Las ventajas de los acantilados

     La gente se desvive por conocer playas paradisíacas, ciudades con ajetreada vida nocturna, parques de diversiones temáticos y masivos, lugares de última moda con gastronomía modernosa y porciones en miniatura, complejos all-inclusive, centros de esquí y actividades de nieve, etc. La importancia de pertenecer al mundo conocido ocupa páginas de internet, redes sociales, revistas y programas de televisión. Digámoslo de una manera elegante: el común de los humanos suele viajar a los lugares a los que se les sugiere ir.

     Y la gente se llena de arena (el peor elemento de la naturaleza) en la ropa, en los ojos, entre los dientes, en los pliegues, en el calzado, en los bolsos, en todos lados. Y pierde dinero en los casinos. Y se queda con hambre después del menú de siete pasos de la cocina molecular. Y se le congelan los dedos y las narices en la nieve, además de romperse huesos varios en porrazos repetidos esquiando sin saber esquiar. Pero eso sí, pertenecer al “mundo top” no tiene precio. O sí, pero qué importa.

   Ante tanto snobismo circundante es difícil reparar en lo que realmente importa, como por ejemplo por qué es tan espantosa la comida en los aviones, por qué la mitad de los que hablan español se comen las eses, cómo hacen para combinar de ropa los daltónicos, cómo es el ciclo sexual de las orugas, cómo evitar ser estafado por un taxista en Yakarta, cuándo van a terminar de una vez por todas de hacer películas de superhéroes o por qué no les devuelven a los egipcios las piezas históricas que están en los famosos museos del mundo. Esos sí son temas absolutamente esenciales, como todos sabemos. Así que manteniendo el foco en lo realmente trascendente, resulta propicio analizar un tema casi capital: los acantilados y sus múltiples ventajas.

    Por empezar, los acantilados son estables. No cambian nunca. Uno puede confiar en ellos, y eso ya los hace únicos. Comparativamente, nada los iguala en esa característica.

     Las playas, por poner un ejemplo, sí cambian: con la marea baja son una cosa, con la marea alta puede que no sólo no las reconozcamos sino que ni siquiera haya lugar para tirarse en ellas. Si son atractivas, los humanos las infectan no sólo con su presencia sino con la cantidad de objetos y vituallas que las personas suelen necesitar para instalarse en cualquier sitio.

     El mar es histérico, voluble, indeciso: viene y va, furioso o calmo, con espuma o sin ella, manipulado por el viento, las corrientes, las mareas y hasta por la luna. Tan poco confiable como un vendedor ambulante, el mar genera muertes en cantidad por esa manía que tiene la gente de adentrarse en él; en el mejor de los casos uno no se ahogará, pero se mareará o vomitará si va en un barco, deberá permanecer en permanente movimiento (se llama “nadar”) si no quiere hundirse (salvo que tenga un salvavidas, claro) y usar tanques de oxígeno si quiere seguir respirando bajo el agua.

     Las selvas son lugares donde la naturaleza se toma venganza de lo que los humanos le hacen en todos los demás lugares del planeta. Calurosas, húmedas, con serpientes y culebras, alimañas varias, monos que gritan, roban y muerden, insectos que jamás son inocentes y generan desde un chichón a un edema de glotis mortal, hormigas trabajadoras atentas a acompañarnos apenas toquemos tierra. Además, las selvas hoy están y mañana no están; son los pulmones de un planeta que se está quedando sin oxígeno de tanto talar árboles.

