Guitarras eternas

El blues, ese un dios enorme que regala notas inagotables, y el rock, ese monstruo de muchas cabezas rugiendo con diferentes sonidos y estilos, tienen la guitarra como el instrumento esencial de sus extraordinarios músicos.

Los bluseros crearon esa unión músico-guitarra y la transformaron en indestructible. Su guitarra es su novia de toda la vida, hasta nombre le ponen. Los rockeros llevaron esa unión a su propio estilo: hicieron de la guitarra su amante y su cómplice, y ya nunca se separaron. La guitarra blusera recibe afecto, lo concentra en su dueño y nos permite espiar su intimidad; la guitarra rockera recibe pasión, devuelve éxtasis y desparrama emoción.

A veces el tema supera a su creador, y distintas versiones del mismo solo de guitarra conmueven de manera diferente. “While my guitar gently weeps”, de George Harrison, es el mejor ejemplo de eso. Interpretado por Eric Clapton es limpio y directo, en la versión de Carlos Santana es cadencioso y cálido, y en manos del irreal talento de Prince, que interpreta el tema de manera diferente, adquiere una dimensión incomparable y hace que nada exista por unos minutos cada vez que lo escuchamos. “Cortez the killer”, un clásico de Neil Young, tocado por su autor es un lamento melancólico y soberbio en el que la guitarra, aún con distorsión, acompaña a la letra; el mismo tema interpretado por el impresionante Warren Hynes tiene una impronta diferente, la guitarra se aleja de la letra y un tono profundo envuelve todo, y tocado por Joe Satriani tiene un gusto rockero que sacude. Eso sí, las tres versiones son inolvidables. “All along the watchtower”, en la guitarra simple de su autor, Bob Dylan, es una cosa; tocado por Hendrix, la guitarra de Jimi eleva el tema hasta transformarlo en un temón que es mucho más que una balada, y tocado por Dave Matthews Band, aún sin guitarra eléctrica, resulta un tema-aplanadora que aplasta cabezas. Son muchos los ejemplos de temas extraordinarios que se enriquecen de manera diferente en cada versión.

Hay guitarristas que hipnotizan y dejan su impronta en todo lo que tocan. Cualquier cosa que toquen Jimi Hendrix o Joe Satriani nos hace prestar atención; exactamente lo mismo ocurre cuando Buddy Guy toca lo que sea que se le ocurra tocar. Con Stevie Ray Vaughan ocurre algo similar: no importa lo que toque, lo transformará en algo mágico y único, desde “Pride and joy” o “Texas Flood” hasta el Cumpleaños feliz, si le diera la gana. Ver y escuchar a Joe Bonamassa tocar “Blues deluxe” es comprobar que quizá no sea cierto que alguien pueda tocar así la guitarra, que quizá la realidad engañe; escuchar divagar a Larry Carlton en “Kid Charlemagne”, es asombrarse sin saber para dónde se le ocurrirá ir dentro de un par de acordes.

La estructura del blues permite expresar lo que estos genios tienen dentro; ese ir y venir a su antojo entre las notas inmortales que salieron de los dedos y de las guitarras de Robert Johnson y Muddy Waters y que heredaron el gran B.B.King y otros prodigios, desde Albert King, John Lee Hooker o Albert Collins hasta la gran Bonnie Raitt o la impresionante Joanna Connor. Monstruos del blues, intérpretes sabios que exceden lo que tocan justamente por eso: porque no importa lo que toquen, la magia de cada uno les da una entidad especial.

Otras veces, más en el rock que en el blues, la conjunción del tema y el guitarrista es tan insuperable que uno no los imagina separados. ¿Quién no se ha conmovido hasta las lágrimas escuchando el segundo solo de David Gilmour en “Comfortably numb”? Porque el primero es buenísimo, pero el segundo es sublime y supera al tema en sí (lo que ya es decir); la emoción sonora, la duración de cada nota, la progresión fatalista que nos lleva hasta el grave final como inevitable destino al que uno quiere subirse una y otra vez, porque cada vez nos conmueve de manera diferente.

¿Cómo no emocionarse hasta lo incomprensible al escuchar a Andrew Latimer hacer gemir su guitarra en “Ice”? Esos diez minutos de magia emotiva, de pena expresada en agudos y trinos incomparables que erizan la piel de principio a fin. ¿Quién imagina el fraseo de “Heartbreaker” en otra guitarra que no sea la de Jimmy Page? Todos hemos soñado con tocar alguna vez esas notas mágicas, pero sabemos que le pertenecen. ¿Quién si no Mark Knopfler puede tocar “Sultans of swing”? El sonido de esa guitarra es exclusivo para ese tema, es un idioma propio que le cabe solo a él. Dos acordes y ya sabemos que es “Gimme shelter”, y que no puede ser otro que Keith Richards. No se concibe imaginar ese genial tema, quizá el mejor de los Stones, sin él. Exactamente lo mismo pasa con los solos de Don Felder y Joe Walsh en “Hotel California” de Eagles o de Brian May en “Bohemian Rhapsody”.

