La expedición Franklin

El HMS Erebus (“dios de la oscuridad y las sombras”) era un barco importante de la Marina Real Británica, construido en 1826 en el astillero de Pembroke, Gales, como una bombarda (una embarcación cuya cubierta está apuntalada como para resistir el empuje de la pólvora al disparar cañones), un buque de guerra. Tenía 32m de eslora y un calado de 5,2m. Fue destinado en 1828 a patrullar el Mediterráneo, como para que los turcos se preocuparan un poco; sin embargo, nunca llegó a desempeñar la función para la que fue creado (los combates marítimos), ya que fue reconvertido en un barco de exploración.

     El HMS Terror era un barco similar, construido en el astillero de Devon, Inglaterra, en 1812. Tenía 31m de eslora y un calado de 6,8m. Intervino en algunas batallas en la guerra angloestadounidense entre 1812 y 1815, y en 1835 fue reconvertido en un barco de exploración.

    En 1839, bajo el mando del célebre explorador James Clark Ross, ambos barcos zarparon rumbo a la Antártida, donde alcanzaron la latitud más al sur del planeta en la que algún barco hubiera navegado, una marca que se mantendría durante décadas. Durante esa odisea de casi cuatro años, en dirección a las islas Malvinas, un enorme iceberg provocó que el Erebus y el Terror chocaran entre ellos. Milagrosamente, ninguno de los dos barcos sufrió daños irreversibles y consiguieron regresar a casa.

     Después de hacer historia en el Polo Sur, la siguiente aventura del HMS Erebus y del HMS Terror los destinó a navegar de nuevo juntos hacia el extremo opuesto del mundo, el Ártico. La misión era descubrir el “Paso del Noroeste”, una nueva “puerta de entrada” al océano Pacífico.

    Quien estuvo a cargo de la misión fue el capitán sir John Franklin, secundado en el mando por los capitanes Francis Crozier (irlandés, capitán del “Terror”) y James Fitzjames (inglés, capitán del “Erebus”). Franklin ya había viajado en tres ocasiones al Ártico en la búsqueda de aquella vía, sin encontrarla: en 1818, en 1819 (en una expedición de veinte personas, de las que sólo nueve regresaron con vida en 1822) y en 1825. En razón a esto, la Marina Real Británica no confiaba demasiado en Franklin como para ponerlo al frente de la nueva expedición. De hecho, Franklin (“el hombre que se comió sus zapatos”, apodo que le pusieron los legendarios miembros del Consejo Ártico, luego de las dramáticas circunstancias de su anterior travesía por tierra en los territorios helados del norte) no era ninguna de las primeras tres opciones del Almirantazgo originalmente. Pero las relaciones son las relaciones (“el éxito no depende tanto de tu capacidad, sino de la gente que conozcas”), así que el lobby y la rosca política del Almirantazgo hicieron que se decidieran por nombrar de nuevo a sir John Franklin al mando de la misión.

Sir John Franklin

     El 19 de mayo de 1845, el HMS Erebus y el HMS Terror, con 129 hombres a bordo (entre ellos, 24 oficiales) repartidos en las dos naves y equipados con la mejor tecnología de la época (incluyendo motores de ferrocarril que en teoría habían sido adaptados para la actividad marítima), partieron desde el puerto inglés de Greenhithe hacia el Polo Norte.

   Lo que iban a buscar, el “Paso del Noroeste”, un enlace entre el Atlántico y el Pacífico en pleno mar Ártico, permitiría a los navegantes acortar la distancia a recorrer en los viajes entre Europa y Asia. De encontrar dicha vía, evitarían tener que cruzar por el Cabo de Hornos (en la parte más austral de Sudamérica) o por el Cabo de Buena Esperanza (en el extremo sur de África). Pero para encontrar y llegar a ese atajo soñado había que serpentear a lo largo de 1.500 kilómetros por toda clase de islas, canales y bahías; la idea original era seguir siempre la costa de Norteamérica. La amenaza del frío y el hielo, además, limitaba la navegación a los meses de verano. Los navíos estaban siempre expuestos a que los témpanos de hielo chocaran con ellos inmovilizándolos o perforándolos, o que bloquearan las vías de paso. Por eso, la búsqueda del Paso del Noroeste había sido hasta entonces una sucesión de intentos fallidos y hasta fatales.

     La expedición Franklin fue la más ambiciosa expedición británica a la búsqueda del Paso del Noroeste. Pero ninguno de sus miembros regresaría con vida.

