Aquellos juegos y juguetes simples e inolvidables…

     Cuando se trataba de juegos, las cosas más simples resultaban de lo más divertidas. Jugar a las bolitas era una verdadera prueba de destreza y precisión. Se armaba un círculo sobre la tierra, se hacía un hoyo en el centro y cada jugador tenía que lograr que su bolita entrara en el hoyo y a la vez impedir que otro jugador lo lograra, apuntándole a su bolita y tratando de chocarla si estaba mejor posicionada; también había juegos que consistían en chocar la mayor cantidad de bolitas posible. Las bolitas eran de vidrio sólido pulido con fantasías de colores dentro (las más lindas) o pintadas, y había una más grande que se llamaba bolón. Simpleza y diversión aseguradas.

     El balero era otro juego/juguete popular. Solían ser de madera, y lo que variaba era el capuchón con el agujero, ya fuera redondo (los más comunes), más alargados o en forma de sombrero de copa. Mientras más largo era el cordel, más difícil era embocar. Había torneos y desafíos que ponían a prueba la habilidad; el muñequeo era el secreto.

     El yo-yo también era atrayente. Había de distintos tamaños y formas; el más conocido era el yo-yo Russell, que tenía distintos modelos y colores:  rojo, negro (el top) y celeste. El largo del cordel también era trascendente; mientras más largo más difícil era dominarlo pero más figuras se podían hacer antes de que el yo-yo volviera a la palma de la mano de su dueño. El perrito, la media luna, la vuelta al mundo, el columpio y la estrella (estos dos últimos, los más difíciles) eran los trucos más comunes. Había tipos realmente talentosos y torneos nacionales de yo-yo.

    Las chicas tenían una coordinación increíble para saltar la soga y lo hacían en forma incansable. Más coordinación aún requería saltar el elástico, sostenido en forma tirante por las piernas de dos amigas y sobre el cual hacían figuras aplastándolo o esquivándolo según fuera la consigna.

     La rayuela era divertida al principio, pero enseguida se le tomaba la mano y ya no representaba ningún desafío; un jueguito medio soso con buena prensa a lo largo del tiempo, digamos.

     La batalla naval se jugaba en cualquier lado, pero era muy habitual jugarla en los viajes y durante la clase, sobre todo si la clase era aburrida. De banco a banco, la simple mención de una letra y un número reflejaban el disparo a la flota del rival, que devolvía a su vez el ataque. Había un código de juego limpio implícito, no se hacía trampa; si le acertaban a tu acorazado, lo admitías. Gran juego.

     Los palitos chinos. Se apoyaba un manojo de unos 40 palillos (de madera, plástico, acrílico, etc) de unos 20 cm de largo y se los dejaba caer azarosamente al piso o sobre la mesa. Cada jugador tenía que retirar un palillo sin que ningún otro palillo del manojo disperso y entremezclado se moviera; si algun otro palillo se movía, se perdía el turno. Los palillos tenían distintos colores y eso les daba diferente valor, que al sumar los puntos de acuerdo a la cantidad de palillos recogidos determinaba al ganador.

     Payana (o ti-nen-ti). Con varios elementos pequeños desparramados en el piso (piedritas, bolitas, etc), se arrojaba una piedrita al aire y antes de que la misma cayera había que tomar una del piso para luego sí recibir la que se había arrojado (sin que se cayera, por supuesto). El grado de dificultad iba avanzando ya que, si todos los jugadores habían logrado este primer paso, entonces había que juntar dos piedritas del piso mientras la otra estaba en el aire; y luego tres, cuatro, etc, hasta que alguien lograra superar al resto. La payana (palabra que viene del quechua “pallay”, que significa “recoger del suelo”) tenía muchísimas variantes y diferentes consignas en diferentes países y hasta ciudades.

     El ta-te-ti. Archiconocido y recontra simple, este juego servía para matar el tiempo. La estrategia era habitualmemnte ganar el centro de la grilla, pero como casi todos los que jugaban sabían cómo neutralizar al rival, el empate era los más frecuente; si había un ganador solía ser debido a que alguien era jugador habitual (el ganador) y el perdedor era novato.     