Y están los guitarristas inconfundibles, los que tienen un sonido propio, que llevan los temas por su propio camino. Cuando Eric Clapton toca “Layla”, “Crossroads” o “While my guitar…”, temas que tienen muchas versiones, uno se da cuenta enseguida que se trata de él. Lo mismo ocurre con Carlos Santana; el sonido Santana es único e inconfundible. Hasta un tema-Hendrix puro como “Little wing”, tocado por Santana “es” Santana. Hay que ser un genio para imponer su propio estilo en un clásico consagrado. El sonido de Eddie Van Halen también es único, también impone condiciones. “Eruption” es un solo de culto que es imposible tararear en la mente, y su solo de guitarra en “Beat it” puede opacar en el escenario al mismísimo Michael Jackson. Andrew Latimer hace llorar a su guitarra como ningún otro; sus largos solos tristes no tienen igual y su sonido es inconfundible, pero después uno escucha “Lady Fantasy” y resulta que también es él, la guitarra menciona su nombre en cada nota.

Y están los especiales: el genial Frank Zappa (quién si no) y su inclasificable solo en “Cosmik debris”, o el gran Tony Iommi, guitarrista zurdo, fundador de Black Sabbath, que perdió en un accidente las puntas de dos dedos de su mano derecha y con prótesis de goma y disminuyendo la tensión de las cuerdas de su guitarra creó riffs inolvidables y un sonido que terminó siendo el heavy metal más puro. Son imposibles de imitar; rompieron el molde y punto.

Hay inicios de temas que anticipan emoción segura: los inconfundibles comienzos de “Limelight” en la guitarra de Alex Lifeson, de “Sweet child of mine” en la de Slash, de “Back in black” en la de Angus Young, o de “Smoke on the water” en la de Ritchie Blackmore o Steve Morse son ejemplos de riffs inovidables; apenas escuchamos los primeros acordes de “Roundabout” en la guitarra de Steve Howe ya nos preparamos para disfrutar lo que vendrá, aunque la sepamos de memoria; y las primeras notas de “Shine on you crazy diamond” ya auguran un viaje musical inolvidable.

¿Y los guitarristas creadores de climas? Nadie puede igualar el agobio y la tensión que nacen de la guitarra de Steve Hackett en “Shadow of hierophant”, en un crescendo lento y severo que se siente hasta en las pestañas; ni dejar de admirarse con “Los Endos”, un espectro musical único de emoción y dureza, con notas que nunca se unen, como si fueran puntos suspensivos que llevan a una gloria final. O el clima que logra Gary Moore en “Parisienne walkways”, un camino de cornisa ascendente que obliga a no prestar atención a ninguna otra cosa, o el lenguaje musical intimista de Steve Rothery en “Sugar mice”.

¿Y los solos que derriban paredes con notas? Como “Highway star”, un tema-aplanadora en el que Ritchie Blackmore, su creador, va y viene por el diapasón con una precisión imposible y sonando como una orquesta festiva y atroz a la vez. O como esos solos tan furiosos como elaborados que ese trío incomparable de guitarristas (Janick Gears, Dave Murray y Adrian Smith) desatan en forma desaforada hasta la última semifusa en cada tema de Iron Maiden… O los de Walter Giardino, los de Luca Turilli con Rhapsody o los de la impactante Nita Strauss, que deja pasmado al mismísimo Alice Cooper en el escenario…

Hay solos que hacen lo que quieren con quien los escucha: Allen Collins tocando “Free Bird” lo logra sin piedad: el corazón se acelera y uno se da cuenta cuando ya se aceleró y ya se sale del pecho porque no quiere que termine, pero justo ahí termina; el descomunal “Concerto” de Marty Friedman y Jason Becker, que corta la respiración; el solo de Randy Rhodes en “Crazy train”, Ana Popovic pasando del blues al rock en un par de minutos sin que nos demos cuenta de lo difícil que es transformar lo bueno en mejor, el fantástico Alvin Lee en “Little school girl” o en cualquiera de esos temas imposibles en los que deja exhausta a su guitarra…

Finalmente, hay guitarristas que no importa lo que toquen (clásico, country, hard rock, lo que sea), lo hacen con un virtuosismo que supera, a veces, hasta la misma composición. Escuchar a Pappo pasear por la guitarra es saber que cualquier tema simple será llevado a algo bello, interesante, conmovedor… o las tres cosas, seguramente. Ver (y escuchar, por supuesto) a Yngwie Malmsteen tocar “Black Star” o su “Concierto para guitarra y orquesta”, o cualquier cosa, bah, es como escuchar a un orquesta de un solo músico tocando muchos instrumentos en uno solo: la guitarra. “Summer song”, en la guitarra única de Joe Satriani, es como una película con partes dramáticas, festivas, amigables, complejas; es ver a un guitarrista feroz con el talento de quien posee más de diez dedos. Lo mismo pasa cuando Steve Vai toca el clásico “For the love of God”, un drama que excede el sonido, una imagen sonora única, una experiencia que el tiempo no puede diluir.

No es fácil describir la música con palabras; es muy difícil evitar todos esos clichés que conllevan la certeza de lo obvio. El rock golpea desde afuera y arrebata, sacude nuestra cabeza hacia adelante y el cerebro dentro de ella, acelera el corazón; el blues empuja la piel desde adentro, inclina nuestra cabeza hacia atrás, nos lleva hacia lugares que no existen.

Rock y blues, blues y rock: juntos son dinamita.

Y la mecha… es la guitarra.

 

 

 

https://www.youtube.com/watch?v=BS6iQDNH9o4

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