“Fui al bosque porque quería vivir deliberadamente, confrontar con exclusividad los hechos esenciales de la vida y comprobar si no podía aprender de ella lo que tenía para enseñarme, para que, al llegar mi muerte, no descubriese que no había vivido”.
Esta cita, extraída de Walden, uno de los libros más famosos de Henry David Throeau, es probablemente una de las frases que más se ha citado de su obra por condensar perfectamente el espíritu de quien la pensó. Hoy su autor, principalmente por su asociación al movimiento Trascendentalista, se ha transformado en uno de los escritores más reconocidos del siglo XIX estadounidense, pero ciertamente le costó llegar ahí y, aún en vida, casi no pudo experimentar la fama.
Nacido en Concord, Massachusetts, el 12 de julio de 1817, Thoreau creció en un ambiente que, bajo la égida de Boston, habría de albergar a algunos de los intelectuales más importantes de la primera mitad del siglo XIX. Quizás por eso, aunque su familia no contaba con muchos recursos, al ver el interés que tenía en la literatura y en la naturaleza, sus padres se esforzaron para que se educara en el Liceo de Concord y luego, a la edad de 16 años, pudiera ir al Harvard College.
Ya graduado, en 1837, Thoreau volvió a su ciudad natal y – tras una experiencia breve como docente – se comenzó a dedicar a la escritura, elaborando algunos de sus primeros ensayos y poemas. Ideológicamente, se dejó imbuir por las corrientes que estaban en boga en Concord y abrazó los ideales del Trascendentalismo, el primer movimiento estético y filosófico verdaderamente estadounidense que, sin dudas con gran inspiración romántica, exaltaba el poder del individuo y consideraba a la naturaleza como un espacio en el cual conocer lo divino. Frecuentando círculos intelectuales afines a estas ideas, Thoreau conoció personalmente a Ralph Waldo Emerson, quien se volvería su más importante mentor y protector.
Bajo su directiva, Thoreau comenzó a redactar un diario que llegaría a acumular más de dos millones de palabras, reacomodó varios de sus ensayos universitarios, y se convenció – tras pasar un par de semanas en bote con su hermano, John – de que debía dedicarse a escribir sobre la naturaleza. Tal era su cercanía que, para inicios de la década de 1840, tras varias tragedias personales que incluyeron la muerte por tétanos de su querido hermano, Thoreau fue a parar a la casa de Emerson. Allí, además de realizar todo tipo de tareas intelectuales y manuales para ganarse la vida, el joven empezó a contribuir con The Dial, el periódico del Trascendentalismo.
La fama literaria, sin embargo, todavía estaba lejos de alcanzarse. Como bien ha señalado el investigador Jonathan Levin, aunque muchos de sus contemporáneos reconocían sus capacidades para el trabajo intelectual, la sombra de Emerson lo cubría. Thoreau, parecía ser, aún con su ferviente apoyo al abolicionismo, estaba más interesado en pasar su tiempo caminando por los bosques o trabajando en la fábrica de lápices de su familia (donde, de hecho, logró mejorar la calidad de estos elementos), que realizando una verdadera contribución a los movimientos sociales o literarios de su época.
El punto de quiebre, finalmente, llegó en 1845. Ese año, amparado por Emerson, Thoreau se embarcó en un experimento social que lo llevó a construir una pequeña cabaña en las orillas de Walden Pond, a 3 km de Concord, para vivir en soledad. Con esta breve información queda claro que, a pesar de lo que se ha dicho tantas veces, Thoreau no estaba buscando internarse en la naturaleza para alejarse de la civilización ni para vivir una aventura salvaje – estaba demasiado cerca de su casa para eso. Simplemente, según él mismo señaló, la vida en Walden era una prueba, un intento por ver si aquello que no está domesticado dentro de cada uno, podía sobrevivir y reactivarse en un contexto que, en pleno proceso de industrialización, se esforzaba por aplastar la creatividad de los individuos. Además de permitir vivir una utopía antimoderna, estar en Walden, tan cerca y tan lejos de los suyos, era también una forma de reconectarse con lo divino, de acercarse a su entorno con precisión científica (no amateur, como muchos de sus críticos dirían) y, sobre todo, de alcanzar una quietud que el mundo ya no proveía. Quizás por eso, en su pequeña cabaña, en la que Thoreau pasó dos años de forma intermitente, él finalmente encontró el silencio y la tranquilidad suficientes para leer y escribir. Allí pudo terminar su primer libro, Una semana en los ríos Concord y Merrimac (1849)- basado en las excursiones fluviales realizadas con su hermano – y comenzó a elaborar su gran obra maestra sobre su experiencia en la cabaña, Walden (1854).
Durante este período, además, experimentó otro de los momentos definitorios de su vida que llegaría a su obra literaria. En 1846, mientras caminaba entre Concord y su cabaña, un funcionario local lo interceptó para reclamarle por el pago de sus impuestos de captación. Thoreau, que prefería no hacerlo para no contribuir con un Estado que no condenaba la esclavitud y que, por entonces, usaba sus recursos en aventuras imperialistas sobre el territorio norte de México, terminó preso por negarse a pagar. Aparentemente alguien (se dice que un familiar) canceló su deuda y sólo debió pasar una noche en prisión, pero eso fue suficiente para inspirarlo a redactar una suerte de manifiesto sobre el poder (y por qué no el deber) de los individuos para desafiar el statu quo frente a las injusticias. Elaborado originalmente como un discurso y publicado bajo el nombre “Resistencia al Gobierno Civil” (1849), este texto pasó bastante desapercibido en su contexto y sólo alcanzó una dimensión más importante en el siglo XX con el nombre de “Desobediencia Civil”.
Aunque Walden sería publicado con cierto éxito en 1854, después de su experiencia en el bosque y tras haber contraído una deuda importantísima con la publicación de Una semana…, Thoreau se alejaría un poco del mundo de la escritura. El espíritu contestatario, sin embargo, continuó inspirándolo y, especialmente hacia el final de su vida se fue comprometiendo cada vez más con las causas que lo conmovían. Así es que, para la década de 1850, encontramos a un Thoreau algo distinto; un activista dado de lleno al abolicionismo. Lejos ya de esos días en los que podía ser acusado de meramente teorizar, formó parte del Ferrocarril Subterráneo – la red clandestina diseñada para facilitar el escape de africanos esclavizados hacia Canadá – y llegó a hablar a favor de John Brow, un activista radicalizado que en 1859 intentó armar a los esclavos de Virginia para desatar una revolución y terminó siendo colgado por traición.
Tristemente, no sabemos qué tan lejos habría podido llegar Thoreau en esta senda porque murió de tuberculosis en 1862, con sólo 44 años. Lo que sí queda claro es que sus días como figura literaria reconocida recién empezaban. A sus pocos trabajos publicados en vida rápidamente se fueron sumando nuevos volúmenes póstumos y, especialmente en el siglo XX, su obra comenzó a ser valorada críticamente por su exquisito uso del lenguaje y por profesar un ambientalismo avant la lettre. Así y todo, su mayor éxito terminaría definiéndose a partir de las interpretaciones que lo ven como alguien que, más que simplemente imaginar un cambio, encarnó sus teorías y demostró que el individuo tiene el poder de transformar una sociedad.