A finales del siglo XIII, Escocia vivió una de las fases más críticas de su historia. En 1286, el rey escocés Alejandro III falleció al precipitarse su caballo por un acantilado, dejando como única heredera del trono de Escocia a su nieta de tres años Margarita. Conocida como la Doncella de Noruega, se encontraba en el país escandinavo al cuidado de su padre, un príncipe noruego que se había casado con la hija de Alejandro, fallecida poco antes al igual que los otros dos hijos del rey escocés.
La nobleza escocesa se apresuró a organizar una regencia que ejerciera el poder en nombre de la nueva soberana y frenara cualquier intento de alzamiento. Los nobles escoceses se reunieron en Scone –la localidad donde, desde los remotos tiempos de los celtas, coronaban a los reyes de Escocia– y eligieron entre ellos a seis Guardianes para ejercer la regencia.
Sin embargo, poco después se anunció una nueva desgracia: la reina niña había fallecido en 1290, durante el azaroso viaje por el mar del Norte entre Noruega y Escocia. El rey Eduardo I de Inglaterra aprovechó el suceso para intervenir directamente en los asuntos escoceses. Si antes había conseguido prometer a su hijo de cinco años con la Doncella de Noruega, ahora empezó a ejercer su influencia feudal en Escocia, donde muchos nobles le debían vasallaje por tierras que poseían en Inglaterra. Aprovechando la rivalidad de hasta 13 nobles competidores por el trono, Eduardo ofreció su mediación para que finalmente se coronara en Scone a uno de ellos, John Balliol, quien de inmediato juró lealtad al soberano inglés.
Ocupación inglesa de Escocia
Eduardo I pensó que Balliol se convertiría en un rey títere a su servicio, pero pronto hubo de desengañarse. Cuando intentó arrastrar a Escocia a sus constantes guerras feudales contra Francia, el conflicto que acabaría en la llamada guerra de los Cien Años (1337-1453), los barones escoceses le desafiaron ratificando lo que luego se denominó la Vieja Alianza Franco-Escocesa contra Inglaterra. Eduardo –apodado Zancaslargas por su talla imponente– respondió con una expedición de castigo contra Escocia en 1296, en la que capturó a Balliol y lo humilló despojándolo en público de sus insignias, tras lo que lo trasladó preso a Londres. Además, se llevó a Inglaterra la Piedra del Destino, la roca de Scone, asociada a la ceremonia de coronación de los reyes escoceses. Eduardo I mandó a sus tropas ocupar el reino y envió a funcionarios ingleses para gobernar el país. Escocia era un país subyugado por el monarca inglés, a quien más de dos mil notables escoceses juraron lealtad.
Fue entonces cuando entró en escena William Wallace, poniéndose al frente de la resistencia contra el dominio extranjero. Los Wallace –nombre que deriva del francés le Waleis, “el galés”– eran un linaje vasallo de la dinastía de los Steward o Stuart –en castellano, Estuardo–, que pocos años después se alzaría con el trono escocés. William Wallace pertenecía a una familia localmente influyente, puesto que su padre era un caballero y pequeño propietario rural y su madre la hija del sheriff del condado de Ayr. Pero William no era el primogénito de este matrimonio, lo que significaba que debía buscar su propio lugar en el mundo. Se cree que hacia 1289 pasó un tiempo en el condado de Stirling con un tío suyo clérigo, quizá porque el destino natural de un hijo menor sin tierra y con capacidades intelectuales era la Iglesia. Se atribuye a ese tío capellán que Wallace adquiriera un sentido moral de la libertad mediante la lectura de los autores clásicos latinos, ideal que inspiraría su combate contra el poder inglés.
William Wallace había jurado lealtad a Balliol, por lo que se negó a someterse a Eduardo I. Wallace se sumó a una campaña liderada por Robert Wishart, obispo de Glasgow, contra los sheriffs ingleses, que imponían el pago de elevados impuestos a la población escocesa. En 1297, William Wallace asaltó Lanark al frente de una banda de 30 hombres y dio muerte a su sheriff en el castillo de la ciudad; según los cronistas posteriores, la causa fue que el sheriff había ejecutado a Marion Braidfute, la prometida o joven esposa de Wallace.
