Una nueva dimensión estética: Lucio Fontana

Lucio Fontana nace en Rosario el 19 de febrero de 1899. Su padre, un italiano dueño de un taller de escultura funeraria y decorativa, lo inicia en el arte. Comienza los estudios en un instituto técnico de la construcción en Milán en 1914, pero los interrumpe durante la Primera Guerra Mundial al presentarse como voluntario. Una vez terminado el conflicto, obtiene el diploma.

Regresa a Rosario en 1921 y realiza un conjunto de obras de carácter académico, entre las cuales se destaca el monumento en bronce a la educadora Juana Blanco, erigido en 1927 en el cementerio El Salvador, de su ciudad natal.

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Monumento a Juana Elena Blanco en el Cementerio del Salvador en Rosario.
Monumento a Juana Elena Blanco en el Cementerio del Salvador en Rosario.

 

En 1927, viaja nuevamente a Italia, con el propósito de estudiar en la Academia de Brera, de Milán, en la que se gradúa tres años más tarde. En ese año, con algunas obras de rasgos primitivistas, inicia su primer período auténticamente original. En 1934 realiza una serie de esculturas abstractas en el límite de una geometría libre. Las exhibió, un año más tarde, en la galería del Milione, protagonizando así la primera exposición de esculturas no figurativas realizada en Italia.

En la zona oeste del Cementerio Monumental de Milán, se encuentra el Monumento funerario de Paolo Chinelli. La tumba fue realizada por Fontana junto al arquitecto mantuano Renzo Zavanella. El trabajo consiste en una escultura de cerámica esmaltada al fuego suspendida sobre un pie de bronce e insertada en una estructura de granito blanco y gris. Un telón de fondo hecho también de granito ornamentado con una serie de símbolos geométricamente estilizados que representan la Pasión de Cristo. A mitad de camino entre un ángel y la Nike de Samotracia, la escultura creada por Fontana, con un dinamismo exasperado, proyecta al espectador a un mundo lejano, un “más allá¨, entre la espiritualidad y el mito.

Retorna a la Argentina al comenzar la Segunda Guerra Mundial. Abandona la abstracción y trabaja arduamente en un conjunto de cerámicas esmaltadas, esculturas de bronce y de yeso policromado. Además, enseña en las escuelas nacionales de bellas artes y en el Taller Altamira, en sintonía con Emilio Pettoruti y Jorge Romero Brest.

Es en esta época que comienza a pensar un tipo de arte espacial “inexistente”, con obras proyectadas en el firmamento. Esas ideas constituyen el gran aporte de Fontana a la vanguardia de la posguerra: el espacialismo. En 1946 publica los fundamentos preliminares de ese movimiento con el título Manifiesto Blanco. Por aquellos días, de auténtica efervescencia renovadora, también se dieron a conocer en Buenos Aires los manifiestos de las vanguardias constructivistas: el Madí, el arte concreto-invención y el perceptismo.

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El manifiesto redactado por Fontana, con la colaboración de sus discípulos porteños, afirmaba que, en la edad de la mecánica, el cuadro pintado y la escultura erecta ya no tenían sentido. En tónica similar al utópico manifiesto futurista por su rechazo de las imágenes estáticas del mundo, señala que “la era artística de los colores y las formas paralíticas toca a su fin”. La materia, el color y el sonido en movimiento eran, para los autores del texto, fenómenos que debían integrar el nuevo arte.

En abril de 1947 Fontana viaja nuevamente a Italia con el propósito de permanecer algunos meses en Milán, pero nunca vuelve al país. A los cuarenta y ocho años comienza otra etapa de obra, definitiva, que lo sitúa entre los principales nombres de la vanguardia de posguerra. Funda el Movimiento Espacialista, que no prosperó. Pero fue el espacio el que se convirtió en el centro de interés de sus obras (pinturas, cerámicas o ambientaciones), a las que denominó genéricamente “conceptos espaciales”.

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La primera obra de su período ambientalista, fue el Ambiente espacial con luz negra (1949). En una sala oscura de la galería del Naviglio, iluminada solamente con luces de Wood y apenas coloreada por una luz violácea, flotaban formas abstractas de tono barroco. La intención de la obra era introducir al contemplador en una dimensión estética y espacial inédita, acorde con la “nueva era”. A esa ambientación siguieron otras, algunas famosas, como la que el artista presentó en la Trienal de Milán, titulada Arabesco (1951), y construida con luces de neón de doscientos metros de largo.

Las perforaciones (buchi) y los tajos (tagli) constituyen lo más importante de la obra tardía de Fontana. Estas obras pictóricas, casi en su totalidad monocromáticas y de tintes refinados, están rítmicamente perforadas o hendidas con gestos seguros. Todas contienen los mismos interrogantes humanistas. Un ejemplo de ello es la serie de cuadros titulada El Fin de Dios. En estas telas, las superficies con formas ovaladas monocromas, que remiten al huevo -símbolo de la Natividad y de la Resurrección de Cristo-, están perforadas. Las perforaciones simbolizan la nada. Así lo señala el artista, afirmando que Dios es la nada, que es invisible, que hoy no se lo puede representar sentado en un sillón con el mundo en la mano. (En Buenos Aires, en el Museo Nacional de Bellas Artes y en la Fundación Federico Jorge Klemm, se exhiben permanentemente excelentes obras de este grupo).

En 1966, el Instituto Di Tella dedicó a Fontana una gran exposición individual. El homenajeado no pudo estar presente por problemas de salud. En septiembre de 1968 moría en Varese, Lombardía. Ocho décadas antes, su padre había partido de allí rumbo a la Argentina.

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