La batalla de Salamina

En el año 480 a. C. Atenas era un hervidero de frenética actividad. Las tropas espartanas, bajo el mando de su rey Leónidas, habían sido derrotadas el mes de agosto en la épica batalla de las Termópilas, y el ejército persa se acercaba a una de las polis más importantes de toda Grecia.

Los atenienses se veían enfrentados a la decisión de si resistir en la ciudad, con la práctica seguridad de que serían aniquilados, o huir y buscar la protección del istmo de Corinto, tal como recomendaban sus aliados espartanos. Tomaron la opción más difícil: abandonar su ciudad y protegerse tras las murallas de Corinto, intentando ganar tiempo para formar unas fuerzas capaces de enfrentarse al poderío del ejército invasor persa.

Aunque algunos irreductibles empezaron a fortificar la Acrópolis para una resistencia a ultranza, la mayor parte de la población y el ejército, así como la totalidad de la magnífica flota ateniense, abandonaron la región del Ática.

La ocupación de Grecia

Los persas habían regresado con fuerza a la Grecia continental. Su derrota en la batalla de Maratón diez años antes puso fin al primer intento de invasión de la Hélade por parte del Imperio persa bajo el reinado de Darío I. Pero el hijo de este, Jerjes I, empezó a planificar la venganza tan pronto como ascendió al trono.

La segunda invasión estuvo mucho mejor preparada, con un ejército de cerca de 200.000 hombres. Procedían de todos los rincones del vasto Imperio persa, desde indos de las fronteras orientales a egipcios y griegos de la zona oeste de la península de Anatolia. Aunque constituía el ejército más poderoso de Oriente, sus limitaciones en armamento, así como su heterogeneidad, restaban mucha eficacia al conjunto.

Por eso Jerjes, como haría Darío III años después, utilizó contingentes helenos de las ciudades sometidas y mercenarios de esta misma nacionalidad. Resultaba imprescindible para contrarrestar la superioridad tecnológica de la infantería pesada griega, completamente acorazada con casco, escudo (u hoplon, de ahí el nombre de hoplitas), coraza de bronce, grebas para proteger las espinillas y una larga lanza.

Si además se considera que la infantería griega luchaba en falange –es decir, un soldado al lado de otro, protegidos por el escudo del compañero y presentando un frente de lanzas con una longitud muy superior a las de los persas–, es fácil imaginar el pavor de los escasamente pertrechados invasores al topar con semejante formación acorazada. Así pues, los soldados profesionales griegos en filas persas desempeñarían un importante papel.

El ejército de Jerjes penetró por el Helesponto usando un puente de barcas para superar el estrecho brazo de mar que separa la península de Anatolia de la Europa continental. Luego avanzó en dirección a Atenas, exigiendo pleitesía a todas las ciudades que encontraba por el camino. Tras superar la resistencia espartana en las Termópilas, quedaba libre el camino para cruzar el Ática y alcanzar el Peloponeso.

Heródoto, historiador griego de aquella misma época, cuenta que los persas tuvieron que tender su puente de barcas dos veces en el Helesponto. La primera se desencadenó una terrible tormenta que destruyó el ingenio. Enfurecido por el contratiempo, Jerjes ordenó a sus torturadores que azotasen el mar como símbolo de su enfado con el dios Poseidón, hecho lo cual se volvió a tender el puente y el ejército pudo cruzar, ahora sí, sin contratiempos destacables.

Realmente Jerjes no tenía intenciones de invadir y devastar Grecia, salvo Esparta y tal vez Atenas. Tan solo quería que se reconociese su autoridad. Por ello, las ciudades que le ofrecieron tierra y agua, es decir, que se sometieron a su autoridad, fueron respetadas. Eso sí, se les exigió una contribución al mantenimiento del ejército y el suministro de contingentes de guerreros para incrementar su envergadura.

