William Harvey, el amigo del rey

Los estudiosos le achacaban las más diversas funciones; todos habían elaborado discutibles hipótesis sobre sus tareas cotidianas. ¿Acaso en este músculo inquieto residía el entendimiento, la racionabilidad o los afectos? Triunfó finalmente esta última hipótesis, que convirtió al corazón en sede del amor, sea este correspondido (en cuyo caso será atravesado por la saeta de Cupido) o roto por el desprecio.

Además de todos los fenómenos descritos por filósofos y por poetas, Harvey había llegado a la prosaica —pero cierta— conclusión de que el corazón también empujaba la sangre hacia los más recónditos rincones de la anatomía.

Probablemente, Harvey había sospechado esta función durante sus años de estudio de Medicina en la Universidad de Padua. ¿Qué hacía un inglés en Italia? La decisión de educarse fuera de Inglaterra demuestra a las claras el espíritu inquieto de nuestro hombre, dispuesto a viajar peligrosas distancias a fin de ilustrarse en las mismas aulas donde Vesalio había escrito su famoso tratado de anatomía.

Sin embargo, Harvey no se entusiasmó con el espíritu rebelde de Galileo, que impregnaba parte del movimiento intelectual europeo. Su héroe era Aristóteles; pero, a diferencia de los demás científicos conservadores, Harvey se tomaba la molestia de confirmar lo que leía, observando por sí mismo el comportamiento del cuerpo humano o animal con detallados experimentos. De esta forma, continuó la escuela de Hieronymus Fabricius, su maestro italiano, siempre atento al estudio de la anatomía animal.

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William Harvey
William Harvey

 

 

Vuelto a Inglaterra y convertido en un próspero profesional, no abandonó la práctica de disecar animales, obsesionado por una observación de su maestro: las venas tenían válvulas que se comportaban como puertitas. ¿Para qué servían? Fue entonces cuando se percató de un pequeño gran detalle: las puertitas se abrían para el lado del corazón y se cerraban obstinadamente en otro sentido.

En 1616, con 38 años, el Royal College of Phsicians eligió a Harvey como maestro de Anatomía. Curioso docente debe haber sido, porque sus clases eran el resumen de sus observaciones; contrariaba a Galeno en forma diplomática, ya que estas contradicciones eran multadas. (¡Sí!, cuando un profesor decía algo en contraposición a lo que sostenía Galeno, debía oblar unos dinerillos para salvar la injuria).

Galeno había escrito que los pulmones tenían cinco lóbulos; sin embargo, Harvey encontraba solo cuatro. ¿Cómo evitar la multa y aun así ser verídico en su exposición? Muy fácil. “En tiempos de Galeno —decía Harvey— los hombres solían tener 5 lóbulos, mientras que eso hoy es raro”. Una salida elegante, que además se adelantaba doscientos años a la teoría de la evolución.

Tampoco creía Harvey en la teoría del espíritu visceral sostenida por Galeno, que a su vez se inspiró en la teoría platónica. El corazón tenía su “alma”, el hígado tenía su “alma” y el cerebro tenía su propia “alma”. Cada una se encargaba de hacer funcionar al órgano pertinente. “Yo nunca he encontrado tal espíritu en ningún lado”, afirmaba Harvey, sospechando que era la sangre, y no un “alma” evanescente, la que conducía esa vitalidad por todo el cuerpo. Y agregaba: “Aquellos que no conocen cómo funcionan las cosas prontamente hacen responsable de todo a los espíritus, como los malos poetas que abusan de los deus ex machina sobre el escenario para cubrir los déficits argumentales”.

En 1617 fue nombrado médico de la corte de James I, monarca al que sirvió con lealtad y al que llamaba “El corazón del reino”. Sus tareas asistenciales no le impidieron continuar investigando sobre el tema que lo obsesionaba: el misterioso sistema circulatorio y la sangre. ¿Cómo podía ser que la afirmación de Galeno fuera verdad y le sangre venosa y la arterial nunca se mezclasen? Eso no podía ser cierto. El corazón debía bombear la sangre una y otra vez. Para eso investigó el flujo en los brazos de voluntarios y vio cómo se hinchaban a medida que bloqueaba el retorno venoso.

Sin embargo, sus experimentos no lo ayudaron a encontrar un remedio para el desfalleciente corazón del monarca. Este murió 86 y le sucedió en el trono su hijo Carlos, quien ciñó la corona como el primero en portar ese nombre. El joven rey y el médico pronto se hicieron amigos y solían salir juntos de cacería, no para que Harvey probase puntería, sino para estudiar el corazón de las presas cobradas, especialmente el de los ciervos. El rey, mientras tanto, miraba muy interesado las disecciones de Harvey.

Todas estas experiencias las volcó en un libro, De motu cordis, publicado en 1628. Sus colegas del College of Physicians no le prestaron mucha atención. Afirmaciones como “No pienso aprender anatomía de los libros, sino de las disecciones” no eran frases para sostener frente a profesionales que basaban su saber en recitar a Galeno de memoria. El libro llegó a Europa, y allí suscitó una reacción muy positiva. Después de todo, tenía sentido eso del latido. Descartes, en su Discurso del método (1637), se hizo eco de esta afirmación ya que cuajaba perfectamente con su teoría del cuerpo como una máquina.

