EL NAUFRAGIO DEL BATAVIA: Las puertas del sometimiento

“Jesús es bueno, pero el comercio es mejor”, rezaba el lema de las Compañía Holandesa de las Indias Orientales, la empresa más importante de los Países Bajos.

Tan importante era el comercio que la Compañía no delegaba el mando de sus naves a marinos sino a socios de la compañía, aunque estos no supiesen nada de navegación.

Dispuestos a conquistar el negocio de las especies, habían botado la nave más grande construída en Ámsterdam: “El Batavia”, que tuvo como destino en su viaje inaugural al puerto del mismo nombre (que hoy llama Jakarta).

El capitán encargado de la navegación era Ariaen Jacobz, pero el superintendente de la Compañía, a cargo de la operativa, era Francisco Pelsaert. No eran desconocidos, por el contrario, ambos se odiaban de tiempo atras por esos conflictos que arrastran los hombres por años sin que puedan recordar bien cuál fue la causa ni cómo empezó la inquina.

VOC, emblema de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales

El tercero en la cadena de mandos (y en discordia) era un ex boticario puesto de sobrecargo, Jeronimus Cornelisz. Este era un ferviente seguidor de Johannes Torrentius, un pintor rosacruciano, notorio libertino condenado por sus excesos y sus herejías. Probablemente, Cornelisz estuviese poniendo distancia a alguna acusación de las varias que pesaban sobre los seguidores del tal Torrentius .

En octubre de 1628, partió la nave con 350 personas a bordo y 250.000 florines para abrir el negocio de la Compañía en Batavia. Entre los pasajeros se encontraba un predicador calvinista, Gijsbert Bastiaensz, con su esposa y ocho hijos. También viajaba Lucretia van der Mijlen, una joven mujer de familia aristocrática en búsqueda de su marido, un funcionario de la corona holandesa destinado a ese recondito rincón del mundo.

Las diferencias entre Pelsaert y el capitán Jacobz pronto se hicieron evidentes, más cuando los dos empezaron a cortejar a Lucretia. Acá empieza a tallar la figura de Cornelisz quien apoyó al capitán en esta disputa de favores y comenzó a predicar su “teología libertina” que más de un problema le había acarreado en Holanda. La tripulación siguió sus palabras atentamente ya que el hombre no carecía de capacidad oratoria y sus disquisiciones eran del interés de la tripulación después de meses de obligada abstinencia. “Dios nos puso en la tierra para que podemos disfrutar sin trabas todo lo que nos puede dar placer”.

Jacobz y Cornelisz planearon liberarse de Pelsaert –quien había caído enfermo– para robar los tesoros de la nave y dedicarse a la piratería. A tal fin, habían reclutado a un grupo de leales entre la tripulación. Todo estaba listo para un motín,  cuando  la nave encalló en 4 de junio de 1629 en los arrecifes de coral de Houtman Abrolhos.

Ante el desastre, la disciplina y el orden desaparecieron. La tripulación se hizo de las reservas de alcohol acelerando el descontrol a bordo. Valiéndose de los dos botes disponibles, Pelsaert y Jacobz trasladaron, en viajes sucesivos, a las 275 personas que habían sobrevivido al impacto, hacia los islotes cercanos (este archipiélago contaba con 120 islas de poco tamaño). También se llevaron todas las provisiones que pudieron. Nadie sabía cuánto tiempo deberían sobrevivir hasta el arribo de  auxilio. Casi 180 personas fueron trasladadas al islote conocido como Beacon (de escaso km2), mientras 70 personas, incluido Cornelisz, se negaron a bajar d el barco, porque no sabían nadar.

Después de una breve inspección del lugar que reveló los escases de recursos, Pelsaert y Jacobz decidieron que la única forma de salvar a los náufragos era navegar hasta Java en búsqueda de ayuda. Debido a la mutua desconfianza, ambos decidieron emprender el viaje juntos llevando consigo a los mejores marinos.

