Hablar de “El Di Tella”, en general es hablar del Centro de Artes Visuales (CAV) del Instituto Torcuato Di Tella (ITDIT), una rama de una fundación mucho más grande que, simbólicamente, terminó por tragarse casi todo. Hoy, a casi 60 años de la apertura del CAV en el mítico local de Florida 963, nos encontramos con una imagen en general romantizada de este espacio. No hay historia que se haya escrito de la vida cultural porteña en la década del 60 que lo eluda y, la mayoría de las veces, el mito se tiñe de juventud, colores y pop art. Después de todo, el Di Tella fue el lugar de La Menesunda, de las controversiales Experiencias y del huevo de Peralta Ramos.
Frente a esta nostalgia existe, por supuesto, otra visión, sumamente crítica. Desde una óptica contraria, heredera en parte de la radicalización política de la década del ’70, la imagen que nos llega del Di Tella es la de un lugar de frivolidad. Las críticas más duras, apuntan contra el CAV y lo acusan de haber propuesto un programa sumamente extranjerizante para las artes e, incluso, de haber retardado o incluso adulterado un desarrollo auténtico del arte argentino.
Ambas visiones son válidas y reflejan diferentes preocupaciones, en algunos casos ya centenarias, acerca de la vida cultural argentina y su relevancia en el mundo. En algún lugar en el medio de todo esto, yace la historia del Di Tella.
Aunque 1963 marca el inicio de una experiencia específica, para agosto de ese año, la rama de artes visuales del ITDT ya tenía una trayectoria. A fines de la década del 50 la familia Di Tella ya era poseedora de una gran colección de arte que se acrecentaba cada año con la compra de nuevas obras premiadas, en muchos casos de vanguardia. Con un objetivo bastante poco claro aún, para 1960 desde el ITDT crearon los premio nacionales e internacionales. Esta acción desde el principio estaba encarada desde el intercambio y el valor pedagógico que podía ofrecer el contacto con Europa, ya que, además de dar visibilidad a artistas internacionales en Buenos Aires, a los ganadores se los becaba para viajar a educarse en el extranjero.
A este aspecto se le puede agregar otro objetivo inicial en el incipiente CAV, uno más pedagógico a nivel federal. Con la conciencia de que la vida cultural más activa en general estaba limitada a Buenos Aires, la familia Di Tella se propuso llevar el arte a varios rincones del país. No sólo se organizaron diferentes exhibiciones en ciudades como Córdoba, Rosario y Mar del Plata, sino que el Centro también creo una unidad audiovisual móvil que recorrió varias ciudades proyectando imágenes de las obras. Esta última iniciativa tuvo muchísimo éxito y un gran valor en un mundo en el que la exposición al arte todavía estaba muy limitada por la geografía, pero cuando la camioneta chocó en el año 63, no fue reemplazada.
Este evento puede ser, para quien lo quiera ver así, una metáfora de lo que seguiría. Además del accidente automovilístico que puso fin al federalismo del CAV, el año 63 trajo consigo una reconfiguración radical de su espacio. Si antes se había dado un lugar a lo nacional, ahora, especialmente después de la apertura del local de la calle Florida, se confirmaba que la apuesta era, como aseguró Guido Di Tella, la de transformar a Buenos Aires en una de las capitales de arte del mundo.
El lugar tuvo una posición protagónica, ubicado en lo que luego pasaría a la inmortalidad como “La Manzana Loca” identificada como el centro artístico porteño por excelencia. En principio, el local no se compró ni se armó para ser un espacio de arte, sino que ya estaba ocupado por oficinas de Siam. Una vez que se confirmó este nuevo destino, el lugar se rediseñó con un objetivo específico en mente: albergar los centros de arte del instituto y atraer al público. Las instalaciones se adaptaron para ser muy visibles, incluyendo grandes vidrieras en el frente que invitaban a entrar y a moverse por los grandes espacios de exhibición. El ambiente era relajado – estaba permitido fumar y tomar fotos – pero combinaba esta informalidad con pulcritud y diseño de vanguardia, presente en todo, desde el mobiliario hasta los folletos.
La novedad espacial no fue todo, sino que en el año 63 también se produjo un cambio quizás igual de importante: Jorge Romero Brest fue designado como director del CAV. Desde el primer momento, gracias a esta nueva dirección, se empezó a gestar el mito de “El Di Tella” como centro disruptivo.
