, medias y bombacha, la combinación de seda, algodón o lino. Las ligas se grababan con frases o invocaciones.

Por los años ´30 las medias suben hasta la mitad de los muslos. Junto a los zapatos cobran gran importancia al percibirse dentro de la vestimenta. Desaparecen las medias de hilo blancas, dejando lugar a las de seda y, mas modestas, de algodón. La bombacha es la primera prenda que protege a las mujeres del frío y de los accidentes callejeros. El pantalón es la excusa para la bicicleta y el ski.

La posguerra supone el triunfo de los aliados y, paralelamente, la derrota de la rigidez de estructuras en la ropa interior. La nueva disposición no tardará mucho en cargarse de erotismo al incorporar adornos y puntillas.

En 1940 las fajas elásticas lo son en su totalidad, esto es, en la urdimbre y en la trama.

La ropa interior evolucionó rápidamente desde los albores del siglo XX. Partiendo de un sistema absolutamente oculto en las primeras décadas, se pasa a otro más expuesto indirectamente.

La mujer se siente desnuda bajo su ropa, casi por primera vez en la historia, si se exceptúa el uso del subligacullum romano o el calzón de Catalina de Médicis

La desaparición del corset no fue un acontecimiento libre de escalofríos. La mujer no estaba exenta de algunas sorpresas. Para evitar esos sobresaltos aceptó un vestido ceñido que previno situaciones embarazosas y la ropa interior acompañó esas prevenciones. Las medias, por ejemplo, auxiliadas por las ligas y portaligas, suben hasta la mitad del muslo. Un calzón bien cerrado también serena el ánimo de la mujer en la ciudad.

Munsingwear Foundettes Undergarments, 1933
Frederick´s of Hollywood Lingerie, 1951

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