Vikingos hacia el mar

Los eslavos los llamaban “rusos”, los anglosajones los llamaban “daneses”, los irlandeses, “gaill olochlannaig”, los andaluces, “magos”, los francos, “normanni”. La diversidad de nombres obedece a su vaga procedencia: el Norte helado del continente, tan amplio como indefinido.

Para los europeos “del sur” (en realidad, para todos los europeos no vikingos), los fieros hombres del norte eran vistos como unos bárbaros paganos que quemaban monasterios, se reían ante la Cruz y asaltaban ciudades robando, matando y violando.

Se abrían camino a fuerza de espadas y hachas, pero su símbolo era el martillo de Thor, su dios principal, el dios del trueno. Hacían excursiones violentas, sobre todo en primavera (las “strandkogg”: una especie de “toco y me voy” devastador) en las que arrasaban pueblos y se retiraban rápidamente. En realidad no se trataba de arranques de violencia desaforada; ocurría que, más allá de sus asentamientos, no se llevaban mal con la vida nómade, sus hordas nunca eran excesivamente numerosas, y esas ráfagas de violencia sorpresivas les evitaban además enfrentarse a ejércitos numerosos. No son pocos los historiadores que sostienen que mataban mujeres y niños como una estrategia para mantener su fama de salvajismo impiadoso, logrando así infundir terror en las poblaciones que escuchaban sobre sus andanzas.

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<p>Thor con su martillo y su cinturón de fuerza, en un manuscrito islandés del siglo XVIII.</p>
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Thor con su martillo y su cinturón de fuerza, en un manuscrito islandés del siglo XVIII.

Thor con su martillo y su cinturón de fuerza, en un manuscrito islandés del siglo XVIII.

Thor con su martillo y su cinturón de fuerza, en un manuscrito islandés del siglo XVIII.

Podría quizá aceptarse que esa imagen de salvajismo fuera especialmente resaltada debido a que los cronistas e historiadores de la época eran mayormente monjes y religiosos, habitantes naturales de los monasterios que solían transformarse en víctimas preferenciales de las fechorías de los hombres del norte. Pero digámoslo: sin ser unos tiernos, los vikingos tenían muchas otras características además de, digamos, tanta energía canalizada en agresión.

En Escandinavia, las disputas internas no tenían como herramienta la violencia que sus excursiones hacia Europa mostrarían a lo largo de la historia: en el inevitable tramado de las luchas de poder, quienes eran derrotados simplemente… se iban. Exilio voluntario, que le dicen. “No me gusta, me voy”. Así de simple. Y ocurrió que, por esas épocas, la política interna, los excesivos impuestos (no olvidemos que, además de temibles guerreros, los vikingos eran agricultores, ganaderos y muy buenos comerciantes) y un progresivo pero sostenido aumento de la densidad poblacional, hicieron que muchos escandinavos decidieran buscar nuevos horizontes. Así comenzaron las costumbres migratorias de los vikingos. Y como entre sus múltiples virtudes (y ya vamos viendo que son bastantes y variadas) estaban sus aptitudes como constructores de navíos y como exploradores temerarios… bueno, dos más dos, cuatro: al mar se ha dicho. Y al río, también. Los vikingos daneses navegaron el Sena y los vikingos suecos remontaron el Dnieper, en ambos casos con construcciones fluviales más livianas que ellos mismos cargaban sobre sus hombros entre tramo y tramo.

Pero veamos un poco qué paseos hicieron los que decidieron ir hacia el oeste: luego de pasar por las islas Hébridas y Shetland fueron (dónde si no) a Gran Bretaña, la gran isla, y dejaron su huella. En 793 asaltaron y devastaron el monasterio de Lindisfarne, en Inglaterra, matando a cientos de pobladores de la zona, como para dejar claro quién mandaría de ahí en adelante. Los vikingos daneses fundaron el estado de Danelaw en el este de Inglaterra y se instalaron también en York (Svordlik en algunas acepciones, Jórvik en otras), creando allí un reino vikingo entre 866 y 954. También cruzaron el Mar de Irlanda, y se instalaron en Dublin (“Bahía Negra”) desde 841, estableciendo ahí otro duradero reino vikingo.

Otro grupo étnico escandinavo decidió, en cambio, ir más lejos y más al norte aún, hacia Islandia y Groenlandia: se trata de los vikingos noruegos. En Noruega, tras los cambios introducidos por Harald de la Cabellera Hermosa en 872, muchos habitantes decidieron abandonar la región. Interesados por acceder a tierras vírgenes en el “Gran Norte” que sus exploradores les habían descrito (los vikingos no se mandaban sin una “inteligencia previa”), llegaron a Islandia a principios del siglo IX. Hacia el año 930 ya vivían 30.000 vikingos noruegos en Islandia, que comerciaban prolífica y pacíficamente con Gran Bretaña y con Europa continental.

Pero las ansias expansoras y exploradoras lejos estaban de detenerse, y así fue como Erik El Rojo (Erik Thorvaldsson) llegó a Groenlandia. Fundó allí una colonia en 985, pero no les resultó tan fácil la vida como en Islandia: la continua hostilidad de los inuit, pobladores originarios, generó conflictos sostenidos en el tiempo y, justo es decirlo, fue una de las causas por las cuales la sociedad vikinga allí no tuvo un gran desarrollo. Años más tarde, Leif Eriksson (el hijo de Erik El Rojo) se animó un poco más allá, y llegó a la península de Labrador, que por supuesto no se llamaba así, y que claramente no fue descubierta por el amigo Joâo Fernandes de Lavrador en 1498. El movedizo Leif llegó también a lo que hoy es la isla de Terranova, a quien bautizaron Vinòland. Allí llegaron hacia el año 1000 D.C., y resultó que ya había algunos habitantes: los algonquinos, nativos indígenas de la región del actual Canadá, costa este de Estados Unidos y norte de Mexico.

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Erik el Rojo en una publicación de 1688.

Erik el Rojo en una publicación de 1688.

Todas estas impresionantes travesías no hubieran sido posibles, claro, sin la extraordinaria destreza marítima de los vikingos, destreza que los llevó a diseñar y construir esas famosas e imponentes naves, los “drakkar”, con la característica imagen de una cabeza de dragón en la proa de las mismas.

¡Ah! Y no está nada claro que tuvieran cuernos en sus cascos, eh…

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Estatua en recuerdo de las incursiones vikingas, Catoira (Galicia).

Estatua en recuerdo de las incursiones vikingas, Catoira (Galicia).

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