Elpidio González había nacido el 1ero de agosto de 1875 en Córdoba, hijo de un coronel federal, de esos que se batieron junto a Felipe Varela, Juan Saa y el Chacho Peñaloza. Elpidio estudió derecho en Córdoba, pero no se recibió. Desde joven ingresó en la UCR, donde cultivó una larga amistad con Yrigoyen. Juntos fueron apresados por la Revolución de 1905. No sería la última vez en ser encarcelado. Aprovechó ese tiempo para terminar la carrera en La Plata.
En 1912 comienza su carrera política como diputado que lo llevará a los puestos más encumbrados en los que se destacó por su lealtad al partido y una honestidad proverbial.
Elpidio González murió muy pobre. No solamente se rehusó a percibir la pensión como ex vicepresidente que por ley le correspondía, sino que para ganarse la vida debió ingresar a la conocida firma productora de anilinas “Colibrí”, para desempeñarse como corredor de comercio percibiendo una modesta remuneración que le obligaba a vivir austeramente.
Hay una anécdota que lo pinta de cuerpo entero a este hombre (publicada el18 de octubre de 1951).
“En un tranvía, cierto domingo de un frío invierno, un anciano, pesándole más los años que el maletín de gastado cuero cargado de betún y anilinas, vistiendo un traje gris, pobre y limpio y la barba, larga pero cuidada, subió a un tranvía.
Después de sacar el boleto se sentó al lado de un señor que venía leyendo un libro.
-“Cantos de vida y esperanza”, un buen libro de Rubén Darío”, le dijo el anciano al pasajero lector, y luego se enfrascó en sus cosas sin prestarle más atención.
-“Y sí, es él”, pensó el lector; ese al que ahora se le caía una moneda de un peso y se levantaba cansinamente a recogerla. Era él, el mismo que decían que vivía en un cuarto de la calle Cerrito que se venía abajo; el mismo que había rechazado una pensión que le correspondía; el amigo de Yrigoyen; el vicepresidente de Alvear…. el que tampoco aceptó una casa que el gobierno quiso darle para que viviera como merecía. Si, era Elpidio González.
El viejo político se había agitado al agacharse a recoger la moneda. Y, como justificándose, dijo a su vecino al sentarse nuevamente junto a él:
-“Si no la uso para limosna, la usaré para comer”.
Y en la siguiente parada se alejó hacia la puerta trasera, como un espectro, para irse.
-“¡Oiga, señor González! -le dijo el viajero- sírvase guardar el libro que le agrada con usted. Sería un honor para mí que le aceptara”.
El anciano le miró agradecido y, cerrando los ojos, le dijo con convicción y humildad:
-“Un funcionario, aunque ya no lo sea, no acepta regalos, hijo. Y, además, recuerdo bien a Darío, mejor que a los precios de las pomadas: … y muy siglo dieciocho, y muy antiguo, y muy moderno; audaz, cosmopolita; con Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo, y, una sed de ilusiones infinitas…”
Después de recitar su estrofa, el anciano bajó del tranvía y se perdió en la historia, con toda la riqueza de su pobreza, guardada en un maletín viejo, lleno de pomadas, y de unas pocas monedas escurridizas.
Un hombre olvidado, quizás, porque es un espejo en el cual muy pocos -o acaso nadie en la política argentina de hoy- pueda mirarse…. Elpidio González.