Sincericidios, estolideces y resbalones

Básicamente, la gente se va de boca. No hay caso, es inevitable. En la época que fuere. A las personas les gusta emitir sentencias, opiniones, dejar frases que los trasciendan. Más allá de sus cocientes intelectuales, de los cargos que ocupen, del poder que ostenten, del tema al que se refieran, a las personas les encanta pontificar. 

  En todos los tiempos, innumerables personajes trascendentes de la historia han dicho cosas que, evaluadas tiempo después, resultan impresentables, criticables, incluso abyectas; en el mejor de los casos, erróneas.

     Porque nadie la tiene atada. Ni el más pintado.

     Y menos si los analizamos con el diario del lunes…

     Plinio el Viejo fue un escritor, naturalista y militar romano del siglo I. Su famosísima obra “Historia Natural” fue modelo de conocimientos naturales, etnográficos y geográficos hasta la llegada del método científico y el empirismo, en el siglo XVII. Su insaciable curiosidad lo llevaría a observar atentamente cada fenómeno o hallazgo en la naturaleza y a recopilar la historia del mundo antiguo. Y podría decirse que, en cierto modo, Plinio fue un mártir de la ciencia… y de sus propias palabras, quizá. 

     Cuando el Vesubio entró en erupción en el año 79 d. C. destruyendo Pompeya, Plinio quizo conocer de cerca el fenómeno. El Vesubio, transformado en un infierno que escupía fuego, lava y cenizas, no amedrentó a Plinio, que decidió embarcarse para estudiar de cerca la erupción. Ya en tierra, Plinio decidió pasar la noche a pocos kilómetros de Pompeya, desde donde veían los incendios que manchaban las faldas de la montaña ya oscurecida. El escritor intentó tranquilizar al resto de la comitiva señalando que se trataba de hogueras abandonadas por los campesinos que habitaban la ladera. “Lo mejor que la naturaleza ha dado al hombre es la brevedad de su vida”, repetía Plinio, que sabía que gozaba del respeto de sus semejantes. En mitad de la noche la lluvia de piedras y cenizas y la densa nube de humo sofocante ya habían alcanzado la costa. Plinio, que tenía problemas respiratorios, no pudo aguantar el aire irrespirable. Cuando lo despertaron, alarmados por la dificultad para respirar de Plinio, ya era demasiado tarde. Plinio moriría intoxicado por los gases de la erupción. “No hay mortal que sea cuerdo a todas horas” era una de sus frases más famosas, en este caso acertada, y en primera persona.    

   En 1492, Cristóbal Colón consiguió que los Reyes Católicos le financiaran un largo viaje. No buscaba nuevos mundos, sino establecer una ruta hacia las indias y hallar en su travesía la isla de Cipango (actualmente Japón). Pero el navegante hizo mal sus cálculos y cometió varios errores que dieron un vuelco a su misión: pretendiendo llegar a Asia, se tropezó con América. Este error fue todo un hallazgo para la corona española, y permitió la conquista del continente americano.

  “Creo que debe ser Cipango (Japón), según las señas que da esta gente…”, dijo Cristóbal, que quería encontrar Cipango por una razón: corría una leyenda, popularizada por Marco Polo en el siglo XIII, que afirmaba que en ese pedazo de tierra había enormes cantidades de oro. Por eso, cuando Colón divisó por primera vez una isla que se asemejaba a la descripción de Cipango, saltó de euforia al creer que había llegado a donde tanto ansiaba. Sin embargo, lo que no sabía es que lo que había descubierto era en realidad Cuba.

  Colón, impregnado del efecto mamadera, dejó un pensamiento “políticamente correcto” para la época, que sus reyes-financiadores esperaban escuchar: “Tengo esperanza en Nuestro Señor que Vuestras Altezas los harán a todos cristianos, y serán todos suyos”. Curiosa frase que, por una parte, hace a los reyes “propietarios” de los habitantes de aquellas nuevas tierras y, por otra parte, se choca de frente con la forma en que los europeos decidieron “evangelizar” a los nativos americanos.