     Las historias de los inuit (los esquimales de la región) fueron, durante más de un siglo, los indicios y los testimonios más concluyentes para tratar de descubrir lo que sucedió con los 129 hombres de la trágica misión exploradora. Hoy se toma como cierto que los dos barcos quedaron encallados en el hielo en el estrecho Victoria, una región en la cual la temperatura más alta es, hoy en día, de -10ºC a plena luz del sol.

   Los dos barcos fueron vistos por última vez por un ballenero en el estrecho de Lancaster. A la salida del estrecho se encontraron con una enorme barrera de hielo que les cortaba el paso, por lo que se quedaron en la pequeña isla Beechey, instalando allí un campamento temporal. El verano siguiente, los dos barcos siguieron la navegación por el estrecho Victoria, entre las islas Prince of Wales y Somerset. Pero en septiembre de 1846 volvieron a quedar atrapados en el hielo, al norte de la isla King William, y de nuevo tuvieron que pasar el durísimo invierno polar en un campamento improvisado. Quince marineros y nueve oficiales murieron en ese lapso, incluyendo al propio Franklin, que falleció el 11 de junio de 1847 en circunstancias nunca aclaradas.

     Los navegantes permanecieron en la zona esperando que la llegada del verano derritiera lentamente el hielo, pero eso no sucedió. Habiendo perdido un tiempo más que valioso, decidieron abandonar los barcos encallados y (ya bajo el mando del capitán Francis Crozier) caminar durante el verano y el otoño hasta llegar a la desembocadura del río Back (o Great Fish river), una travesía que estimaban en unos 400 kilómetros, arrastrando botes cargados con provisiones, con la esperanza de llegar a algún lugar en donde ya no hubiera hielo sino agua navegable que les permitiera remontar el río hasta alguna zona civilizada desde la cual pudieran ser rescatados.

   La marcha fue prolongada, muy dura y dolorosa. Durante la misma, el hambre, el agotamiento y las enfermedades fueron provocando que muchos no tuvieran fuerzas para continuar; eso generó nuevos planteos: dejar en el camino a los que no podían seguir, abandonándolos a una muerte segura, o cargarlos en los botes que arrastraban, aumentando así el peso de los mismos y por lo tanto haciendo la marcha aún más lenta y con menos hombres disponibles para arrastrar botes más pesados. No todos pensaban lo mismo, y eso creó desaliento y resentimiento entre los hombres.

   Algunas versiones de los inuit sostenían haber visto dos grupos de hombres, en distintos días y diferentes lugares. Eso llevó a la conclusión de que podría haber ocurrido una rebelión por parte de algunos hombres, que emprendieron un camino diferente al ordenado por el capitán Crozier. Tampoco se descarta que esos grupos, transformados en enemigos, hubieran provocado muertes violentas en el grupo rival.

    Para colmo, los marinos esperaban hallar en el camino animales terrestres (caribúes) para poder cazarlos y alimentarse con carne, pero no encontraron ninguno. La región era tan inhóspita que ni siquiera había muchos inuits (más bien, había muy pocos), que además tenían mucho recelo de los “hombres blancos”, de quienes los inuits rehuían por considerarlos violentos y agresivos, lo que ya habían comprobado en contactos anteriores y en diversos lugares (los inuits son nómades). Sea cual fuere la verdad, lo cierto es que los hombres de la expedición Franklin “terminaron en el rincón más inhóspito de un lugar remoto, en el peor lugar y en el peor momento”.

     Y no lo lograron.

    Las causas del fallecimiento de los exploradores siguen siendo al día de hoy motivo de controversia y las teorías son de lo más variadas. Algunas explican que los hombres murieron víctimas de enfermedades como el escorbuto, la tuberculosis y la neumonía; el hambre es señalado también como una lógica e inexorable causa determinante. El tétanos y la gangrena fueron otras de las terribles enfermedades que padecieron.

     Uno de los problemas principales (si no el principal) parece haber sido la intoxicación con plomo, que deriva en saturnismo. Antes de partir, la Marina Real Británica licitó la provisión de unas ocho mil latas de conserva. Como siempre, ganó el mejor postor (o sea el más barato). La fabricación de latas se efectuó a toda prisa y estuvieron listas a tiempo, pero “se hicieron de una manera muy descuidada”. Ocurrió que el plomo de las latas “comenzó a gotear hacia el interior de la lata como cera derretida”, como explicaría en 1987 Owen Beattie, profesor de Antropología en la Universidad de Alberta y jefe de un equipo de científicos que se dirigió a la zona para tratar de determinar lo sucedido con la expedición Franklin. Otra versión agrega que el sistema de conducción del agua de ambos barcos incluía conexiones entre el suministro para el consumo humano con el de los motores, por lo que el agua habría quedado contaminada por el plomo de las máquinas, por lo cual  todos comenzaron a intoxicarse.