A continuación, Wallace organizó un ejército campesino que obtuvo varios éxitos notables en su lucha contra las autoridades inglesas. Los demás nobles escoceses intentaron sumar sus fuerzas para combatir al ejército de ocupación, pero pronto se vieron forzados a rendirse. El único otro líder escocés que hizo avances en la resistencia fue Andrew de Moray, que arrebató a los ingleses los castillos del noreste de Escocia.
Batalla encarnizada en Stirling
Wallace y Moray unieron sus tropas cerca de Stirling para vencer al grueso del ejército invasor, sorprendiéndolo cuando atravesaba un estrecho puente de madera sobre el río Forth. Las crónicas aseguran que murieron 5.000 ingleses. De la animadversión entre ambas naciones da idea lo sucedido al tesorero Hugo de Cressingham, un “hombre de la iglesia gordo y frívolo” que había guiado a los ingleses en su avance. Cuando intentaba huir, Hugo cayó del caballo, fue capturado y los escoceses le arrancaron la piel a tiras y se las repartieron, “no como reliquias sino para su escarnio”. Se desconocen las bajas escocesas, salvo la de Moray, que murió a causa de las heridas.
Tras dirigir una campaña de saqueo por el norte de Inglaterra, Wallace retornó para ser armado caballero y único Guardián de Escocia, un puesto insólito para alguien no perteneciente a la nobleza. Wallace llegó a gobernar una extensa parte de Escocia reconquistada a los ingleses.
Wallace dijo a sus hombres: “Os he traído al ruedo; ahora bailad lo mejor que podáis”
Sin embargo, su buena estrella no duraría mucho. En 1298, Wallace se apostó con sus hombres cerca de Falkirk, para esperar al ejército inglés comandado por el propio Eduardo. Los escoceses se situaron frente a un terreno cenagoso y con un bosque detrás, agrupados en tres schiltroms, formaciones defensivas que actuaban a modo de erizos gigantes, con sus lanzas de más de tres metros frente a la caballería. Según la leyenda, Wallace dijo a sus hombres: “Os he traído al ruedo; ahora bailad lo mejor que podáis”. Pero había cometido el error de ceder la iniciativa al enemigo. La caballería inglesa atacó por los flancos, evitando la ciénaga, aunque tuvo que retroceder frente a los schiltroms. Entonces empezaron a llover las flechas de los arcos largos galeses que Eduardo había incorporado a su ejército y que podían alcanzar una distancia muy superior a otros; eran los mismos arcos largos que reportarían a Inglaterra sus mayores victorias en la guerra de los Cien Años. Los lanceros fueron cayendo en el sitio, hasta que los pocos que quedaban, incluyendo a Wallace, optaron por huir.
Los guardianes de Escocia
Después de la batalla de Falkirk, uno tras otro los nobles escoceses hicieron la paz con Eduardo y renovaron sus juramentos, mientras Wallace se daba a la fuga. El cargo de Guardián de Escocia recayó ahora en los dos nobles más influyentes, Robert Bruce y John Comyn. Wallace encabezó una guerrilla durante un año, y luego viajó a Francia, Noruega y Roma en busca de apoyos, pero al ver que sus esfuerzos eran vanos volvió a Escocia para continuar la lucha con sus propios medios.
Tras obtener algún éxito contra las tropas inglesas, en 1304 el pequeño grupo de Wallace fue aniquilado y él se quedó solo, reducido a la condición de fugitivo. Al año siguiente, un caballero escocés al servicio de Eduardo lo delató cuando iba a entrevistarse con Bruce, quien a la sazón también estaba del lado de Eduardo para contrarrestar las ambiciones de Comyn, su rival por el trono escocés. Tras ser arrestado, Wallace fue trasladado a Londres para rendir cuentas al rey inglés. En West-minster Hall, el tribunal incriminó a Wallace por bandidaje y traición. Durante el proceso no le permitían hablar, si bien cuando pronunciaban la palabra “traidor” les replicaba que él siempre había sido un súbdito del rey escocés John Balliol (exiliado en Francia desde 1299), nunca de Eduardo.