Mientras tanto, en Inglaterra nadie quería atenderse con ese doctor que emitía opiniones tan disparatadas. (¡Cómo cambian los tiempos!: hoy los pacientes hacen cola para escuchar opiniones disparatadas de médicos poco escrupulosos). Nuestro buen doctor soportó en silencio los aviesos ataques mientras sostenía: “No es digno de un buscador de la verdad retornar malas palabras por malas palabras” (señal de que nuestros políticos no leyeron a Harvey o no buscan la verdad).

Harvey no estaba solo en su lucha: el rey estaba de su lado y, cuando este se enteró de que el vizconde de Montgomery tenía un corazón abierto (en el sentido literal de las palabras), enseguida hizo que Harvey lo examinara. Resulta que el vizconde tenía una herida en el tórax, consecuencia de una desafortunada caída. A raíz del golpe, el pecho le había quedado abierto. Los médicos solo atinaron a colocar una plancha de plata para tapar el agujero. Al ver al vizconde, lo primero que le llamó a Harvey la atención fue lo bien que lucía a pesar de la herida. Al retirar la placa, Harvey pudo contemplar, emocionado, el latiente corazón de un humano, en vivo y en directo. Como Santo Tomás, pudo introducir sus dedos a través del orificio y tocar el corazón en sístole y diástole. Al mismo tiempo le tomó el pulso al vizconde y pudo confirmar su sincronía. Inmediatamente quiso compartir el hallazgo con su amigo el rey, que observó embelesado el corazón de su súbdito. “Caballero —le dijo el rey a Montgomery—, me gustaría percibir los pensamientos de mis cortesanos tan claramente como veo vuestro corazón”. No pudo hacerlo: pocos años más tarde el rey Carlos I de Inglaterra moría decapitado por la revuelta de sus súbditos.

La intolerancia religiosa y el espíritu despótico del rey condujeron a Inglaterra a una guerra civil. La causa no era muy original: el rey quería aumentar los impuestos, y sus súbditos se resistían a pagarlos. En definitiva, la misma historia de siempre.

Harvey acompañó a su rey de derrota en derrota, a pesar de que el viejo doctor apenas podía moverse por su gota. Finalmente se atrincheraron en Oxford, donde por casi un año resistieron al asedio de Cromwell y sus Roundhead (llamados así porque, a diferencia de los caballeros del rey, estos usaban el cabello muy corto). Atrás había dejado Harvey sus escritos y observaciones reunidas a lo largo de cuarenta años de trabajo. Los soldados puritanos robaron su casa de Whitehall y quemaron todos sus papeles o se los llevaron. Amargado por la pérdida, William Harvey pudo afirmar con razón lo que había sospechado por años y que Charles Darwin confirmaría dos siglos más tarde: “El hombre no es más que un mono peligroso”.

Apresado el rey, Harvey no abandonó a su amigo y, aún antes de ser ejecutado, el médico continuó atendiendo al monarca caído en desgracia. Este se resignó a su destino y el día señalado, Carlos I de Inglaterra subió al cadalso, no sin antes abrigarse con dos camisas. “No me verán temblar”, dijo solemne antes de entregar su cabeza al hacha ejecutora.

Harvey fue multado como un criminal: debió oblar 2000 libras esterlinas por su fidelidad al rey. Le fue prohibido acercarse a Londres y desde entonces se estableció junto a sus hermanos, dos ricos comerciantes también castigados por sus ideas monárquicas.

Muchos piensan que el buen doctor acabó allí sus días. No fue así: perseveró once años más en este planeta de simios degenerados, con más tiempo para destinar al cuidado de su propio cuerpo. Combatía sus tofos gotosos sentándose por horas a la intemperie y depositando su pie en un cubo de agua helada. Durante este tiempo de descuento que le tocó vivir, pudo ser testigo de su rehabilitación científica. El doctor George Ent resucitó sus teorías sobre la circulación y lo indujo a publicar Disputations touching the Generation of animals, donde se explayaba sobre la embriología de los animales. A pesar de que prometía un próximo libro sobre “el alma, sus afecciones y cómo el arte, la literatura y la experiencia debían ser consideradas concepciones del cerebro”, sus fuerzas claudicaron e hizo un fallido intento de suicidio con láudano. Recuperado de su renunciamiento, vivió cinco años más para ver su obra diseminarse por el mundo. Al cumplir 79 años, Harvey, abrumado por los honores, dijo: “Parece ser verdad que estoy destinado a lograr una despedida honorable”.

Después de todo, el hombre no siempre resulta ser un mono tan tonto ni tan desagradable.

William Harvey murió en 1657.

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Ilustración donde se demuestra el retorno venoso. Del libro De Motu Cordis, de William Harvey, 1639.
Ilustración donde se demuestra el retorno venoso. Del libro De Motu Cordis, de William Harvey, 1639.

 

 

Texto extraído del libro IATROS (Olmo Ediciones).

 

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