   Esas altas dosis de plomo ingeridas en forma constante y crónica comenzaron a provocar los muchos y variados síntomas de la intoxicación con plomo (saturnismo):  dolor articular y muscular, dolor de cabeza, afección de las encías (esto tiene su importancia ya que el escorbuto también afecta las encías y eso provocó que el diagnóstico se confundiera), pérdida de dientes, dificultades en la memoria y la concentración, dolor y cólicos abdominales, diarrea, trastornos hepáticos, agotamiento y trastornos del estado de ánimo y del comportamiento, sobre todo irritabilidad y comportamiento agresivo.

     “El plomo se acumulaba en los huesos y en las encías, y generaba tantos dolores que los hombres muchas veces preferían no comer  a tener que sufrir un intenso dolor por comer”, señalaron los expertos.

     Todo esto fue llevando a los hombres a alucinar, como paso previo a la locura. Y llegados a esta altura comienzan a tomar trascendencia las versiones sobre el canibalismo. Las teorías canibalistas fueron negadas inicialmente por el gobierno británico, pero finalmente las evidencias encontradas fueron interpretadas como ciertas. 

      Se encontraron cuatrocientos huesos de once cuerpos distintos y el 25% de ellos presentaba restos de canibalismo. Algunos de los cuerpos hallados tenían surcos de cuchillos y les faltaban pedazos, sobre todo en brazos, nalgas y muslos, señales de que habrían servido como alimento.

     En Inglaterra, mientras tanto, ante la falta de noticias, se activaron las primeras alarmas. Se envió una misión terrestre de búsqueda, otra marítima liderada por John Ross, almirante y naturalista escocés, explorador del Ártico, que se internó en la bahía de Baffin y el estrecho de Lancaster; luego otra misión de rescate gestionada por lady Jane Franklin, la esposa del comandante. Todas las expediciones de búsqueda fracasaron.

     Recién en agosto de 1850 se hallaron en la isla Beechey los primeros vestigios de la expedición: fragmentos de suministros, harapos o latas de  conservas, y las tumbas de John Torrington, John Hartnell y William Braine, cuyos cuerpos estaban especialmente bien conservados, momificados. La autopsia, practicada más de cien años después (en 1984) por el equipo del mencionado Owen Beattie, reveló que Torrington, de 20 años, había muerto a causa de una neumonía agravada por las gran cantidad de plomo encontrada en sus pulmones.

     En 1854, el explorador John Rae confirmó, gracias a los testimonios de los inuits, que los barcos habían quedado atrapados en el hielo y luego sepultados en él. Confirmó también que la tripulación se vio obligada entonces, antes de que esto se consumara, a desplazarse a pie, vagando por un territorio helado en búsqueda de alimentos para poder sobrevivir hasta llegar a la desembocadura del río Back, en la costa norte del territorio de Canadá conocido como Nunavut. Una misión imposible.

     El mismo John Rae encontró los restos de varios hombres; unos inuit, además, le aseguraron que habían visto a “un grupo de hombres blancos arrastrando un bote” hacia el río Back, donde había un pequeño puesto comercial y donde confiaban en poder contactar con alguien. Según relató Rae, al decir de los inuits, esos hombres, muy delgados, demacrados y sin dientes, sobrevivían a costa de “comerse a los fallecidos”, tal y como lo atestiguaba el contenido hallado en algunas ollas que fue analizado.

      El Reino Unido dio por muertos a todos oficialmente en marzo de 1854.

Reliquias de la expedición de Franklin, según el Illustrated London News, octubre de 1854.

  Como siempre que las evidencias son pocas, hay leyendas y relatos variados; entre ellos se destaca uno que habla de la existencia de una criatura sobrehumana “de un tamaño sobrenatural, con grandes garras y colmillos”, una especie de oso gigante sediento de sangre, que habría matado y destrozado a muchos de los expedicionarios. Los inuits lo llamaban Tuunbaq, que de acuerdo a la mitología inuit es un animal creado por la diosa Selna para matar a los otros dioses inuit y que luego fue desterrado al territorio helado. Se trata de una bestia sanguinaria de gran inteligencia, “con el espíritu del diablo”, que no sólo mata a quienes se internan en su territorio sino que además los destroza con crueldad. Los inuits afirmaban que Tuunbaq había matado a muchos hombres blancos.

