El reparto del “Nuevo Mundo” no había dejado satisfechos a los países europeos que no fueron incluidos, que comenzaron a dar “patente de corso” a muchos piratas para que se convirtieran en corsarios a su servicio y robaran en alta mar las riquezas que trasladaban los españoles a casa desde el continente recién descubierto.
La patente de corso era un documento entregado por las autoridades de un país o de un territorio autónomo, que otorgaba al propietario de un navío “permiso de la autoridad” para atacar barcos y poblaciones de naciones enemigas. De alguna forma era como si el propietario del barco se convirtiera en parte de las fuerzas navales del país que otorgaba esa patente. Al principio fueron corsarios franceses e ingleses los que sacaron su tajada, proporcionando la parte correspondiente a sus respectivas coronas, pero con el tiempo se sumaron toda clase de delincuentes y marginados que invadieron el Caribe, incluso españoles (de alguna manera, España tenía que recuperar lo que le robaban).
Las patentes de corso eran convenientes y aprovechadas por los países por varias razones: les permitía disponer de una “armada” sin necesidad de invertir en la construcción de barcos, reclutamiento de tripulación, armamento, etc; les daba derecho a quedarse con parte de los beneficios obtenidos, y les daba una excusa para hacerse los zonzos ante esos actos de piratería que les reportaban beneficios (“nosotros no tenemos nada que ver, es cosa de estos bandidos…”). A los corsarios se sumaron los bucaneros (originalmente proveedores de carne ahumada a los barcos) y filibusteros (piratas que trabajaban por cuenta propia en vez de a sueldo de su país), así que ya estaban todos viendo cómo pescar en río (mar) revuelto.
A principios del siglo XVII las aguas caribeñas estaban llenas de piratas. En 1620, aprovechando un período de paz que le permitía disponer algo más libremente de sus fuerzas navales, España envió barcos a la costa oriental de La Española (Santo Domingo), que era el centro de la piratería del Caribe, y desalojó a muchos piratas. Cientos de ellos murieron y muchos otros escaparon en dirección noroeste, donde encontraron un refugio natural: la Isla de la Tortuga, una isla de 180 km cuadrados ubicada al noroeste Haití, descubierta por Colón en su primer viaje y bautizada así por la forma de una de sus montañas. La isla era de difícil acceso, por lo que constituía un buen sitio donde esconderse; es más, ya había bucaneros instalados allí traficando con tabaco y cuero.
Siendo tantos en tan limitado espacio, había que organizarse para poder convivir y eventualmente defenderse de alguna agresión española. Así fue cómo nació la “Cofradía de los Hermanos de la Costa”, un título bastante inocente para una sociedad que sería la entidad madre de los piratas, corsarios y bucaneros. La isla de la Tortuga se convertiría así en el refugio y la base de operaciones de la piratería que asoló el Caribe durante el siglo XVII, la primera “época dorada” de la piratería.
Esta peculiar hermandad pirata tenía un gobernador y un consejo de ancianos que ejercían el gobierno. Las autoridades francesas de la isla de Santo Domingo los dejaban hacer y miraban para otro lado, porque las actividades de los piratas estimulaban la precaria economía de la isla (el viejo y conocido “roban pero hacen”).
La cofradía tenía un conjunto de normas que todos respetaban, un verdadero “código de piratería”. Su primera ley excluía cualquier prejuicio por nacionalidad, raza o religión; todos eran considerados “hermanos”. La segunda ley prohibía la propiedad privada inmobiliaria, ya que la isla se consideraba comunitaria. La tercera garantizaba la libertad individual, sin impuestos ni castigos salvo que se afectara el interés común, así que las diferencias deberían arreglarlas los interesados entre sí. No era obligatorio enrolarse en ningún barco y se podía dejar la cofradía cuando se quisiera. La cuarta excluía a las mujeres, como forma de evitar conflictos; esto no afectaba a las esclavas, pero no podía haber mujeres blancas libres. Fueron excepción las británicas Anne Bonny y Mary Read. Ambas se unieron a Calico Jack, la primera como amante y la segunda, al ser apresado su barco por el pirata. Mary había sido soldado y se hacía pasar por Mark Read hasta que fue descubierta, pero Anne no necesitaba vestirse de hombre y era muy respetada por su agresividad y violencia. Ambas fueron encarceladas cuando la banda fue capturada, y se les perdonó la vida por estar embarazadas. También se estipulaban detalladas indemnizaciones para heridos o tullidos o mutilados en combate, lo que era muy frecuente (la clásica figura del pirata tiene una pata de palo y un garfio).
Había otras normas para la vida en el barco, como el reparto del botín por méritos y jerarquía, la prohibición de apostar dinero en los juegos de naipes, la obligación de mantener las armas en buen estado y el aporte personal de dinero a un fondo común.
El cumplimiento de las reglas era vigilado por el consejo de ancianos, que también se encargaba de admitir o rechazar a los nuevos miembros, a quienes se llamaba “matelots” (marineros), que debían pasar un tiempo a prueba como criados (más de un año), siendo evaluados por el consejo.