     Las damas chinas. El tablero de este juego mostraba una estrella de seis puntas: seis triángulos periféricos con diez agujeritos cada uno (en los que se ubicaban las diez fichas de cada jugador) y una “zona intermedia”. Cada jugador tenía que mover sus fichas desde su triángulo de salida hacia el triángulo de llegada, del mismo color que estaba enfrente, hasta completarlo. Para eso tenía que recorrer el sector medio, donde se encontraba con las fichas de los otros jugadores que hacían su propio recorrido y a las que podía utilizar para “saltar” y llegar más rápido al triángulo de llegada.

     Senku.Es un juego de mesa pequeño con un tablero que tiene 37 orificios en los que se colocan 36 piezas, dejando libre el orificio central. El objetivo es ir eliminando todas las piezas (lo cual se hace saltando por encima de ellas hacia un lugar con el agujerito libre) hasta que sólo quede una pieza en el tablero. No es tan fácil como parece.    

     Las figuritas nos generaban diversión, ansiedad por llenar el álbum y además nos iniciaban en el arte de las negociaciones, ya que uno tenía que hacer buenas ofertas (te doy 10 por esa que me falta, etc) para conseguir las figuritas difíciles. La negociación no sólo consistía en cuántas figuritas intercambiar por la figurita difícil, sino quién elegía las figuritas a intercambiar: si las elegía quien las aportaba o si las elegía el dueño de la figurita difícil. Iniciadora del arte de la negociación en la niñez, hoy las figuritas interesan e involucran a jóvenes y adultos, pero hace 50 años eso no era lo usual.

    Y además estaban los juegos con figuritas, que eran no sólo diversión pura sino otra forma de incrementar el patrimonio de figuritas de cada uno. “El punto” consistía en tirar las figuritas volando rasantes hacia la pared; el que llegaba más cerca ganaba. Si uno tiraba demasiado fuerte la figurita rebotaba y quedaba más atrás, así que la fuerza del impulso tenía que ser precisa, y había varias técnicas para “tirar” las figus. “La tapadita” consistía en “tapar” las figuritas en el piso tirando otras que cayeran encima de ellas. El que lograba tapar se llevaba la figurita que había tapado; si no tapaba ninguna, su figurita pasaba a formar parte de las figus “tapables” por el siguiente jugador. “El espejito” consistía en apoyar verticalmente contra la pared una cantidad pactada de figuritas (en partes iguales por cada jugador) y arrojar figuritas desde cierta distancia para tumbarlas. El que volteaba el último espejito se llevaba todo. En “el puchero”, las figuritas se tiraban desde arriba hacia el piso, buscando también tapar a las figuritas en el piso. Todos estos juegos se vieron muy favorecidos cuando apareciron las figuritas “Pirata”, que eran de chapa, de latón; las figuritas eran misiles y la precisión era muy superior a la que se conseguía con las figuritas  tradicionales de cartón.

   El Cerebro Mágico era un juego más “intelectual” en el que se hacían preguntas sobre distintos temas de colegio y de cultura general; se apoyaba un conector o electrodo con punta de metal sobre la pregunta en el tablero y otro sobre la respuesta elegida; si uno contestaba bien, se encendía una lucecita.

     El Ludo era una especie de carrera con fichitas redondas de colores desde una casa de salida hasta una casa de llegada, a la que había que llegar con el número justo del dado luego de haber sorteado las amenazas de los rivales, que podían “comerte” la ficha y mandarte de nuevo al inicio. Luego vendría la versión moderna, el Ludo-Matic, en el que el dado estaba en una cúpula central que se presionaba para hacerlo saltar y las fichas eran pequeños cilindros que encastraban en plataformas.

    El Juego de la Oca, otra carrera sobre un tablero con casilleros “prendas”, en los que, si uno caía en ellos, podía ganar mucho terreno o tener que retroceder en el tablero, incluso volver al punto de partida.