Jerjes se hace con Atenas

Ante la discrepancia de opiniones sobre la decisión a tomar, los dirigentes helenos consultaron el oráculo de Delfos. La respuesta fue: “Salamina llevará la muerte a los hijos de muchas madres, pero los griegos serán salvados por una muralla de madera”. Al intentar adivinar a qué se refería el oráculo con una muralla de madera, el ateniense Temístocles argumentó que hablaba de la flota griega, una muralla de madera flotante ante la que la invasión persa había de estrellarse.

Los espartanos cedieron a su retorcido argumento y se prepararon para la batalla. Sin embargo, unos pocos atenienses interpretaron el oráculo de manera literal, se encerraron en la Acrópolis y levantaron una muralla de madera a su alrededor, tras la que se refugiaron. La llegada de la hueste persa a Atenas fue todo lo catastrófica que podía esperarse.

La ciudad y la fortificada Acrópolis fueron arrasadas y los defensores del recinto sagrado pasados a cuchillo por las tropas persas sedientas de sangre. Era una suerte de profecía de lo que ocurriría a cualquier ciudad que se atreviese a desafiar la voluntad del invencible Imperio persa. La flota ateniense, al mando de Temístocles, se refugió en la isla de Salamina, frente al Pireo ateniense.

Entonces estalló una fuerte disputa entre los espartanos, que querían retirarse tras el muro de Corinto llevándose la flota con ellos, y los atenienses, que argumentaban, con razón, que si se dejaba el control del mar a los persas, estos podrían flanquear las defensas del istmo y desembarcar a su retaguardia, en cualquier punto de la costa a su elección.

Pero dónde luchar era otro motivo de discusión. Los espartanos querían librar una batalla cerca del istmo, para que en caso de derrota pudieran refugiarse en suelo griego y continuar la lucha en tierra. Temístocles, en cambio, argumentaba que era mejor luchar en Salamina para evitar que la flota invasora continuase transportando suministros al ejército de tierra.

Si lograban derrotar a la flota persa, los invasores se verían obligados a elegir entre acarrear sus suministros por tierra, con el consiguiente desgaste por la distancia y el mayor tiempo empleado en transportarlos, o retirarse, permitiendo avanzar a los griegos y recuperar parte del terreno perdido. Sabiendo que Jerjes estaba al corriente de la controversia, Temístocles envió a filas persas a uno de sus criados, Sicinnus.

Este se presentó como desertor del ejército ateniense e informó al Gran Rey que los griegos se estaban retirando. El plan de Temístocles era alimentar la tendencia al combate del rey persa. Y Jerjes cayó en la trampa. En un consejo celebrado en Phaleron, la base de la flota persa, Jerjes ordenó a sus comandantes zarpar y atacar a los griegos mientras se retiraban, en contra de los consejos de Artemisa, la reina de Halicarnaso, ciudad aliada de los persas en Asia Menor.

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Temístocles es honrado por su pueblo

Temístocles es honrado por su pueblo

La opinión del rey se impuso, y la flota persa zarpó en dirección a Salamina esa misma noche, segura de enfrentarse a un enemigo en fuga. Nada más lejos de la realidad. Temístocles fue informado rápidamente de la partida de la flota persa, por lo que se dio el aviso a las tripulaciones griegas para que permanecieran a bordo de sus naves, listas para la acción.

A la mañana siguiente, la exhausta flota persa, que se había pasado la noche entera remando para dar alcance a los helenos, apareció en los estrechos de Salamina. Frente a las aproximadamente 360 naves de las ciudades griegas coaligadas se desplegaban las casi 700 de la flota persa. Eran barcos procedentes de todas las naciones sometidas a la autoridad de Jerjes, entre ellas Fenicia, Egipto, Halicarnaso y Cilicia.

Dado que la mejor flota era la fenicia, se la ubicó en el flanco derecho, el más cercano a la costa, para romper la formación griega y rodear a la totalidad de la flota enemiga. Frente a ella se situaron los atenienses, dejando el flanco opuesto a los espartanos, que intentarían hacer lo mismo que los fenicios, pero empujando los barcos rivales contra la costa.