Tres días más tarde y en el mayor sigilo, comenzaron este periplo de 12000 millas náuticas, dejando a los náufragos sin barcos y con una breve nota que explicaba su decisión de buscar ayuda. Para muchos fue una traición, de hecho el islote de donde habían partido fue bautizado “La isla de los traidores”. Solo en la primera semana 20 personas murieron de sed.

Diez días más tarde, el Batavia finalmente se hundió y Jeronimus Cornelisz pudo llegar a Beacon Island más muerto que vivo… Era la persona de más alto rango entre los supérstites. Dueños de una singular elocuencia, ya había logrado cierta ascendencia entre la marinería. La comisión formada para tratar la emergencia contaba con la presencia del cirujano, el predicador y Cornelisz, quien tomó la presidencia. Su primera medida fue reemplazar a los miembros del comité, por personas de su confianza.

Restauró la disciplina, inventarió los recursos, incautó las armas y repartió tareas. Su primera decisión fue condenar a muerte a un soldado acusado de robar vino. Mientras tanto Cornelisz formaba un grupo de 24 hombres leales, aquellos con los que había contado para organizar el motín a bordo del Batavia. Hecho del poder, fue tomando las medidas necesarias para perpetuarse, eliminando a aquellos en los que no podía confiar. Por tal razón, ordenó a 20 soldados liderados por un tal Wiebbe Hayes a explorar una isla cercana a fin de sacarse de encima a este grupo opositor. A continuación, prohibió abandonar la isla sin su consentimiento.

Instaurado un gobierno autocrático, se dedicó a eliminar bajo cualquier excusa a los más capacitados, aquellos quienes podían discutir sus decisiones y poner  su poder. Pronto fueron asesinados el cirujano y dos carpinteros.

Cornelisz había abierto las puertas de su infierno particular, instaurando el terror a quienes se opusiesen a su poder onmímodo, un mecanismo utilizado por mas de un tiramuela a lo largo de la historia: controlar los recursos, concentrar la capacidad de fuego y coerción, sacarse de arriba a los opositores a su proyecto y cerrar las salidas de su minúsculo reino.

A aquellos náufragos que intentaron huir hacia la isla con Hayes, los ultimó a la vista de todos para que supiesen que destino les esperaba. Después asesinaron a enfermos e inválidos. Cornelisz y sus acólitos desataron una orgia de muerte y sexo; prostituyó a las mujeres y eligió a varias como concubinas, hecha la excepción de Lucretia, a la que “sedujo con su poder”. Ésta, “voluntariamente accedió a los requerimientos amatorios” del ahora déspota. Estaba imponiendo su reino de placer a expensas del sufrimiento ajeno.

Al predicador Bastianensz lo invitó a cenar amablemente mientras sus esbirros asesinaban a seis de sus hijos, dejando a la mayor como esclava sexual de los seguidores de Cornelisz.

Las ejecuciones y excesos se multiplicaron hasta que el grupo de Hayes, intentó pelear contra estos déspotas. Llevaba las de perder ya que no contaban con armas de fuego… Hasta que un buen día, el 16 de septiembre, se avistó la nave en la que Pelsaert volvía al rescate. A pesar de las penurias y discrepancias había logrado llegar a Batavia, donde el contramaestre Jan Euertz fue ejecutado por su conducta escandalosa y el capitán Jacobz encarcelado por negligencia (moriría en la cárcel antes de ser juzgado).

Al frente del “Sardam” fue en busca de los náufragos y encontró este particular pandemonio. Con la ayuda de Hayes capturó a Cornelisz y sus secuaces.

Controlada la situación, Pelsaert y sus hombres del Sardam se sentaron a escuchar las acusaciones y confesiones, que incluían asesinatos de hombres, mujeres y niños, violaciones y sometimientos. Muchos, incluido el mismo Cornelisz, confesaron bajo tortura (un recurso que entonces se consideraba legal). El ex boticario y seis de sus acólitos fueron condenados a morir. Cornelisz intentó suicidarse, pero el veneno ingerido no tuvo el efecto deseado y pasó su ultima noche en este mundo entre cólicos y vómitos. Fue ahorcado al amanecer.

