Walt Disney es el self-made man por excelencia. Su historia, por donde se la mire, es impactante: chico de clase trabajadora del medio oeste que estaba lleno de ambición y quería hacerse un nombre. La vida de Disney, sin embargo, tiene un costado más oscuro que muchas veces él trató de ocultar. Su niñez no fue demasiado feliz y gran parte de esta amargura se debía a la relación complicada que tuvo con su padre, Elías. Quizás por eso, cuando volvió de Francia al final de la guerra en 1919 sin haber cumplido los 18 años, eligió empezar a armar su propio camino lejos de él. Se mudó a Kansas City, Misuri, y, como siempre le había gustado dibujar, consiguió trabajo en una agencia publicitaria. En paralelo, ganando un sueldo decente, tenía la oportunidad de ir al cine de forma regular y allí comenzó a inclinarse a lo que sería su vocación: la animación. En esta época, este arte todavía no estaba muy desarrollado y la crudeza de las imágenes que veía, aparentemente, lo inspiró a intentar hacerlo mejor.
Completamente autodidacta, produjo y vendió sus primeras caricaturas y esta experiencia derivó en la creación de Laugh-O-Grams, su primera productora. Junto con un pequeño equipo apostó por la creación de algo novedoso y comenzó a experimentar con una mezcla de animación y realidad en Alice in Cartoonland. Por desmanejos financieros de la empresa, sin embargo, apenas pudo terminar el corto y se vio obligado a cerrar la productora en 1923. Decepcionado con la animación, Disney partió a Hollywood con la idea de trabajar como director, pero no pasó demasiado tiempo hasta que el dibujo lo volvió a convocar sorpresivamente. Una de las pocas mujeres del negocio, Margaret Winkler, había visto Alice… e, interesada, le pidió 12 cortos más y la opción de distribuirlos. Este evento puso en marcha lo que se transformaría en uno de los estudios más importantes del cine. Disney se contactó con varios animadores de su época en Kansas City y otros locales de renombre, como Ub Iwerks, y junto con su hermano Roy, encargado de las finanzas, pusieron manos a la obra. Walt Disney Studios, que había nacido en 1923 con 12 artistas, para 1926 era una operación de importancia que comenzaba a hacer escuela y desafiaba las convenciones del género. A pesar de todo, la crisis no tardó en llegar, como haría tantas veces más, de la mano de la relación conflictiva entre Disney y sus empleados. Buscando competir con otros grandes personajes de la época, trabajaron en el desarrollo de un personaje llamado Oswald the Rabbitt que interesó especialmente a la gente de Margaret Winkler. En una mala pasada movida por la desesperación de la distribuidora, empezaron a “robarle” a Disney sus artistas, gustosos de abandonar la empresa de un hombre como él, que tendía a llevarse la mayor parte del dinero y del crédito en su detrimento. Sin poder hacer nada al respecto, la crisis en este caso terminó resolviéndose como una oportunidad. Derrotado y deseando comenzar de nuevo, pensó en un personaje diferente al que le habían sacado y nació un ratón. Mickey Mouse hizo su primera aparición hace 90 años en Steamboat Willie, uno de los primeros cortos animados sonoros de la historia que se destacó por la forma en que éste actuaba como parte de la potencia cómica. El público y la crítica quedaron encantados y Mickey pasó a convertirse en uno de los personajes más icónicos de la década del ’30, una especie de bálsamo de positividad en contra de la Depresión. El ratón, además de alegrar a la gente desde la pantalla, ayudó a Disney con sus finanzas, especialmente a partir de la venta de licencias para diferentes tipos de productos.