     Isaac Newton es, sin discusión alguna, uno de los más grandes genios de la historia. Sin embargo, entre tantas genialidades legadas a la humanidad, dejó algunas frases que generan un rictus en la comisura…

    “Este bellísimo sistema compuesto por el sol, los planetas y los cometas no pudo menos que haber sido creado por consejo y dominio de un ente poderoso e inteligente. El Dios supremo es un ser eterno, infinito, absolutamente perfecto”. Y como para que no quedaran dudas, Sir Isaac se despachó con contundencia: “Dios dio las profecías del Antiguo Testamento, no para satisfacer la curiosidad de la gente, sino para que después puedan ser interpretadas según el modo que se hayan cumplido”. O sea, la Biblia nos permite que interpretemos las cosas como nos convenga, pero cuidando siempre que el Altísimo quede bien parado.

     Al final, el Brian May del siglo XVII era un tierno.

     Otro grande entre grandes, Napoleón, no se andaba con vueltas: “Alejandro, César, Carlomagno y yo fundamos imperios, pero ¿sobre qué cimentamos las creaciones de nuestro genio? Sobre la fuerza”. Pero se ve que el asunto de la violencia en algún momento lo saturó, porque cambió de parecer: “No quiero hacer más la guerra. Es menester olvidar que hemos sido los amos del mundo”. ¿Arrepentido, cansado, harto? Sólo él lo sabría, o no. Simplemente decía lo que pensaba en cada momento, aunque sus ideas viraran 180 grados.

    El 30 de marzo de 1867, Alaska se convirtió en territorio estadounidense. Tras varias semanas de negociaciones y un precio de compra de 7,2 millones de dólares, EEUU le adquirió a Rusia una superficie casi cinco veces más grande que Alemania. “Su Majestad, el zar de Rusia, se declara dispuesto a dejar a Estados Unidos todas las áreas del continente americano y las islas adyacentes, que hasta ahora eran de su propiedad”. El acuerdo no fue saludado con satisfacción ni por la opinión pública rusa, ni por la estadounidense, ni por los propios habitantes locales. El artífice de las negociaciones por el lado americano y figura clave para la firma del traspaso fue el entonces secretario de Estado, William Seward. Aunque nunca había estado en Alaska, se dio cuenta de la importancia que aquel pedazo de tierra tendría para EE.UU.

    ¿Por qué Rusia decidió desprenderse de Alaska? Desde muchos años antes de su venta, los comerciantes siberianos buscaban allí pieles de animales, contactando a los nativos de la región. Se formó incluso una sociedad comercial para gestionar el negocio, que al principio funcionó pero después quebró. “Mi conclusión es que no merece la pena la inversión de recursos y esfuerzos en este negocio, porque las ganancias con las pieles son cada vez más bajas; cada vez hay menos focas, la región ya no da ganancias”, dijo el zar Alejandro II. Y entregó Alaska por dos mangos.

    Y resultó que Alaska era mucho más de lo que parecía: apenas dos décadas después de su compra, EE UU encontró depósitos de oro a lo largo del río Klondike, lo que provocó una ola de inmigración masiva. Por si fuera poco, a mediados del siglo XX se descubrieron enormes yacimientos petrolíferos. En la actualidad el estado entero podría valorarse en 15.000 millones de dólares, unas 150 veces más de lo que Washington pagó por él. Lo que se dice un negocio redondo. Un visionario, el zar.

    Hay algunos sincericidios que eximen de cualquier comentario agregado ya que solitos, solitos, se tiran a la hoguera. Veamos algunos:

“Mi dinamita conducirá a la paz más pronto que mil convenciones mundiales. Tan pronto como los hombres se den cuenta de que, en un instante, ejércitos enteros pueden ser totalmente destruidos, seguramente pactarán una paz dorada”. (Alfred Nobel, inventor de la dinamita)

Se me ocurrió que podía inventar una máquina que, por su rapidez de disparo, reemplazara la necesidad de grandes ejércitos; como consecuencia, la exposición a la batalla y la enfermedad se verían muy disminuidas. Mi invento abrirá paso a una nueva era, una era en la que la guerra será más humanitaria”. (Richard Gatling, inventor de la ametralladora)

“Es un buen elemento para los nervios, para combatir hábitos de alcohol, opio y morfina, e incluso conceder sempiterna vitalidad y hermosura a las damas. Hace los días malos, buenos; y los buenos, todavía mejores”. (Sigmund Freud, en referencia a la cocaína)