Como no podía ser de otra forma, William Wallace fue condenado a muerte. La ejecución se diseñó con sumo cuidado. Para empezar, arrastraron al prisionero con caballos a lo largo de más de seis kilómetros a través de Londres, envuelto en una piel de buey para no desgarrar su cuerpo antes de tiempo. En el campo de ejecución en Smithfield, primero lo ahorcaron como asesino y ladrón, cortando la cuerda antes de que muriera. Luego lo mutilaron y le sacaron las tripas, todavía vivo, por traidor a Inglaterra. Echaron al fuego su corazón, hígado, pulmones e intestinos, en castigo por los sacrilegios que había cometido al saquear bienes eclesiásticos ingleses, y por fin lo decapitaron. Su cabeza quedó ensartada en un poste en el puente de Londres y el resto de su cuerpo fue descuartizado: una parte se envió para que se exhibiera en Newcastle, región inglesa del norte que Wallace asoló entre 1297 y 1298, y los otros tres cuartos como advertencia a tres ciudades de Escocia: Berwick, Perth y Stirling.
Sin duda, la trágica muerte de William Wallace impresionó a sus compatriotas, aunque inicialmente no se produjo ninguna reacción. Para la aristocracia escocesa, la ejecución de Wallace –y algún otro compañero suyo– era un preliminar al acuerdo de paz y perdón (bastante generoso) que les ofrecía Eduardo. No se produjo tampoco ninguna protesta popular, quizá porque los escoceses se sentían derrotados, amedrentados y agotados por la larga guerra.
Sin embargo, en 1306 Robert Bruce volvió a cambiar de bando y reclamó para sí el trono escocés iniciando una nueva rebelión. Eduardo I murió al año siguiente, mientras se dirigía a sofocar el nuevo levantamiento, y Bruce aseguró la independencia de Escocia, con su victoria frente a Eduardo II –un estratega muy inferior a su padre– en la batalla de Bannockburn (1314). En 1320 los líderes de la nobleza y la iglesia de Escocia redactaron una carta al papa pidiendo el reconocimiento para su rey Roberto I. En las vibrantes palabras de la hoy conocida como Declaración de Arbroath se reconoce el espíritu de Wallace, mucho más que el de Bruce y sus descendientes los reyes Estuardo, ya que sitúa la voluntad y la libertad de la nación por encima del rey: “En verdad no es por gloria, ni riqueza, ni honores por lo que luchamos, sino por la libertad; por eso sólo, a lo que ningún hombre honrado renuncia salvo con su vida”.
La leyenda tardía de William Wallace
En este contexto, Wallace fue recordado y celebrado como un héroe nacional. Su historia debió de transmitirse oralmente, hasta que a finales del siglo XV el ministril Harry el Ciego compuso el poema épico Wallace, que fijó muchos elementos de su leyenda. Con todo, sería en el siglo XVIII cuando el Guardián de Escocia se convertiría en un héroe nacional, un símbolo de la resistencia contra los ingleses.
La integración de Escocia en el Reino Unido a partir de 1707 propició el interés por la historia medieval escocesa con el objetivo de preservar su identidad. Robert Burns, el mayor poeta escocés del siglo XVIII, declaró que la lectura de la historia de Wallace “vertió en mis venas un prejuicio escocés que va a hervir por ellas hasta que las esclusas de la vida se cierren en el descanso eterno”. Posteriormente, novelistas, dramaturgos y pintores recrearon a menudo al héroe trágico por excelencia de la Escocia medieval, hasta llegar a la película Braveheart (1995), el exitoso film dirigido y protagonizado por Mel Gibson que consiguió varios premios Oscar.