Batalla de Caseros: La derrota

Desde el estanco de Moreno, cerca del paso Burgos [1], la partida siguió por la calle Solá hasta llegar al hueco de los Sauces[2]. Eran las cuatro de la tarde y el calor era agobiante. Rosas se quitó la casaca y bajo la sombra de un frondoso ombú, escribió su renuncia extendiendo un papel sobre la montura de su cabalgadura

3 de febrero de 1853

Sres. Representantes

Es llegado el caso de devolverles la investidura de Gobernador de la Provincia de Buenos Aires y la suma del poder público con que os dignaste honrarme. Creo haber llenado mi deber con todos los Sres. Representantes, nuestros conciudadanos, los verdaderos federales y mis compatriotas y compañeros de armas. Si más no hemos hecho en el sostén sagrado de nuestra independencia, de nuestra integridad y de nuestro honor, es porque más no he podido.

Permitidme, honorables representantes, que al despedirme de vosotros os reitere el profundo reconocimiento con que os abrazo tiernamente y ruego a Dios por la gloria de vuestra honorabilidad de todos y cada uno de vosotros.

Herido en la mano derecha y en el campo, perdonad que os escriba con lápiz esta nota y de una letra trabajosa.

Dios guarde a V. H muchos años

Juan Manuel de Rosas

Sin releer lo escrito, dobló el papel y se lo entregó a su fiel amanuense, Lorenzo López, que partió para entregar el mensaje. A esta altura de los acontecimientos, a nadie le importaba su renuncia más que a él.

Quedó un rato largo sentado bajo el ombú. Por su mente pasaban imágenes inconexas, de su infancia, de Doña Agustina, siempre tan severa y de cómo había abortado al Ortiz de Rozas para ser Rosas a secas, el hombre que dominó con mano de hierro, por más de veinte años, a una nación desmembrada. ¿Qué le diría Encarnación si estuviera allí? ¿Qué haría con Eugenia? Manuelita y Juan Bautista sabrían seguirlo, pero ¿ella y sus hijos? ¿Qué hacer? Las ideas le daban vuelta por la cabeza. Nunca había planeado una huida así, precipitada, escondiéndose como un ladrón, perseguido como un criminal, justo a él, a Don Juan Manuel de Rosas.

Sin embargo, bajo ese ombú, en el pesado silencio del verano, Rosas a secas, descubrió una inexplicable paz interior que hacía años no experimentaba. Todo había terminado de una vez y para siempre. Ya no tendría que preocuparse de cómo manejar a los López, Ibarras, Bustos, Quirogas y Aldaos con los que había lidiado por tantos años, con obsequios y con amenazas, con palabras y con guerras. Había perdido una batalla imposible de ganar, porque él sabía muy bien que no estaba a las alturas de las circunstancias. No lo escuchó a Pacheco y puso de lado a Mansilla, tampoco le hizo caso a Chilavert, ni a Lagos, ni a Díaz. Jugó a la taba en un único tiro y perdió. Creyó que su sola presencia sería suficiente para espantar a todos los invasores del mundo. Pero se equivocó. Quizás fuera para bien de todos…

Se puso de pie. Miró la tierra abrasada por el sol de febrero y marchó por la calle Santa Rosa hasta la casa del capitán Gore, el encargado de asuntos comerciales de la Corona Británica en Buenos Aires. Al llegar a su residencia, éste no se encontraba. Rosas pidió ser recibido y sin más, se acostó en la cama de Mr. Gore. Cuando éste llegó, el personal le anotició que el Gobernador estaba en sus aposentos durmiendo. Inmediatamente Gore se dirigió a su habitación. Se detuvo bruscamente ante la puerta de su propio dormitorio y tuvo el buen tino de golpear. Allí estaba el Sr. Gobernador de la provincia de Buenos Aires, Don Juan Manuel de Rosas, hombre fuerte de la Confederación argentina acostado sobre la cama del Sr. Gore, sin sacarse las botas sucias de barro y sangre. El capitán Gore se cuadró frente al Gobernador. Lentamente Don Juan Manuel se incorporó. De repente los años le pesaban.

-“Tengo que pedir de usted un favor y es que salve mi caballo y que se encargue de cuidarlo y conservarlo en memoria mía“.

Mr. Gore arqueó las cejas, pero inmediatamente dio órdenes para cumplir el deseo de Rosas. A continuación, Don Juan Manuel se puso de pie y dirigiéndose a Gore añadió:

-“Me he tomado la libertad de venir a asilarme en su casa y espero que usted me permitirá permanecer en ella siete u ocho días, que es el tiempo que necesito para arreglar mis negocios.”

Mr. Gore lo escuchó atentamente, después caminó por la habitación tomadas las muñecas por la espalda. Luego de unos segundos se detuvo frente a Rosas para decirle que en otras circunstancias eso hubiese sido un gran honor, pero que dada la presente situación, debía advertirle que no consideraba a su casa segura para albergarlo.

Rosas lo miraba como un niño extraviado. Mr. Gore continuó opinando que en esos momentos de efervescencia, tanto el pueblo como sus enemigos, muy probablemente lo buscarían allí y ese no era lugar para esconderse y menos aún para proteger la vida del gobernador. Gore pensó para sus adentros… “ex gobernador“.

-“No tema” -dijo Rosas casi pueril -“yo conozco a mis paisanos y sé que no han de venir aquí” -.

Mr. Gore debió esforzarse para no sonreír. Estos pueblos de salvajes eran impredecibles.

-“Sr. Gobernador, haré los arreglos necesarios para que usted y su familia sean transportados a borde del HMS Centaur, anclado frente al puerto. Créame que considero esta su mejor opción” -.

Rosas se quedó quieto. Apenas atinó a asentir con la cabeza.

De esta forma terminaron veinte años de dictadura.

[1] Hoy puente Alsina

[2] Hoy plaza 29 de Noviembre

Extracto del libro Caseros, las vísperas del fin de Omar López Mato.

Recomendamos Noticias de Burgess Farm: Vida de Rosas en el destierro de Roberto Müller (Olmo Ediciones).

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