     El Costa Azul era una carrera de caballos que se desarrollaba sobre una pista hecha de una tela tensa que vibraba, lo cual hacía que los caballitos (de plomo, aunque después hubo de otros materiales, pero la cuestión es que fueran pesados, porque si no se caían al moverse) se movieran hacia adelante. Era uno de los juegos más populares; se apostaba, uno podía estar horas jugando con amigos.

     El Busca-gol era otro juegazo. Era una canchita de fútbol con jugadores “clavados” al piso con una sopapa de goma; esto les daba una elasticidad suficiente para impulsar la pelotita que caía en sus pies; el arquero se manejaba con una palanquita que le permitía “tirarse” hacia uno u otro lado. Los tamaños de la cancha variaban, por lo que podía haber juegos (los más chicos) de 5 contra 5 jugadores hasta (los más grandes) de 9 contra 9. Era muy divertido y la destreza que se desarrollaba llegaba a niveles excelsos.

     Otro juego de fútbol de mesa era el “Jugando con papá”. En este caso se trataba de una hermosa cancha más grande, de cartón comprimido, con fichas redondas de unos 3 a 4 cm de diámetro con los colores de los equipos más conocidos. Eran 11 contra 11 y las fichas podían moverse libremente sobre la cancha impulsadas por otra ficha-tecla blanca que tenía el jugador en su mano. Cada jugador manejaba a su equipo impulsando a los jugadores-ficha; estos “pateaban” (empujaban, con mayor o menor fuerza) la pelota, que era un pequeño fichín blanco. Se podía jugar durante horas (pero horas, eh) enfervorizadamente, eran partidos extraordinarios.

   Los carritos de rulemanes, verdaderos cohetes tripulados, que se usaban en bajadas en forma bastante arriesgada (en barrancas, en calles inclinadas, en rampas naturales) o incluso en calles o veredas planas si un amigo nos daba el primer empujón.

     Muy divertidas eran las carreras con autitos de plástico a los que se les hacía un agujero en la parte de abajo, se rellenaban con masilla o plastilina para hacerlos más pesados para mejorar el “agarre” y se les adosaba una cucharita debajo para que “patinaran” mejor. Cada uno tenía su modelo y sus colores preferidos, se pintaban con témpera y cada uno le daba su impronta personal.

    Los partidos de fútbol en el patio del colegio eran sin límite de jugadores por bando; se jugaban en los recreos con una chapita de gaseosa como “pelota” o, ya siendo más sofisticados, con un ovillo de medias. Empezaban jugando pocos, tres contra tres, por ejemplo, y podían terminar siendo quince contra quince (o más) a medida que se iban acoplando nuevos jugadores ocasionales; es más, a veces, si la chapita le pasaba cerca, había quien le daba un par de patadas a la chapita y se iba, en una especie de “toco y me voy” oportunista.

     El Poli-ladron, juego de recreo de colegio en el que nadie quería ser policía, en el que nadie reconocía cuando era atrapado y en el que los jugadores se la pasaban chocando y tropezando con otros chicos que vagaban por el patio del colegio.

     El Quemado, en el que un equipo le arrojaba una pelota con fuerza hacia el bando opuesto con intención de acertarle en el cuerpo a alguno de los rivales, lo cual lo eliminaba del juego, y así siguiendo hasta quedar uno solo como intocable vencedor.

     Muchos de aquellos juegos inolvidables han trascendido las épocas y se juegan hoy en día en forma habitual:

     Los juegos de cartas (truco, escoba de quince, chinchón, siete y medio, casita robada) exceden la infancia y nos acompañan ya de grandes hasta hoy. El ajedrez y las damas también se siguen jugando aunque bastante menos. La generala, ese clásico inagotable que une estrategia (“tachame la doble, 12 al 6 es muy poco”) y azar. El Estanciero (y su par, el Monopoly) es otro juego que trascendió el tiempo y aún hoy sigue vigente, en el cual la competencia no consiste en llegar primero sino en acumular posesiones, propiedades y rentabilidad hasta “arruinar” a los rivales.