     Lo mismo pasa con los bosques. Muy lindo todo, pero te agarra Sasquatch y fuiste. Bueno, a lo mejor el tipo no existe, pero en alguna cabaña solitaria abandonada quizá uno encuentre algunos elementos oxidados, se pinche con alguno de ellos y chau: tétanos, o en el mejor de los casos, infección. Y si es bosque-bosque de verdad, es oscuro y hay tantos árboles iguales que a los diez minutos de caminar por él uno ya no sabe dónde está ni por dónde vino; en otras palabras, uno ya se perdió. Y quizá un lobo famélico nos olfatee y nos encuentre sin dificultad para transformarnos en su cena. Si uno es previsor y tira miguitas de pan como guía para encontrar el camino de regreso, en el mejor de los casos se las comerán los pájaros; si tira semillas, pedacitos de fruta o algo más consistente, peor aún: se las comerá un oso, que sin duda nos matará al encontrarnos.

     Las montañas son algo más confiables, claro que sí. Ahí están: si te gusta, bien; y si no, también. Bien por ellas. Pero son cambiantes si están en zona de nieve, porque la cantidad de nieve modifica su silueta y su contextura. Ojo, la nieve no es un gran elemento tampoco, eh. Moja, pica y se mete en todos lados, y no se te ocurra tomarla porque te agarra diarrea. La gente se empeña en subir las montañas con elementos en la espalda que doblan la columna vertebral –les llaman mochilas– y utilizan herramientas, clavos y cuerdas para arriesgar su vida en ascensos antinaturales. Y una vez que han llegado a la cima –lo que no suele ser lo más frecuente– inmediatamente deciden bajarlas, lo que resulta ser habitualmente más peligroso.

  Ni qué hablar de los desiertos: lo peor de lo peor. De formas permanentemente cambiantes, con esos micro-guijarros arenosos –arena, bah– que se clavan en la piel con la menor ventisca (que nunca es menor), calor asfixiante bajo un sol hirviendo durante el día, frío que congela durante la noche, escarabajos, alacranes, faraones enterrados, momias al acecho, la parca empieza a hacerse amiga de uno como si nada. Si no hay arena, la tierra está agrietada y semipodrida –le llaman “aridez”– y en lugar de faraones hay esqueletos de animales, en este caso no enterrados pero sí llenos de alimañas que terminan de deglutirse los cadáveres mientras esperan hacer lo mismo con el nuestro. El ser más amigable que uno puede encontrarse en esos desiertos pelados es un coyote.

    Así que reivindiquemos a los acantilados, ya que sólo nos ofrecen ventajas. Por empezar, como dijimos, son confiables, como ha quedado demostrado al analizar el resto de sus impredecibles colegas naturales.

    Enhiestos e incólumes, los acantilados mantienen su bajo perfil; todo un contrasentido, ya que si hay algo con un perfil anatómico-geográfico alto son los acantilados. Los acantilados son nobles y útiles, sólo que no lo hemos percibido, atentos como estamos a las veleidades de otros accidentes geográficos. Los acantilados no levantan su voz ante tamaña injusticia; uno los deja, vuelve muchos años después, y no sólo siguen ahí sino que están igual. Si envejecen, no se les nota. Las fotos no se desactualizan nunca.

     En los acantilados no hay arena, elemento desagradable si los hay. En su superficie superior hay pasto, piedra o tierra, habitualmente fértil. Los acantilados no se inundan, no tienen nieve salvo que nieve, en cuyo caso se va enseguida. Lo que sí suele haber es viento, esa furia magnífica sin reglas ni respeto. Pero los acantilados, a diferencia del endiosado mar, no son alterados ni modificados por el viento. El viento limpia la superficie, renueva el aire, expulsa lo que sobra, golpea a quien se le atreve, empuja sin invadir; es soberbio y se solaza en demostrarlo. El viento, esa carcajada ostensible del planeta que intimida e incomoda, adora a los acantilados, que nos ofrecen ese bonus. Bien por los acantilados, a los que el viento apenas les hace cosquillas.

     Los acantilados son bellos desde arriba, desde abajo, desde enfrente, desde el costado, desde donde se los mire. La selva, el bosque o el mar vistos desde arriba no son selva, bosque o mar: son estructuras monótonas, sin estilo, casi apáticas. El acantilado, en cambio, es imponente desde donde se lo mire.

