Tarzán y los prejuicios

Edgar Rice Burroughs nació en septiembre de 1875 en Chicago, Estados Unidos. Era descendiente de una antigua familia que llegó con los primeros colonos que habitaron la tierra americana. Sus ancestros habían peleado las guerras revolucionarias y su padre fue oficial durante la Guerra Civil.

Burroughs no pudo ingresar a West Point y terminó como soldado de caballería en Arizona. Al ser dado de baja por un problema cardiaco debió trabajar en distintos oficios con los que no siempre podía mantener a su familia. Fue entonces que decidió aumentar sus ingresos escribiendo cuentos que remitía a diferentes revistas populares conocidas bajo el nombre de “Pulp Fiction”, dada la escasa calidad del papel en la que eran publicadas. Su primer novela se llamó Bajo las lunas de Marte y le reportó 400 dólares, una cifra nada despreciable para la época. En 1912 publicó Tarzán de los monos, un suceso instantáneo que le permitió a Burroughs mejorar significativamente su estado financiero y comprar un “ranch” en California al que llamó Tarzana. Durante la Segunda Guerra actuó como corresponsal de guerra (el de mayor edad entre los que actuaron en el Pacífico) y estuvo presente durante el bombardeo en Pearl Harbor.

A su muerte, en 1950, Burroughs era el autor más vendido del mundo (escribió alrededor de 70 novelas), el creador del primer superhéroe de ficción, un icono que ha resistido un siglo. Como dijo Ray Bradbury: “Edgar Rice Burroughs es probablemente el escritor más influyente en la historia del mundo”. Esta afirmación puede sonar exagerada y Bradbury la sostenía a sabiendas que a muchos les iban a disgustar sus palabras… pero ¿quién no conoce a Tarzán?

Aunque algunas de sus novelas transcurren en Marte, Venus y el centro de la Tierra, al igual que a Conan Doyle y su famoso Sherlock, Burroughs volvía recurrentemente a Tarzán a pedido de sus lectores y por necesidades económicas, ya que su rumboso ritmo de vida lo tenía siempre al borde de la insolvencia. Cuando el autor se asonaba al abismo económico volvía a Tarzán, quien lo salvaba, ya no de feroces leones ni gorilas asesinos sino de sus deudores.

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Bajo la casi inocente figura del hombre-mono se esbozaron mensajes subliminales de racismo y eugenesia. Tarzán compartía el origen mítico de Rómulo y Remo y reconocía como su ancestro literario al joven Mowgli del Libro de la Selva de Rudyard Kipling. Sin embargo Burroughs no conocía al “noble salvaje” de Rousseau, ni al superhombre de Nietzsche y apenas había pasado de las primeras hojas del libro de Darwin, en cuya tapa dejo consignada sus impresiones sobre el texto: dibujó a un mono… Para decirlo sin vueltas, Burroughs no era un intelectual, era apenas un storyteller que había encontrado una veta aventurera donde volcar historias impugnadas con los prejuicios de la época post victoriana como, por ejemplo, el racismo, ¿Por qué Tarzán no era negro? ¿Acaso un negro no hubiese superado la instancia simiesca? Según escribió Burroughs años más tarde: “estaba interesado en elegir un niño de una raza marcada por características hereditarias”, al que arrojó a un medio diametralmente opuesto al que estaba destinado. Su personaje salió triunfante porque, para el autor, el joven aristócrata británico estaba en condiciones de sobrevivir en un medio hostil gracias a sus “ventajas” genéticas. Lord Greystoke, tal era el nombre familiar y el título nobiliario del protagonista de esta saga, se convirtió en Tarzán -que en idioma de monos, según Burroughs, significa “piel blanca”- y gracias a esta “piel” y sus genes, en las novelas subsecuentes Tarzán/Greystoke aprende a leer solo, habla francés, cita a autores en latín y llega a pilotear un avión.

Aunque Burroughs estaba consciente de sus limitados recursos literarios y que solo “escribía para entretener”, surgieron en sus textos referencias a problemas sociales y políticos de su época. Para Burroughs los alemanes eran perversos, los negros ignorantes y supersticiosos y los árabes rapaces y viciosos. En sus novelas siempre ganan los mejores, que son los más fuertes, los más rápidos y los más inteligentes además de ser blancos y estar genéticamente predestinados a superar a los demás. Este era un típico mensaje spenceriano, aunque seguramente Edgar Rice Burroughs no conocía las hipótesis de Herbert Spencer.

Imbuido de este espíritu eugenista, Burroughs llegó a promover el exterminio de los “imbéciles” y esbozó una versión propia de la Solución Final en un ensayo llamado Veo una raza nueva, que no llegó a publicar.

Sin embargo y a pesar del mensaje subliminal, el hombre-mono supera al medio y vence a la adversidad, luchando contra fuerzas malvadas mientras continua viajando de liana en liana en medio de la selva mediática, encendiendo en sus lectores las ansias aventureras en un continente negro que Edgar Rice Burroughs jamás conoció.

 

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