En diciembre de 1869, el parlamento español fue convocado para una reunión plenaria. Conservadores, liberales, republicanos y monárquicos por primera vez coincidían en un punto: España había sido saqueada y la responsable era la reina Cristina de Borbón.
La última esposa de Fernando VII y la única en darle herederos tuvo desde el inicio de su regencia un acuciante deseo de enriquecerse. No porque su marido la hubiese dejado en la ruina (Fernando había tenido el buen tino de dejarle a ella y sus hijas una cuantiosa fortuna en Inglaterra, porque bien sabía, por propia experiencia, que las mareas de los tiempos, en la política y en la vida, cambian de un momento al otro). Lo de Cristina era codicia en su estado más puro. Pillaba subvenciones y comisiones, derechos de ferrocarriles, puertos y caminos… a nada le hacía asco la reina, aún al tráfico de esclavos.
A su alrededor se formó una corte de los milagros que se enriquecía en ese festín de corruptela. A poco de morir el rey Fernando, Cristina se amancebó con otro Fernando, con menos prosapia, pero más joven que su consorte. Fernando Muñoz era miembro de su guardia y pronto subsanó estas diferencias concediéndole títulos y honores. Fernando ascendió de teniente a general sin haber pisado otro campo de batalla que el lecho conyugal. Y a éste lo visitó con frecuencia porque la pareja tuvo ocho hijos, aunque Cristina se empecinase en negar la convivencia y hasta sus embarazos… eso de mentirnos en nuestras narices y negar el embuste por más evidente que sea, como ven, nos viene de herencia.
La situación se hizo tan bochornosa que en 1840, es decir 7 años después de la muerte de Fernando VII, Cristina y su nuevo Fernando, con los vástagos que sistemáticamente negaba, fueron invitados a abandonar España. No se fueron con las manos vacías. ¡Qué va! Se llevaron joyas por 78 millones de reales, muebles y obras de arte. No es que fueron a pasar estrecheces, pero nunca se sabe… Maestra de las intrigas, logró volver 4 años más tarde, esta vez con el matrimonio con el precoz general, bendecido por Roma.
Aprovechando que reinaba su hija Isabel II de escasos 13 años, continuó con el rapiñaje, valiéndose de uno de los más conspicuos miembros de “su corte de los milagros”, el presidente del gobierno, Luis José Sartorius. Éste modificó la ley de ferrocarriles en el Senado para evitar que se investigaran como se había otorgado las concesiones.
Los senadores, obviamente, se opusieron y Sartorius, al que todos llamaban “el favorito estúpido”, cerró al Congreso y siguió gobernando por las suyas y las de Cristina. Pero esto resultó ser demasiado aun para un país como la España decimonónica. Estalló la revolución de Vicalvarada y Cristina debió, una vez más y para siempre, emprender el camino del exilio.
Aunque todo esto esté bien documentado, con los años se olvidan estas desavenencias (¿por qué se viven peores?) y en los jardines del Museo del Prado se ve una estatua de Cristina con una leyenda en el pedestal que dice “España reconocida”.
Esta venalidad es bien conocida por nosotros. Malraux decía que Argentina era el imperio que no fue, pero somos herederos del imperio español, el más corrupto de la historia. No siempre sus protagonistas se perciben como tales porque para lo que los simples mortales es corrupción, para los corruptos es una rutina o una concesión que ellos creen merecer. Otra forma de banalizar el mal.
La historia suele repetirse porque las conductas de los hombres son limitadas y a veces lo hacen con perseverante reincidencia de actos, acontecimientos y hasta nombres.
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Esta nota también fue publicada en Clarín