     En abril de 1859, otro equipo de investigadores encontró en el interior de un “cairn” (un montículo de piedras apiladas en forma ordenada) un tubo metálico que contenía en su interior un documento firmado por los capitanes Francis Crozier y James Fitzjames, con dos mensajes escritos. Uno de ellos, fechado el 25 de abril de 1848, decía que el capitán sir John Franklin había muerto el 11 de junio del año anterior, que quedaban 105 hombres vivos, que habían abandonado el HMS Erebus y el HMS Terror tres días antes y que marchaban a pie hacia el Río Back, ahora dirigidos por el capitán Crozier. Dada la casi imposibilidad real de lograrlo, ese mensaje parecía un epitafio. El otro texto encontrado estaba fechado un año antes del anterior, estaba firmado por el propio Franklin e indicaba que la situación estaba controlada. Dos semanas más tarde de la fecha de ese escrito, el mismo capitán Franklin moría. El cuerpo de Franklin nunca fue encontrado.

    No se sabe qué ocurrió con el capitán Fitzjames y con resto de hombres que habían marchado en busca del Río Back. El capitán Crozier también desaparareció. Más tarde llegaron informes no verificados de testimonios de inuits que decían que, entre 1852 y 1858, Crozier y otro miembro de la expedición habían sido vistos en el área del lago Baker, unos 400 km más al sur. Lo cierto es que ningún rastro ni resto de Crozier fue hallado.

   Más acá en el tiempo, desde 1981 muchas expediciones han explorado la región buscando restos humanos de los miembros de la expedición Franklin.

   Las conclusiones científicas finales se obtuvieron luego de muchas excavaciones y exhumaciones efectuadas durante muchos años. Los informes toxicológicos  de los huesos mostraban altos índices de plomo, por lo cual se concluyó que un envenenamiento por plomo fue “factor coadyuvante y agravante”. Además, se confirmó oficialmente el hallazgo de marcas y cortes de cuchillo en brazos y muslos de algunos de los tripulantes, que fueron interpretados como signos de canibalismo. La evidencia final de los informes “oficiales” concluye que una combinación de frío, hambre, escorbuto y enfermedades tales como la neumonía y la tuberculosis, todas agravadas por el envenenamiento por plomo, produjeron la muerte de la totalidad de los miembros de la expedición Franklin, transformándola en una dolorosa y prolongada tragedia.

   El explorador irlandés Robert McClure descubrió el Paso Noroeste en 1851, pero no llegó a atravesarlo ya que su barco, el HMS Investigator, quedó varado en el hielo. McClure hizo en trineo gran parte del resto del recorrido y dejó en la isla de Banks una anotación con su logro, fechada el 21 de abril de 1851, registro que fue descubierto en 1917 por Vilhjalmur Stefansson, un explorador del Ártico canadiense-islandés.

     Finalmente, el gran explorador noruego Roald Amundsen logró alcanzar el objetivo y navegar en forma completa el Paso Noroeste; en 1906, tras un viaje de tres años, llegó a la costa de Alaska sobre el océano Pacífico, a bordo del pequeño velero Gjøa. Amundsen, un enorme explorador, también sería el primero en llegar al Polo Sur  en el año 1911.

     En septiembre de 2014, durante la búsqueda de los restos del vuelo 370 de Malaysia Airlines que había desaparecido en marzo de ese año sin dejar ningún tipo de rastro con 251 personas a bordo, se encontraron en el fondo del mar Ártico restos del HMS Erebus. Y en septiembre de 2016 se encontraron restos del HMS Terror, muy cerca de donde había aparecido el Erebus. Los dos presentaban partes de la cubierta quemada, lo que parecería indicar que los navegantes intentaron calentarse con los esqueletos de ambos barcos.

     Cabe acotar que el Paso Noroeste no estaba muy lejos del lugar en el que se encontraron los restos del HMS Erebus y del HMS Terror, pero no tan cerca del estrecho Victoria, donde encallaron. Este hallazgo por demás extraño instaló entonces una nueva teoría, quizá descabellada: ¿y si un grupo de esos sobrevivientes que marchaban hacia el Río Back dieron la vuelta, consiguieron volver a los barcos, desprenderse del hielo y encontrar a bordo de ellos el Paso del Noroeste antes de desaparecer para siempre? ¿Y si fueron ellos, y no McClure ni Amundsen, quienes lograron encontrar, con sus últimas fuerzas, la ruta más rápida entre Asia y Europa? Probablemente nunca se sabrá.

     Dos libros recientes tratan la historia de la expedición Franklin: la novela “The Terror” (2007), de Dan Simmons, y “Erebus: the story of a ship” (2019), de Michael Palin. El primero de ellos ha sido tomado como referencia para la miniserie británica “The Terror”, que llegó a la pantalla en 2018.

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