“Resolvámonos a combatir a estos malvados que han puesto en confusión nuestra tierra. Persigamos a muerte al impío, al ladrón, al homicida y, sobre todo, al pérfido que tenga la osadía de burlarse de nuestra buena fe. Que de esa raza de monstruos no quede uno entre nosotros y que su persecución sea tan tenaz y vigorosa que sirva de terror y espanto a los que puedan venir en adelante”, decía Juan Manuel de Rosas.
Dos años después de pronunciada esta frase, al poco tiempo de asumir el gobierno con la suma del poder público dada la conflictiva situación que atravesaban las provincias por la muerte de Quiroga, el Restaurador de las leyes hizo honor a su nombre y expuso los cuerpos de los culpables de magnicidio.
Que Santos Pérez había sido el cabecilla de la partida asesina, no caben dudas. Él había sido el brazo ejecutor de la muerte de Quiroga con un certero disparo en la cabeza. De él había partido la orden de ejecutar a los que sobrevivieron, aun a los niños que acompañaban la comitiva. Ningún testigo debía vivir para contar el crimen de Barranca Yaco.
Era un secreto a voces que los hermanos Reynafé querrían vengar viejas afrentas y a tal final habían encomendado la tarea a un hombre de confianza, el capitán Santos Pérez. Quiroga conocía estos rumores. El mismo gobernador Ibarra se lo había comentado, pero no iba a dudar ante las amenazas. Quiroga no le tenía a la muerte que tantas veces había enfrentado. Iba en coche hacía ella, con sus huesos ateridos por la artritis…
La duda, la gran duda, es quién estaba atrás del crimen. ¿Era acaso el mismo Rosas el instigador, como exclama en sus momentos finales Santos Pérez? Si hubo una persona que se benefició con la muerte de Quiroga, ese fue Rosas, quien en dos meses logró ser ungido con el poder absoluto. ¿O la orden habría partido de Estanislao López? El caudillo santafesino no se llevaba con el Tigre, a punto de darle para largas en la devolución del famoso Moro de Quiroga, el caballo con quien “hablaba” antes de las batallas. De allí que Facundo se refería a López como “el gaucho ladrón de caballos”.
La consigna popular era que los “salvajes” unitarios habían tentado a los hombres fuertes de Córdoba y puesto precio a su rencor. Nadie se atribuyó la instigación ni sé promovió como el asesino de Quiroga .
Lo único cierto es que Facundo había muerto y el país se había convulsionado al punto de que, en medio de este revuelo, Estanislao López le entregó a Rosas su prisionero más preciado, al Manco Paz.
El mundo es chico y revuelto; el jefe de la partida que había capturado a Paz con esa certera boleada, no había sido otro que Santos Pérez. Una vez cumplida la terrible tarea Santos Pérez se escondió, pero fue traicionado por Rosa Yofre, su amante quien le escondió las armas cuando una partida del gobierno “encontró” al hombre más buscado del país…
Los Reynafé lo tranquilizaron, le dijeron que Rosas y López querían la muerte de Quiroga porque éste había empezado a hablar de Constitución y arreglar al país con un “cuadernito”. Hombres así eran peligrosos…
Todo estaba arreglado y no tenía nada que temer. Los hombres de Córdoba le dieron a entender a Santos Pérez que solo era un trámite, un aspaviento para calmar al populacho… Si eso creían los Reynafé, algo estaba fuera de sus cálculos porque en menos de tres años perdieron el poder, su fortuna y la vida.
“Muerte de mala muerte se lo llevó al riojano y una de puñaladas lo mentó a Juan Manuel”, recuerda Borges en su poema a la muerte de Quiroga. La verdad es que, como en tantas muertes argentinas, nunca se sabrá de quién es la mano que manejó los piolines tras bambalinas.