Sin embargo, antes de entrar en combate Temístocles se dio cuenta de que, con el despliegue de fuerzas que se estaba produciendo, el choque tendría lugar en el centro del estrecho. Este era lo bastante grande como para permitir a la flota persa desplegarse en su totalidad y aplastar por número de efectivos a la griega. Por tanto, dio orden de retirada hasta retroceder a una parte menos ancha, y así eliminar el factor numérico de la ecuación de la batalla.

Los persas mordieron el anzuelo y se lanzaron en persecución de los griegos, hasta que, al llegar al lugar elegido por Temístocles, advirtieron la aglomeración que se estaba produciendo. Era el momento que estaba esperando el militar ateniense: los pesados trirremes griegos dieron la vuelta y embistieron a las naves persas con sus espolones de bronce.

El combate naval degeneró en una inmensa melé, con los hoplitas a bordo de los barcos griegos lanzándose sobre las tripulaciones persas en una orgía de sangre y fuego que se mantuvo hasta la muerte del almirante persa Ariamenes. En ese momento la flota invasora dio media vuelta e intentó huir, pero se encontró con la entrada del estrecho, un paso angosto, taponada por decenas de sus propias naves intentando salvarse.

Frente a los 40 trirremes que perdieron los griegos, 200 naves persas se hundieron en el estrecho y muchas más fueron capturadas, ante la mirada horrorizada del rey Jerjes, que observaba la batalla desde su trono dorado instalado en el monte Aegaleo. Los Inmortales, su guardia de élite, embarcados para reforzar la potencia de combate de la flota, fueron masacrados, al igual que los marineros que lograron alcanzar la costa a nado.

Ambos bandos habían embarcado poderosos contingentes de infantería a bordo de los buques, ya que el combate lo conformaría una sucesión de abordajes, y no un intercambio de proyectiles. Pero los persas habían confiado en desgastar a la flota griega antes de que se produjese el abordaje mediante la inclusión de un gran número de arqueros en sus filas.

Al fin y al cabo eran conscientes, como había quedado patente en las Termópilas, de que su infantería era mucho más débil que la griega. Pero, debido al viento que soplaba el día de la batalla de Salamina, los arqueros fueron poco efectivos en el combate naval, por lo que cuando se empezaron a producir abordajes, las tripulaciones persas apenas fueron rival en el combate cuerpo a cuerpo contra los pesadamente armados hoplitas.

Posición insostenible

Tras Salamina, Jerjes continuaba poseyendo una considerable flota y su poder terrestre seguía prácticamente intacto. Sin embargo, en términos estratégicos fue el combate decisivo de la guerra. Sin una adecuada cobertura naval, el avance de Jerjes quedaba condicionado por la posibilidad de que los griegos desembarcaran tropas a su retaguardia, además de por tener que hacerse traer los suministros para su inmenso ejército por vía terrestre desde sus posesiones asiáticas.

Tras la batalla, Jerjes ordenó la retirada de la mayor parte de sus tropas terrestres de Grecia, dejando tan solo un contingente al mando de su general Mardonio, y cruzó de nuevo el puente de barcas que había tendido en el Helesponto de regreso a Persia.

Estaba convencido de que los griegos aprovecharían su superioridad naval para destruirlo y embotellar a su ejército en el continente cortándole la línea de aprovisionamiento terrestre. La batalla de Platea, librada poco tiempo después, significó la derrota definitiva de la segunda invasión persa de Grecia y la libertad de las polis helenas.

Y luego, guerra en casa

Una de las consecuencias más destacables de la victoria griega fue la constitución de la llamada Liga de Delos, una alianza defensiva de las principales polis griegas para hacer frente común a un nuevo ataque persa (que nunca se materializó). Pronto la renacida Atenas vio cómo Esparta la acusaba de utilizar parte de los fondos de la Liga de Delos para enriquecerse y reconstruir la Acrópolis y su flota.

La imputación, aunque parcialmente cierta, escondía la verdadera razón de la disputa entre ambas polis: la hegemonía política griega. Esta hegemonía se disputó en la guerra del Peloponeso, conflicto del que emergió triunfante Esparta y que marcó la caída de Atenas como referente político heleno.

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