“Cuando alguien me pregunta cómo puedo describir mi experiencia de casi cuarenta años en el mar, yo simplemente digo: ‘sin incidentes’. Claro que hubo tempestades de invierno, vendavales, nieblas y cosas de ese tipo, sin embargo en toda mi experiencia nunca estuve en  accidente alguno del que valga la pena hablar. Solo en una ocasión vi una embarcación en peligro en todos mis años en el mar. Yo nunca vi un naufragio, ni estuve en un uno, ni estuve en cualquier situación que amenazara con acabar en un desastre de algún tipo. Ya lo ve, yo no soy un material muy bueno para una historia”. (Edward Smith, marino británico, comandante del Titanic, 1904)

“¿Por qué creo en Dios? La razón principal es ésta: una cosa tan bien ordenada y perfectamente creada como lo son nuestra Tierra y el universo tiene que tener un Hacedor, un diseñador magistral, sólo puede ser el producto de una Idea Divina; no puede ser de otro modo”. (Werner Von Braun, creador del cohete V-2 y a cargo del desarrollo de armas misilísticas, que tratarían de “deshacer” esa perfección tan bien creada)

 “Usamos la bomba atómica para acortar la agonía de la guerra, para salvar las vidas de miles y miles de jóvenes”. (Harry Truman, presidente estadounidense responsable de lanzar la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki)

“El protocolo funciona. Si se administra en forma competente, no hay dolor ni sufrimiento. Es simplemente anestesiar a alguien para un procedimiento médico”. (Jay Chapman, creador del sistema de inyección letal para la pena de muerte)

“Las mujeres educadas raramente hacen historia”. (Laurel Thatcher Ulrich, historiadora estadounidense, ganadora del premio Pulitzer en 1991)

   Adolf Hitler no podía contenerse. Tenía que lanzar frases rimbombantes, como para que le prestaran atención y le temieran. En 1939 proclamó, luego de invadir Checoslovaquia: “…es la última reivindicación territorial que he de hacer en Europa…”. Se ve que después cambió de idea.

    En ese permanente afán por demostrar que él era el que la tenía más grande, desoyó todos los análisis y consejos de sus asesores en la campaña a Rusia (“Operación Barbarroja”).  “Patea la puerta y toda la estructura se derrumbará”, decía el Führer una y otra vez a quien quisiera escucharlo, subestimando todo lo que tenía enfrente: la enorme extensión del territorio ruso, el frío (que había hecho retroceder hasta a Napoleón), el patriotismo, la rabia y la determinación de la mayoría del pueblo soviético.

     Bueno, la puerta no sólo no se derrumbó, sino que se le cayó encima. A partir de ahí, Alemania supo que ya no podría ganar la guerra.

     Albert Einstein era un genio inigualable. Pero, de boquilla, el hombre tenía sus  deslices. “Mantener algo vivo más allá de los años de fertilidad es minar la civilización humana” es una frase que no muestra su mejor costado. Y, claramente, no le gustaban los chinos: “Incluso reducidos a trabajar como caballos, nunca dan la impresión de estar sufriendo de forma consciente. Una nación peculiar parecida a una manada, a menudo más como autómatas que como personas. Sería una lástima si los chinos reemplazaran a otras razas; para nuestro gusto, el solo pensarlo resulta impronunciable y sombrío”.

     Y ya que hablamos de China, cómo no enfocarnos en Mao Zedong (Mao Tse-tung). Sus patinadas catastróficas (el Gran Salto Adelante, la Revolución Cultural) están fuera de discusión, y entre sus innumerables perlas dañinas es imposible no recordar la del exterminio de gorriones.

