LOS GUERREROS CIEGOS

Si bien el famoso gigante Goliat no estaba ciego, probablemente haya tenido una limitación del campo visual por el tumor hipofisario causante de su tamaño desproporcionado. Quizás, el astuto David se percató de esta limitación y aprovechó algún punto ciego del gigante para que no esquivase el golpe. Ya pensar que David sabía de la fragilidad ósea de estos monstruos (el tumor corroe las paredes de la hipófisis y hace que todo el macizo cráneo facial sea más frágil), es demasiado, aunque nunca podemos descartar la “inspiración divina” para concluir este legendario enfrentamiento.

David y Goliat. Cuadro del pintor francés Guillaume Courtois, siglo XVII

Toda Seigen (富田 勢源, 1519?- ca. 1590s?) es un legendario guerrero japones del periodo Sengoku del siglo XVI, especialista en el uso de la Kodachi –o espada corta–. Mientras formaba a Kojirō, quien sería el más famoso de sus discípulos, Seigen perdió definitivamente la visión y por tal razón desarrolló esta espada corta para enfrentar a los contrincantes munidos de las clásicas takanas.

Gönpo Namgyel (1799-1865) era un líder tibetano que unificó parte de esa nación. Durante sus campañas que hostigaron a la Dinastía Qing fue conocido como Bulungwa u “hombre ciego”. Muy probablemente haya padecido una muy alta miopía que dificultaba su percepción.

En la tradición de los guerreros Sij de la India hay varios personajes de leyenda que perdieron la visión durante el combate, y aun así continuaron peleando. Hasta cuentan que uno de ellos, se arrancó el ojo lesionado por una lanza y se lo tragó…

En la historia de occidente rescatamos la figura del rey Juan I de Bohemia y conde de Luxemburgo (1296-1346). A Juan se lo conoce por su gran espíritu guerrero que lo llevó tempranamente a pelear contra los lituanos paganos en una cruzada cristiana que él encabezó . Desde joven se percató de  sus problemas visuales que le ganaron el moto de Juan el ciego. Abrumado por esta minusvalía, consultó con los más afamados médicos de su tiempo pero cuando uno de ellos dijo que nada podía hacer para aliviar su dolencia, en un ataque de ciego furor (¿de que otra forma podía ser la furia de este monarca?) ordenó la muerte del galeno. Buscando una segunda opinión consultaron con un médico árabe. Éste, ante todo, se aseguró no correr el mismo desgraciado final de su colega. Después de obtenidas las garantías del caso,  le dijo a Juan que nada podía hacer para ayudarlo.

Por último, lo consultó a Guy de Chauliac, el médico francés más famoso de la Edad Media, autor de Chirurgia Magna, quien se desempeñaba como médico de los Papas. Su diagnóstico fue lapidario: eran cataratas y no convenía operar al monarca. En esa época las cataratas no se extraían del ojo, sino que se reclinaban –es decir, se las apartaba del eje visual–. Esta cirugía no carecía de peligros y, las más de las veces, los resultados eran malos (sin tomar en cuenta las reacciones intempestivas de un paciente como el rey Juan) . Guy escribió un opúsculo con una serie de consejos para los pacientes que sufrieran de una afección semejante a la del monarca, librito  que no satisfizo los requerimientos de Juan de Bohemia, quien ni se dignó agradecer este gesto al galeno.

Su discapacidad no amenguó su espíritu guerrero y en 1313 condujo el ala izquierda de las tropas francesas que luchaban contra los invasores ingleses en Crécy.

Antes de entrar en batalla, Juan se dirigió a sus huestes. “Caballeros, ustedes son mis compañeros, mis amigos, les ruego me acompañen en esta instancia para que pueda golpear con mi espada al enemigo”. Para no perder a su amo en medio del combate, todos ataron sus riendas para contener al monarca. Juan podría haberse abstenido de semejante sacrificio, pero intentó asistir a su hijo Carlos en la contienda y avanzó “hacia el lugar de más ruido en la contienda encomendando su alma al Señor. No tenía temor alguno  porque el Altísimo estaba de su lado”. Sin embargo su fe y su coraje no fueron suficientes. Las flechas inglesas oscurecieron al cielo de Crécy y Juan murió atravesado por una saeta, rodeado por sus leales soldados.

El Príncipe Negro, el jefe de las fuerzas inglesas, le rindió sus respetos al monarca muerto que había actuado en forma tan desafiante y permitió que sus restos fuesen retirados del campo de batalla y enterrados en Kloster Altmünster en Luxemburgo.

Sepulcro de Juan de Bohemia

En nuestro acerbo histórico tampoco faltan guerreros ciegos. El célebre Tambor de Tacuarí, el joven Pedro Ríos, murió mientras conducía al comandante Celestino Vidal, un oficial de reducida visión quien, sin embargo, sobrevivió a esta y otras batallas. Bajo las órdenes de Belgrano participó en varias contiendas de nuestras guerras civiles y en 1840 se alejó del ejército y la política.

El que peleó hasta el último día, cuando ya no podía ver por lo avanzado de sus cataratas, fue el general Anacleto Medina (1788-1871), el indio Medina, quien acompañara a Pancho Ramírez, el supremo entrerriano, en sus desventuras y asistiría a salvar a la Delfina –su enamorada– de las garras de los soldados de Estanislao López. Medina actuó a todo lo largo de las guerras civiles, tanto en la Argentina como en el Uruguay, siendo hombre de Fructuoso Rivera.

A los 83 años, ya ciego, sabiendo que el enemigo lo acechaba en Manantiales, Colonia, hizo ensillas su caballo, atar la lanza a su diestra y, una vez orientado por el ruido del combate, cargó ciegamente hacia su destino final.

Anacleto Medina
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