El 25 de enero de 1858 la Princesa Victoria Adelaida de Gran Bretaña, hija de la reina del mismo nombre, se casó con Federico Guillermo de Prusia. La boda pasaría a la historia como una de las primeras “bodas reales” modernas y sentó muchísimos precedentes en materia de casamientos, pero al mismo tiempo es una muestra cabal de la forma en la que las uniones matrimoniales podían ser usadas como herramientas políticas, en este caso, para unificar y liberalizar a Alemania.
Todo había comenzado años antes, parece ser, y no está del todo claro quien fue el que alentó la unión, aunque resulta evidente que ésta podía beneficiar a muchísimos de los involucrados. Por una parte están quienes creen que Leopoldo I, rey belga y tío de la reina Victoria, estaba interesado en una unión anglo-prusiana que pudiera actuar en defensa de Bélgica si llegaba a producirse una guerra con Francia. Por otro lado, casi con seguridad, se cree que fue el príncipe Alberto, marido de la reina y natural de Sajonia, quien abogó activamente por la unión ya que, aunque no era un revolucionario, creía en la liberalización de los ordenes del momento y veía con buenos ojos una suavización del autoritarismo prusiano en vistas a la unificación de los principados alemanes. El acceso a la familia real de Prusia, los Hohenzollern, sin embargo, no era del todo sencillo. Esta dinastía reinaba desde hacía siglos y, bastante alejados de las ideas de la modernidad, seguían una línea de gobierno bastante conservadora y más afín al absolutismo que las corrientes liberales de la primera mitad del siglo XIX. Así y todo, el príncipe Alberto parece haber realizado un trabajo fino acercándose al rey Federico Guillermo IV y su hermano, Guillermo, con la esperanza de convencerlos de los beneficios que un parlamento del estilo británico podía tener sobre la proyectada Alemania.
La mejor forma de generar un cambio, sin embargo, era a través de una alianza matrimonial, por lo que no llama la atención que se pensara en Federico, hijo del príncipe Guillermo conocido familiarmente como Fritz, para ser el consorte de la primogénita de Alberto y Victoria, Victoria Adelaida. En 1851, Alberto usó la excusa de la Gran Exhibición organizada en Londres para invitar a la familia real prusiana y así lograr que la pequeña Vicky, como la llamaban en la familia, se conociera con su posible futuro pretendiente. Es imposible saber si hubo algún tipo de atracción o encanto, especialmente porque ella tenía 10 años y él 20, pero según las memorias de Federico parece que se los dejó pasar tiempo solos – algo sólo posible por su edad – y él se sorprendió con la capacidad e inteligencia de esta niña para desenvolverse en alemán y guiarlo a través de la Exhibición de su padre.
En todo caso, la relación no se barajó seriamente sino hasta 4 años después, cuando el joven Fritz fue invitado a vacacionar con la familia real en Balmoral, Escocia. Allí se reencontró con una Vicky de 14 años que ya comenzaba a parecerse a una mujer y, admirador de su intelecto y sus facciones agradables, a sólo tres días de llegar le propuso matrimonio. Esta propuesta fue aceptada por Victoria y Alberto con entusiasmo, pero solicitaron que la boda se realizara por lo menos dos años después, cuando la princesa fuera un poco mayor. De paso, estos años de espera sirvieron para que Alberto preparara a la joven Victoria para lograr hacer de ella la herramienta liberalizadora que él esperaba.