Con amplias posibilidades económicas y artistas que llegaban de todo el país para formar parte del estudio de animación más nuevo y excitante de la época, Disney era imparable. No tenía treinta años aún y ya era considerado una eminencia, el dueño de una productora que empleaba a más de 200 animadores, y alguien que había sacado al medio de su precariedad original y la había transformado en un arte. Muchos han indicado que el estudio de Disney era un lugar especialmente diseñado para la experimentación, donde todo estaba permitido y promovido, algo que se nota en los cortos de esa época conocidos como las “Silly Symphonies”. Pero si consideramos a Disney por su importancia al día de hoy, aunque entonces fuera exitoso, todavía no había llegado lo mejor. En 1934, luego de un pitch épico en el que Walt le vendió la idea a todos su empleados, el estudio comenzó la producción de Blancanieves y los siete enanitos, el primer largometraje animado sostenido por una historia única de largo aliento y no dependiente de los gags para funcionar. Más allá de la inmensa apuesta que representaba a nivel técnico, Blancanieves terminaría siendo lo que fue porque, realmente, fue la primera experiencia de este tipo que se atrevió a preguntarse si un dibujo animado era capaz de emocionar al público. Después de un largo y costoso proceso, cuando en diciembre de 1937 se estrenó la película, la respuesta fue un rotundo sí.
Esta experiencia elevó a Disney al estatus de genio y sentó las bases de todo lo que vendría después, aunque no sin sus propios problemas. Con la idea de seguir sacando nuevos largos cada seis meses, el estudio de repente creció. Para 1939, con Fantasía y Pinocho proyectados para el año siguiente, el número de empleados se duplicó y las 600 personas que habían participado en Blancanieves ahora parecían pocas comparadas con las casi 1300 que estaban trabajando en Disney. La presión de generar un fenómeno similar al de Blancanieves también tuvo sus costos a nivel presión y Walt trató de mantener felices a sus empleados diseñando un nuevo edificio de ensueño en Burbank que ofrecía todo tipo de comodidades. A pesar de todo, cuando finalmente Pinocho y Fantasía vieron la luz, los resultados no fueron los esperados. Además de representar pérdidas monetarias importantes, entre los trabajadores de Disney empezaron a correr comentarios de descontento respecto de las jerarquías. Aunque en el estudio había existido una tendencia a considerar al animador como un artista de excelencia, toda la fuerza laboral empleada en roles secundarios tenía un estatus completamente diferente y, considerados superfluos, algunos ganaban unos míseros 18 dólares semanales, nada, comparado con los 300 que se estaban llevando los de más alto rango. Hasta ese momento, aunque desde 1938 existía el sindicato que agrupaba a los trabajadores de animación, ninguno de los empleados de Disney era parte de él, ya que el propio estudio había armado un falso gremio para evitar que se organizaran por fuera de la empresa. Pero para 1941 era claro que esta organización no servía para canalizar las demandas salariales de los animadores, por lo que, después de un discurso fuertemente paternalista de Disney en el cual justificó estas diferencias en los sueldos, varios artistas de importancia empezaron a acercarse al sindicato. Una de estas figuras fue Art Babbitt, reconocido por haber sido el creador de Goofy, entre otras cosas, y cuando se presentó ante Disney con la idea de organizar a sus empleados, terminó siendo despedido junto con otros 16 animadores que estaban coqueteando con el sindicalismo.
Este evento generó indignación entre los artistas y disparó una de las huelgas más famosas de la historia de Hollywood, cuando los animadores salieron a la calle a denunciar las injusticias. Por su parte, Disney no podía creer lo que estaba sucediendo. Él, que hasta ese momento seguía considerándose “uno más” y que había hecho todo lo posible para mantener a sus empleados felices, de repente se vio en la posición del patrón explotador, algo que él juzgaba extremadamente injusto. Muestra de la irrealidad con la que contempló la situación fue una solicitada publicada en el medio del conflicto en la que denunció que fuerzas corruptoras filocomunistas se habían infiltrado en su estudio.
Para fines de ese año, con él realizando su histórico viaje por América Latina para afianzar las relaciones Norteamericanas con los países del sur, la situación terminó resolviéndose por la buena voluntad de Roy, su hermano, pero nada volvió a ser igual y muchos empleados terminaron despedidos o renunciando. Disney, personalmente, tuvo dificultades para recuperar la confianza y no pudo evitar sentirse traicionado por una fuerza laboral que, ahora se daba cuenta, trabajaba en un estudio enorme que lo alienaba de sus empleados. Para muchos de ellos, especialmente los más nuevos, él no era “el tío Walt”, sino un mero empleador. Nunca dejó de considerar que la infiltración comunista era real y, por eso, no dudó en dar muestras de su inmenso resentimiento cuando seis años después, en 1947, se transformó en un cazador de brujas y denunció a muchos de sus empleados frente al Comité de Actividades Antiestadounidenses. Muchos de las personas acusadas, no sólo no eran comunistas, sino que su único crimen fue el de haber participado de la huelga en el año ’41. El golpe en su vida no solo vino por este lado, sino que los años siguientes, a nivel producción, son prueba de la forma en la que Disney también comenzó a alejarse de la animación. Bambi (1942) y Canción del sur (1946) vieron la luz en la década del cuarenta pero no alcanzaron los resultados esperados y, en el caso de la segunda película (una mezcla de animación y filmaciones), resultó especialmente polémica por su tratamiento ingenuo de la esclavitud. Nuevos estudios con nuevas ideas más modernas estaban apareciendo por todos lados y Disney, que en algún momento había sido sinónimo de vanguardia, empezó a perder parte de su impulso.