     El Dominó. Siempre muy divertido de jugar, cuando éramos chicos sólo nos fijábamos en nuestras fichas y lo único que queríamos era deshacernos de ellas más rápido que los otros jugadores. No deducíamos las fichas que podía tener el otro de acuerdo a las que jugaba sobre la mesa y mucho menos intuíamos qué números le faltaban. Pero como todos hacíamos lo mismo, el juego era parejo. Ya creciendo apendimos a ver que el dominó tiene estrategia (mucho más cuando se juega en parejas) y que cada ficha puesta sobre la mesa “habla”. Hoy el dominó se juega y mucho y hay mucha gente adulta que juega muy bien, pero eso es otra historia.

     El ahorcado. En este clásico, que aún persiste, se utiliza una palabra habitualmente larga de la que se ponen sobre un papel su letra inicial y la última letra de la misma. En el medio, tantos guiones o puntos suspensivos como letras contenga la palabra. Hay que adivinarla diciendo letras, y ante cada error “una parte” del jugador que falla (cabeza, brazo, pierna, etc) va siendo dibujada en la horca, por lo cual hay un límite de errores que no puede ser superado.

     El tuti-fruti. Otro clásico aún hoy, consiste en llenar casilleros con palabras que comiencen con una letra estipulada al azar distintos rubros previamente estipulados (nombres de ciudades, de países, de frutas, de colores, etc).

    El Scrabel, ese clásico juego con fichitas cuadradas con letras valorizadas impresas que se despliegan con astucia en el tablero formando palabras como en un crucigrama activo y en el que se llegan a usar insólitos argumentos para justificar la existencia de palabras o vocablos desconocidos e improbables. Este juego aún se juega y esas estrategias no han cambiado.

     La escondida y la mancha en todas sus variantes (mancha estatua, mancha venenosa, etc) siguen jugándose aunque no como antes; hoy lo juegan preferentemente los niños más pequeños.

     El Sapo, un juego simple y rústico de campo, de club de barrio, de patio, en el que hay que embocar (con lo que sea, desde piedritas hasta fichas) en la boca del sapo o en otros casilleros para sumar puntos.

     El Scalextric (cuyo nombre viene de la fusión entre “scale x” –o escala variable– y “electric”) era una atracción máxima por entonces y sigue vigente hoy. La escala no era tan variable como dice el nombre (suele ser de alrededor de 1/32, poco más, poco menos) y las pistas, con diseños que se podían variar, eran fascinantes. Había que aprender a manejar el control remoto para no irse de largo en las curvas, para colear lo suficiente pero sin perder el agarre. Era un juego fascinante que lamentablemente era muy caro y muy pocos podían tenerlo; es más, muchos tenían el autito pero no la pista. Y aún hoy este gran juego no sólo se mantiene sino que hay grandes torneos internacionales de Scalextric.

   Finalmente, el querido e inigualable Metegol, el verdadero, con jugadores de hierro y pelotitas de madera (en los buenos había 7 pelotitas, para que hubiera un ganador sí o sí), con el esquema 2-5-3. La prohibición de hacer molinete, la calidad de algunos para “pisar” la pelota y pegarle de refilón o con efecto, la coordinación de la posición arquero-defensores, el pase entre el wing y el centrodelantero con el remate de éste de primera, etc. Inolvidable e interminable, su vigencia perdura y seguramente perdurará, sin distinción de edades ni lugares.

     La simpleza y los pocos elementos que se necesitaban para divertirse son uno de los contrastes con la maquinaria actual de la tecnología del entretenimiento. Pero sobre todo, lo genial que tenían esos juegos es que casi todos, (aún los individuales como el balero o el yo-yo) se jugaban con amigos.

   Hoy, una pantalla de celular o de computadora alcanzan para el entretenimiento solitario. Hace muchos años, compartir la diversión era más divertido que el juego en sí.

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