Así, en enero de 1858, todo estaba listo para la gran boda. La fecha fue recibida tanto con entusiasmo como con sospechas por parte del pueblo, que consideraba que los extranjeros siempre eran razón de preocupación y no veían con tan buenos ojos la unión de la princesa británica con un prusiano. A pesar de todo, desde temprano en la mañana del 25 la gente se había congregado en la calle para ver pasar la inmensa caravana de 18 carruajes, 300 soldados y 220 caballos que se desplazó entre Buckingham y el palacio de St. James en el que se llevó a cabo la ceremonia. Lejos de los ojos del público, dentro de la Capilla Real, el joven Federico, alto y elegante en su uniforme prusiano, esperaba en el altar y vio pasar a todos los miembros de la familia real británica culminando con su novia. Victoria – portando un inmenso vestido que incluía representaciones de la rosa, el trébol y el cardo (flores nacionales de Inglaterra, Irlanda y Escocia respectivamente), así como de brotes de naranjo y de arrayán, la flor nupcial de Alemania – entró a la iglesia acompañada de su padre y su tío Leopoldo I.
Según los recuerdos de la reina Victoria la ceremonia fue hermosa y, a pesar de sus nervios que quedaron inmortalizados en su imagen temblorosa en el daguerrotipo tomado antes de la ceremonia, todos sus miedos se desvanecieron cuando vio “el carácter calmado y compuesto de Vicky (…) arrodillada junto a Fritz, sus manos unidas”. La unión en sí no sólo estaba sentando un precedente en términos de alianzas políticas que definirían el curso de la historia años después cuando todos los nietos de la reina Victoria se pelearan en la Primera Guerra Mundial, sino que también la boda fue una pionera en términos de lo que uno considera hoy como los clichés de los casamientos. El vestido con la cola larga, más larga que cualquier cola de otro vestido de bodas, llevada por ocho damas de honor; el velo, tan impactante, que fue fotografiado en soledad; la torta inmensa, tan grande que la diminuta Vicky parecía todavía más pequeña a su lado… los detalles son incontables. Así y todo, quizás lo que más se le debe a este casamiento fue haber popularizado algo que hoy es directamente sinónimo de boda: la marcha nupcial de Mendhelsson. La elección de esta pieza – que ya existía desde 1842 como parte de su adaptación de Sueño de una noche de verano y no era nueva, por cierto – se debió a un pedido especial de la reina Victoria, admiradora del músico al punto de haberlo invitado a tocar en Buckingham dos años antes de su muerte, en 1845.
Aunque la boda fue un momento de felicidad y la pareja parece haber convivido en armonía, la vida de la joven consorte no sería tan fácil ni tan alegre. Para empezar, la corte prusiana era mucho más formal y estricta que la británica y Victoria, que había sido criada en un entorno de liberalismo, jamás pudo sentirse del todo cómoda. En su nueva patria, además, no sólo sus ideas no eran bienvenidas, sino que también se deslegitimaba todo tipo de presencia femenina en la política, empeorando su condición. Por último, como si todo esto no fuera suficiente, tanto su madre como su padre tenían comentarios para hacer acerca de la forma en la que ella se conducía y según se puede ver en la copiosa correspondencia intercambiada entre ellos, era especialmente la reina quien insistía que Victoria se comportara como una princesa británica en todo momento, generando la exasperación de los prusianos.
El sueño de una Alemania liberal, más allá de las frustraciones de Victoria, quedó definitivamente enterrado para la historia cuando Federico Guillermo IV murió en 1861 y, sin herederos, habilitó el ascenso de su hermano al trono, ahora con el nombre de Guillermo I. Como monarca, él presidió sobre la unificación alemana, alentó el ascenso de Otto von Bismark como canciller y tendió a endurecer su perfil conservado, pero Victoria y Federico jamás perdieron la esperanza de, algún día, poder reinar. La oportunidad finalmente llegó después de treinta años de espera en 1888 con la muerte de Guillermo, pero esta se presentó demasiado tarde y en las peores circunstancias. Federico, gravemente enfermo de un cáncer de garganta, murió tan sólo 99 días después de ascender al trono. Su sucesor, Guillermo II, no sólo no tenía ningún tipo de respeto políticamente por su madre y sus ideas, sino que terminaría por cristalizar lo peor de la Alemania imperial – antisemitismo institucionalizado, censura en la prensa, la noción de la grandeza germana apoyada por el militarismo prusiano – y la llevaría a una guerra desastrosa en 1914.