Un grabado con la ejecución de Cornelisz

El 3 de noviembre de 1629 el “Sardam” volvió a Batavia con 70 sobrevivientes de lo que fue uno de los naufragios más espantosos de la historia.

Esta experiencia de náufragos donde se crean nuevas condiciones de vida, recreada en libros y películas, ofrece una interesante perspectiva de la naturaleza humana: mientras un grupo trata de mantener cierta organización civilizada, otro, liderado por uno de los psicópatas que nunca falta, establece un reino del terror.

¿Por qué se desata esta violencia entre individuos civilizados? ¿Por qué un hombre se hace del poder logrando la sumisión del resto a pesar de las notables arbitrariedades y la voluntad de la mayoría ? ¿Por qué asistimos periódicamente a excesos perversos, como los que leemos en medio de conflictos, desde tiempos inmemoriales hasta la presente conflagración de Ucrania?

Podrá discutirse ampliamente este tema que se presta a todo tipo de discusiones filosóficas, éticas, religiosas y hasta políticas. Existen varios estudios de psicología experimental que sirven para explicar esta liberación de la parte más oscura de nuestra naturaleza. Uno es el llamado experimento de Yale, encabezado por el Dr. Stanley Milgram en 1963. Motivado por esa “banalidad del terror” que describiera Hannah Arendt durante el juicio de Adolf Eichmann. Milgram eligió un grupo de personas al azar,  a quienes les dio el (falso) poder de sancionar con descargas eléctricas a quienes no daban respuestas correctas en un examen. Para horror de los analistas, estas personas sin antecedentes delictivos e investidos de un poder arbitrario, aumentaban estas descargas ficticias a niveles mortales a pesar de los gritos desesperados (y simulados) de sus supuestas víctimas –a quienes no conocían–. En la misma línea, el Dr. Philip Zimbardo de la Universidad de Stanford reclutó voluntarios para un experimento donde algunos actuaban de guardianes y otros de reclusos en una supuesta “prisión” (el estudio había sido solicitado por el cuerpo de Marines de los Estados Unidos por algunos excesos que habían detectado en las cárceles militares).

 El grupo seleccionado era homogéneo y los exámenes psicológicos previos no habían demostrado diferencias significativas ni algún factor que pudiese predecir las conductas represivas o de sometimiento que se detectaron durante el experimento. Al cado de pocos días, “los guardianes” empezaron a tener conductas sádicas y humillantes mientras gran parte de los prisioneros (reconocidos por un número y no por su nombre) aceptaron estas arbitrariedades, otros organizaron un motín. Los guardianes atacaron a los insurrectos (a pesar de tener prohibida la agresión física). Pronto los prisioneros se dividieron en buenos y manos y aparecieron los “informantes” que trataban de ganarse el favor de los represores. La violencia generada mostró que el experimento se había ido de las manos y Zimbardo se vio obligado a suspender al estudio antes de la semana de iniciado.

La experiencia organizada por Zimbardo es muy difícil de reproducir y hasta de generalizar. Sin embargo, un proceso semejante se hal visto a lo largo de la historia desde este Batavia hasta los campos de concentración con sometimientos, excesos, conductas impropias y actos vergonzosos, denigrantes del espíritu civilizado.

En estas circunstancias extremas, algunos actúan como “Si Dios no mirara” parafraseando a Bertha Oberhauser, la médica nazi de Ravensbrück.

Todo nos lleva a pensar que en nuestra naturaleza conviven los extremos, desde la sumisión (que explica porque pueblos enteros se sometieron a la esclavitud o el síndrome de Estocolmo) hasta la rebeldía indómita, desde la depravación hasta el altruismo. ¿Son códigos inscriptos en nuestro ADN o conductas aprendidas? ¿Somos monstruos y caballeros conviviendo en nosotros como el Dr. Jekyll y Mr. Hyde?

No hay una respuesta, o cada uno tendrá la suya de acuerdo a experiencias y educación que lo ayudará (o no) a entender este mundo tan diverso y proteiforme, donde se repiten algunas conductas con obstinada asiduidad.

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