El centro abrió en agosto de 1963 con una muestra de las obras que competían por el Premio Internacional. Leyendo las críticas de la época, queda claro que el mundo cultural porteño entró en pánico frente a esta exhibición que, por cierto, apostaba fuertemente por la vanguardia. Nadie estaría dispuesto a admitir que la calidad de las obras en sí fuera lo escandaloso, si bien hubo una oposición muy vocal a algunas obras como las de Macció y Noé. Lo más desesperante debe haber sido descubrir que una institución como el ITDT, donde se manejaban grandes presupuestos y existía una posibilidad real de darle enorme visibilidad a artistas nacionales, optaba por premiar obras que el “establishment” consideraba de mal gusto.
Más allá de estos pensamientos conservadores, la presencia de este tipo de arte en Buenos Aires fue importante. Siguiendo con uno de los propósitos originales, los Premios Internacionales permitían al público porteño entrar en contacto con el arte más moderno. Por primera vez, Buenos Aires estaba al día en materia cultural y existía la sensación de que ese tan temido “atraso”, pesadilla recurrente en las artes argentinas, había quedado definitivamente atrás.
Por supuesto que aseveraciones de este tipo no podían pasar sin controversia y es en este punto donde muchos de los críticos, incluso personas que estuvieron dentro de la institución, ven la falla más grande del Di Tella. La idea de hacer de Buenos Aires una “capital de arte” implicaba, en el fondo, un intercambio. Lo que realmente pasó fue que entró muchísima obra extranjera, pero la otra pata, la que proponía llevar arte argentino al mundo, quedó trunca. Como John King, autor de uno de los libros más completos sobre el ITDT, se ha encargado de probar, no queda del todo claro que la institución promoviera una agenda extranjerizante per se. Lo que King descubrió a través de entrevistas con marchands extranjeros fue que, por más que desde Di Tella intentaran promover el arte argentino en el mundo, afuera de Latinoamérica existía un desinterés y un desconocimiento importante respecto de todo lo que emanara de Argentina.
A esta crítica muchas veces se le agregan el tema de la frivolidad. Atacado por izquierda y por derecha, la ruptura y el escándalo se han vuelto tan centrales en los relatos del CAV que se tiende a dejar de lado el costado más moderado del Instituto, un aspecto que era igual o incluso más convocante que todo lo otro que pasaba en Florida. En este punto es importante recordar que el Di Tella no era sólo un lugar de artistas de vanguardia y snobs, sino que también era frecuentado por un tipo de público que se interesaba de forma más general por el arte. Esta tensión entre lo vanguardista y lo tradicional se ve a lo largo de toda la historia del Centro, pero nunca más claramente que en las primeras exposiciones del CAV en 1963. A la muy muy criticada exposición de los premios, la siguió una muestra de arte precolombino que atrajo a más de 20 mil personas en dos semanas y que tuvo una segunda edición en 1964. Oscilando entre la vanguardia y lo ortodoxo, la conexión con un público más masivo se mantuvo y siguió creciendo a lo largo de los años de actividad del CAV, como reflejan los números de visitantes a exhibiciones más “tradicionales” como la de Toulouse-Lautrec en el año 1964 o la de los grabados de Picasso en el 1967.
En el medio de todas estas críticas, se mantuvo una tensión que, sin embargo, fue creciendo a medida que progresó la década. Muchos quieren ver en el fin del Di Tella una historia de censura dictatorial o un reflejo de las contradicciones irresolubles entre el establishment y la vanguardia radicalizada, cosas que probablemente aportaron lo suyo. La realidad, si bien hay versiones que siguen denunciando diferentes presiones para el cierre del CAV, es que el problema más grave fue monetario. Para finales de la década del 60, aún si se habían venido cortando costos desde 1966, la situación económica del instituto era insalvable y se decidió cerrar el local de la calle Florida.
Este cierre fue doloroso para muchos que creyeron ver en esta experiencia una oportunidad desperdiciada. Luego del fin del CAV, las críticas apuntaron a la posibilidad de que se hubiera dado demasiada importancia al arte de vanguardia y a la novedad, algo que eventualmente le costó la vida al Centro. Es posible, como muchos de sus protagonistas aseguran, que si se hubieran concentrado en las propuestas moderadas, quizás el CAV todavía funcionaría en Florida 936. Lo que es seguro es que no se habría convertido en leyenda.