Figura indispensable en la historia de la Gastronomía en la Argentina, cocinero elegido para la velada en el marco de la visita de Theodore Roosevelt al país, aclamado en un teatro en una clase magistral que debió extenderse varios días por el fenómeno generado. Antonio Gonzaga fue el primer “influencer” de la cocina, si se permite usar ese término. Fue un “distinto” que comenzó como cocinero en 1891. Pero este relato comienza antes.
En 1773, el cusqueño Calixto Bustamante Carlos Inca publica el libro Lazarillo de ciegos caminantes, en el que detalla su viaje en mula desde Buenos Aires a Lima, un compendio de chismes, diálogos y anécdotas donde por momentos explica con minuciosidad la Argentina de esa época. Así, en uno de sus pasajes, afirma: “A las orillas del río Cuarto hay hombre que no teniendo con qué comprar unas polainas y calzones mata todos los días una vaca o novillo para mantener de siete a ocho personas, principalmente si es tiempo de lluvias. Sin hacer caso más que de los cuatro cuartos, y tal vez del pellejo y lengua, cuelgan cada uno en los cuatro ángulos del corral, que regularmente se compone de cuatro troncos fuertes de aquel inmortal guarango. De ellos corta cada individuo el trozo necesario para desayunarse, y queda el resto colgado y expuesto a la lluvia, caranchos y multitud de moscones. A las cuatro de la tarde ya aquella buena familia encuentra aquella carne roída y con algunos gusanos, y les es preciso descarnarla bien para aprovecharse de la que está cerca de los huesos, que con ellos arriman a sus grandes fuegos y aprovechan los caracúes, y al siguiente día se ejecuta la misma tragedia, que se representa de enero a enero”.
Más adelante el libro también detalla que en otros lugares por los que pasó también puede llegar a comerse el matambre o la picana, detallando que “la asan mal y medio cruda se la comen, sin más aderezo que un poco de sal”. Es que en esa época a nadie se le ocurriría comer las achuras, eso quedaba a un costado para los animales directamente. La elite, sin embargo, rara vez consumía carne, eso quedaba para las servidumbres.
Pablo Cirio, antropólogo y Director de la Cátedra Libre de Estudios Afroargentinos y Afrolatinoamericanos de la Universidad de La Plata, detalla que “la Argentina, desde la época colonial, fue cómplice y partícipe del comercio de africanos esclavizados, vale decir durante 350 años (hasta 1853 en las provincias, excepto Buenos Aires, en 1861, cuando se abolió la esclavitud), buena parte de nuestra riqueza material, cultural y espiritual es fruto de ese comercio. Estos esclavos realizaban todas las actividades posibles para que la blancocracia pudiera dedicarse al ejercicio del poder (los hombres) y el ocio (las mujeres), desde cocinar, lavar, cortar leña, conducir carruajes, hasta amamantar a los hijos de sus amos y alegrar las tertulias tocando música de salón”.
“No podemos analizar la popularidad de los cocineros de hace cien o más años con una mirada actual”, comienza su relato Manuel Corral Vide, chef, escritor y periodista. “El oficio de cocinero en esa época estaba mal visto, era propio de sirvientes, las cocinas se construían en los sótanos aún en las grandes residencias y en los grandes hoteles, con mala ventilación, lejos de las miradas de los comensales. Era costumbre, por otra parte, en el 1800, enviar a los esclavos para que aprendieran a cocinar. Mariquita Sánchez relata en detalle cómo las señoras enviaban a sus esclavos a la casa de Monseñor Ramón, un francés afincado aquí, para que en un par de años aprendieran a cocinar platos franceses o elaborados. En ese contexto, un afrodescendiente que se convirtiera en cocinero no era de extrañar, tampoco que fuera empleado del Congreso Nacional, donde muchos porteros y ordenanzas eran de raza negra”.
Cirio rememora que “Antonio Gonzaga fue el tercero de cuatro cocineros varones de esa familia, pues su bisabuelo -de nombre desconocido-, correntino, fue célebre en su época, él aprendió de Luis Tomás, su padre, y su hijo, Horacio Luis, siguió también la gastronomía, desempeñándose los últimos 30 años de su vida en Mar del Plata donde se radicó, trabajando en hoteles de primera categoría y siendo chef del programa Almorzando con Mirtha Legrand, en algunas temporadas que ella transmitía desde allí”.
Gonzaga comenzó como cocinero en 1891, y más allá de su color de piel y el hecho de ser “enviado” a la cocina, él tenía más, mucho más para aportar. De su vida en conventillos conoció las típicas preparaciones gauchescas, y su forma de presentarlas en el ámbito porteño fue una de las señales distintivas de su estilo de cocina.
Corral Vide recuerda que “a comienzos del Siglo XX la cocina argentina sigue teniendo una base hispana, con el puchero como plato emblemático. De hecho, Gonzaga comenzó a ser popular en los salones porteños por su puchero carnicero, con abundancia de cortes de carne vacuna en detrimento del cerdo, común en la olla española. Las comidas predilectas de los criollos en el territorio argentino ya desde principios del Siglo XIX eran por ejemplo la sopa de arroz, de fideos, el asado al horno, matambre, puchero, diversos guisos, albóndigas, estofados, zapallitos rellenos. En un recetario manuscrito por María Varela de Beccar de 1881 que se conoció hace algunos años todavía prevalecían las recetas hispanas que se mantienen a principios del Siglo XX. La elite, sin embargo, se inclinaba por platos de la cocina francesa”. Pero el “Negro” logró que se masificaran esas “menudencias”.
“Popularizó la riñonada (horneada con vino), la criadilla, el chorizo (que él mismo elaboraba), y las achuras, que llevó de las mesas rurales a las más distinguidas, y la carbonada”, continúa Corral Vide, “incluso fue cocinero de los grandes hoteles y hasta del Congreso Nacional. Cuando el ya por entonces ex presidente Theodore Roosevelt visitó la Argentina en 1913, el menú que degusta en el Jockey Club estaba preparado por Gonzaga”.
En El palabrista. Borges visto y oído, Esteban Peicovich reproduce uno de los recuerdos de un joven Jorge Luis: “Me acuerdo del reto que me dio mi padre el día que le conté que había estado en el mercado del Abasto y había comido chinchulines y parrillada. Me dijo ‘¿Pero no te da vergüenza a vos? ¡Un criollo comiendo esas cosas! Esas cosas se reservan para los mendigos y los negros. Ningún señor come esas cosas’. La verdad es que son inmundas, son las vísceras de los animales, la parte más innoble”.