     En 1958, el gobierno comunista de la República Popular China de Mao  comenzó una campaña para exterminar a todos los gorriones, calificándolos como “enemigos del campesinado”, ya que se los responsabilizaba de devorar los granos, tanto en los cultivos como los almacenados. Según  Mao, “los gorriones son una de las peores plagas, son enemigos de la revolución, se comen nuestras cosechas. Mátenlos. No debemos detenernos hasta erradicarlos, tenemos que perseverar con la tenacidad del revolucionario”. Así que los chinos comenzaron a envenenar a los gorriones; sus nidos fueron destruidos, los huevos rotos y los polluelos iban muriendo al no haber adultos que los alimentaran. La campaña tuvo éxito y estuvo a punto de aniquilarlos por completo. Científicos norteamericanos alarmados por el plan de Mao publicaron una investigación donde se aseguraba que “los gorriones comen más insectos que grano”, pero como los capitalistas eran el enemigo, Mao desdeñó sus advertencias, contestando con la frase “el hombre debe derrotar a la naturaleza”.

   Pero el aniquilamiento de los gorriones trajo una inmediata consecuencia: la proliferación de langostas, que serían las responsables de una terrible plaga que arruinó las cosechas, causó perjuicios económicos millonarios y fue factor importante de una terrible hambruna que cobró la vida de entre 15 y 30 millones de personas. Cuando Mao se dio cuenta de su enorme y mortal error, se dirigió a los medios con la frase “olvídenlos” (“suàn le”), con la que decretó el fin de la persecución oficial de los gorriones. Los soviéticos ayudaron a Mao a recuperar la población de gorriones enviando un cargamento de miles de aves que llegaron a China en secreto, para evitar un descenso de la popularidad del ignorante líder chino.

   Chernobyl fue un desastre en el que la incompetencia burocrática coincidió con la ignorancia voluntaria, y las consecuencias fueron trágicas. Hubo muchos momentos en los que el desastre (originado por la falla de un reactor RBMK) podría haberse evitado si las personas involucradas (operadores, ingenieros, políticos) hubieran usado el sentido común.

     Después de que se dictara la sentencia (los máximos responsables fueron sentenciados a 10 años de prisión, aunque no todos cumplieron la pena completa) el gobierno fue presionado por el periodismo y por los ingenieros especializados para que fueran reparados y modificados los otros reactores RBMK existentes en la URSS, de diseño tan defectuoso como el que había provocado el desastre de Chernobyl. Las autoridades soviéticas se negaron: “¿Por qué preocuparse por algo que no va a suceder?”, respondió el jefe de la KGB, Oleg Kalugin. Valery Legasov, doctor en química y jefe de la comisión investigadora del desastre de Chernobyl, contestó: “Buena respuesta”. “Deberíamos ponerla en nuestros billetes”.

     “Nunca discutas con un estúpido, te hará descender a su nivel ahí te vencerá por experiencia”. (Mark Twain)

     Günter Schabowski era un funcionario político del Partido Socialista Unificado (el partido único de Alemania Oriental). El 9 de noviembre de 1989 fue enviado por el gobierno a dar una rutinaria conferencia de prensa. Hacia el final de la misma, le preguntaron sobre un tema sobre el cual no estaba muy familiarizado y sobre el que se suponía no iban a consultarlo: la nueva regulación sobre emigración, que incluía la derogación de las leyes que prohibían la salida del país, vistas ya como insostenibles.

     Cuando los periodistas le preguntaron a Schabowski cuándo entraría en vigor la normativa, el vocero hojeó sus papeles y anunció erróneamente que todas las leyes para viajar al extranjero habían sido derogadas con efecto inmediato. Ese término (“efecto inmediato”) generó dudas en los periodistas presentes, ya que se sabía que las leyes iban a ser derogadas, pero no lo habían sido aún. Cuando le re-preguntaron cuándo ocurriría eso, Schabowski respondió: “por lo que tengo entendido… inmediatamente”. El impacto de las palabras de Schabowski fue total, ya que lo que era originalmente una medida moderada en la política de viajes de la Alemania Oriental se transformó, gracias a la vaguedad e ignorancia de Schabowski, en una invitación a cruzar las fronteras libremente y… ya. Inmediatamente, miles de alemanes del este se dirigieron a los pasos para cruzar a Alemania Occidental y al Muro de Berlín, donde los guardias fronterizos se vieron forzados a abrir las vías de acceso a Berlín Occidental a causa de la presión popular, lo que desembocó en la posterior caída y el desmantelamiento del Muro de Berlín. 

    No hay que caso: el que se va de boca, resbala inevitablemente.

“Be water, my friend” (Bruce Lee)

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