Hubo una especie de revival en 1950, con el estreno de Cenicienta, pero para esa época la mente de Walt estaba en otro lado. Cada vez más recluido en su casa, el único lugar que consideraba seguro, desde fines de la década del cuarenta había empezado a armar su famosísimo tendido de trenes eléctricos en su patio. Entregado a este trabajo y viendo la alegría que producía su pequeño mundo de fantasía en los invitados, tuvo un segundo momento de genialidad en su vida y comenzó a pensar en crear un lugar donde replicar estas sensaciones a gran escala. Luego de realizar incontables proyectos y de conseguir financiación de la cadena televisiva ABC a cambio de un programa semanal de Disney, el 17 de julio de 1955, en una de las inauguraciones más accidentadas de la historia, abrió sus puertas Disneylandia. El proceso había sido agotador y, como había pasado con Blancanieves en su momento, nadie tenía idea si esto iba a funcionar, pero el entusiasmo que la gente mostró por el mundo idealizado que Disney les proponía fue el mejor indicador del éxito. Millones de personas acudieron en los primeros meses y es impresionante la rapidez y la forma en la que el parque se metió en el imaginario popular como el epitome de lo estadounidense, atrayendo a líderes mundiales de todo tipo que lo comenzaron a incluir en sus giras diplomáticas.
Con las bases de su imperio ya establecidas y siendo económicamente independiente, para la década del ’60 Disney comenzó a preocuparse por su legado y la forma en la que era visto. Estaba demasiado atado a la imagen de hombre perfecto que había creado de sí mismo y llegó a expresar amargamente, haciendo referencia especialmente a sus vicios: “No soy Walt Disney. Hago muchas cosas que Walt Disney no haría”. Más allá de estas limitaciones auto impuestas, le molestaba también lo que el percibía como la ingratitud del medio al que había dedicado su vida, simbolizado por el hecho de jamás haber recibido una nominación a mejor película en los premios Oscar, algo que finalmente sucedió en 1964 con Mary Poppins. Pero más allá de esta alegría, la década del sesenta empezó a mostrar lo atrasado que había quedado el estudio ideológicamente respecto de la realidad. En este contexto se esgrimieron las primeras críticas acerca de Disney y todo lo que su empresa había representado hasta entonces, aduciendo que el estudio se había forjado en valores anticuados, racistas y sexistas que ahora continuaba perpetuando.
Con todo esto en cuenta, para esta época Disney ya estaba muy alejado del cine y prefirió pasar los últimos años de su vida planificando el desarrollo de EPCOT en el estado de Florida. Este proyecto de “la ciudad del mañana” fue muy especial para él y dedicó muchos esfuerzos en este sentido, pero nunca llegó a ver el proyecto completo. En 1966 le descubrieron un cáncer de pulmón muy avanzado y murió el 15 de diciembre de ese año a los 65 años. No fue congelado, como muchos creen todavía, sino que sus restos fueron cremados y sus cenizas se enterraron en un parque privado. Su legado, desde ya, es indiscutible. Más allá de todas las críticas que se puedan hacer sobre su persona o sobre sus películas, para cuando murió más de 240 millones de personas habían estado expuestas a uno de sus films. Desde entonces, Walt Disney, elevado a un estado casi mítico, quedó íntimamente asociado a la cultura del siglo XX y, al día de hoy, a más de noventa años de la fundación del estudio, sigue significando algo importante para todos los que fueron niños.