     El acantilado se lleva por delante el vacío, con quien convive en paz. Es más: si uno quiere asociarse a esa paz, no tiene más que lanzarse desde el acantilado a explorar ese vacío. Le llaman suicidio, por ese empeño permanente de encontrarle el lado negativo a las cosas. Puestos a embarrar la cancha, aún para los suicidas el acantilado ofrece ventajas. Imaginemos la escena: uno está con la cabeza dentro del horno, acaba de prender el gas, y suena el timbre. Los inoportunos de siempre. Es un incordio, no hay duda. Eso nunca podría ocurrir en un acantilado. El acantilado no te pone trabas, uno es libre hasta el último instante y se despide mirando el cielo.

   Pero ni siquiera el salto al vacío empaña las ventajas de los acantilados; si no, pregúntenles a los clavadistas mexicanos que se ganan sus buenos billetes arrojándose al atractivo vacío en Acapulco. Más aún: tirarse desde un acantilado puede incluso salvarte la vida. Como a Edmond Dantés –el conde de Montecristo–, a quien arrojaron al mar en una bolsa desde la cima del acantilado de la isla de If, o como a Henri Charrière, Papillon, quien luego de estudiar las mareas hizo una balsa y se tiró con ella desde lo alto del acantilado escapando así de la Isla del Diablo, en la Guayana francesa.    

     Si es de noche y se te ocurre navegar, hasta puede ser que haya un faro en lo alto de un acantilado, lo que evitaría que uno se lleve una pared de roca por delante, sobre todo si uno no maneja bien los instrumentos de navegación o si se le han averiado, ambas cosas bastante frecuentes.

     Los acantilados encierran historias y leyendas: de barcos hundidos, de sirenas, de amores perdidos, de marineros ebrios en tabernas de puertos cercanos, de escondites piratas con tesoros ocultos, de prófugos que encuentran su refugio en cuevas y recovecos, de partidas dolorosas de inmigrantes desde Cobh, del gran dios dragón regando de crías la bahía de Ha Long, de juramentos en Moher, de crímenes no resueltos y autos despeñados en la Barranca de los Lobos, de historias de despedidas grabadas en los acantilados blancos de Dover, del faro del Fin del Mundo en ese islote rodeado de acantilados complacientes, de historias vascas en el Flysch de Zumaia, con sus capas de piedra plana superpuestas como una torta rogel vertical, de fantasmas enamorados encerrados en Strandhill, de leyendas maoríes cercanas a las Pancake Rocks de los acantilados de Greymouth, de Monet pintando el famoso arco del acantilado de Étretat, de historias vikingas de Preiskestolen, del fin del mundo del otro lado en la cordillera acantilada de Bunda.

     Los acantilados, como sus primos los fiordos, son dueños de muchos de los paisajes más deslumbrantes del planeta. Se encuentre uno en la cima, en la base o enfrente de un acantilado o un fiordo, las imágenes impregnan belleza sin esfuerzo y las vistas panorámicas son incomparables; uno no tiene que sudar horas y horas escalando una montaña para obtener el premio de una vista impactante.

     Cuando uno no encuentra palabras certeras para describir algo es porque ese algo aún tiene mucho por ser descubierto, por ser aprehendido; dicho de otra manera, hay cosas que al verlas obligan a silenciarse. Los acantilados logran eso: imponen respeto, intrigan, seducen, intimidan pero no amenazan, no exigen que interactúes con ellos, activan la imaginación del escritor, le dan tanto material al poeta como ideas retorcidas al criminal, generan emoción en los espíritus ligeros y paz en los espíritus cansados.

     Desde abajo se yerguen majestuosos, inabarcables; desde arriba se perciben interminables. Eternos, inmutables, quietos, testigos de las travesuras fatales del tiempo, el único que quizá pueda con ellos, algo que jamás comprobaremos.

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