A fines del siglo XVII los piratas comenzaron a utilizar emblemas para identificarse cuando se acercaban a su presa; buscaban causar pánico y obtener una rendición sin combatir. Los símbolos utilizados, la calavera con dos tibias cruzadas sobre un fondo negro, hacían referencia a la muerte y eran claramente reconocibles. Esa bandera pirata tradicional, conocida como “Jolly Roger”, fue la más usada, pero había variaciones como la que tenía espadas en vez de huesos, y Barbanegra usaba una con un esqueleto con un reloj de arena en una mano y una lanza en la otra.
En el abordaje se decidía la suerte final de toda batalla. Temerarios y crueles, era a todo o nada. Casi todas sus ganancias las gastaban en mujeres o bebidas. El alcohol anestesiaba las conciencias y ayudaba a soportar heridas y enfermedades; bebían sobre todo ron, pero también cognac, ginebra, cerveza o vino, producto de los robos a otros barcos o en tierra. Aparte del oro, las pistolas eran el objeto más codiciado, por su valor en el combate cuerpo a cuerpo. Barbanegra llegó a llevar ocho, colocadas en sendas fundas cruzadas sobre el pecho.
En contra de lo que se dice, los piratas no solían enterrar sus tesoros. Lo habitual era gastarse todo lo que saqueaban. Los corsarios, desde luego, apartaban primero lo que correspondía a quien les otorgaba la patente. Antes de zarpar se establecía el botín que correspondía a cada cual; había premios para los primeros en avistar una presa o en pisar el barco abordado y duros castigos para aquellos que se apropiaban de una parte del botín mayor a lo que correspondía: se los condenaba a la horca o se los abandonaba en un islote desierto. De hecho, la mayoría de los piratas terminaban en la horca, muertos en pelea o ahogados. Los ingleses y holandeses practicarban además una pena especialmente cruel: pasar por la quilla (“keelhauling”). Se pasaba un cabo por debajo del barco y se ataba al condenado al casco, que solía estar lleno de moluscos y clavos que desgarraban el cuerpo del condenado.
Como suele ocurrir, con el tiempo se fue relajando el cumplimiento de las leyes; por ejemplo, la prohibición de violar a las rehenes (establecida para no entorpecer las negociaciones sobre su rescate), terminaría no cumpliéndose casi nunca. En ese mismo sentido, no tardaron en asentarse en Tortuga prostitutas blancas que se sumaron a las únicas permitidas, negras y mulatas. Abundaban los duelos y peleas, por lo que en la práctica lo único que se buscaba era evitar que los altercados degenerasen en batallas campales.
En el gobierno de la Cofradía de los Hermanos de la Costa alternaban el dominio los franceses y los ingleses. Cuando la población pirata aumentaba mucho, los gobernadores de La Española mandaban barcos a exterminar piratas, cosa que lograban parcialmente ya que los piratas, luego de huir o esconderse, siempre volvían. Así fue hasta que España envió una importante flota al mando de Gabriel de Rojas y Figueroa que, tras una auténtica batalla, aplastó a los desordenados enemigos y dejó una guarnición de ciento cincuenta efectivos permanentes, por lo cual los piratas tuvieron que dejar la isla, a pesar de sus intentos por recuperarla.
Parecía el fin de la Cofradía, pero la conquista de Jamaica por los ingleses cambió de nuevo la situación: Santo Domingo, amenazada, necesitaba todas las fuerzas disponibles; por tanto, la guarnición española de Isla Tortuga tuvo que ir a defender Santo Domingo y en menos de seis meses ya estaban los piratas en Isla Tortuga otra vez. Ahora los piratas tenían dos bases de operaciones: la tradicional de la Isla Tortuga y la capital de Jamaica, Port Royal, que comenzaría a funcionar como nueva “capital pirata”. Allí, los sucesivos gobernadores concedían patentes de corso y ellos mismos actuaban en alianza con los piratas, que estaban en su salsa.
Muchos de los capitanes piratas de aquellos años alcanzaron fama y algunos hasta honores, siendo el primero en destacarse Francis Drake, que fue un noble y un forajido a la vez. Tras navegar por todo el mundo y derrotar a la Armada española en 1588 se dedicó a la piratería y al comercio de esclavos en el Caribe. Sus saqueos culminaron con algunas de las recompensas más ricas en la historia de la piratería. Ah! Fue nombrado caballero, sir Francis.
Henry Morgan fue parte de la flota inglesa que conquistó Jamaica en 1655. Gobernó los mares del Caribe primero como corsario y más tarde como pirata, causando estragos en las colonias españolas. De estrecho contacto con el gobierno inglés, a pesar de recibir órdenes expresas de combatir la piratería (ja), lo que hacía era practicarla sin ningún recato. Su asalto a Panamá en 1671 fue la gota que colmó el vaso y fue trasladado a Inglaterra para ser procesado junto con Thomas Modyfort, gobernador de Jamaica y socio de Morgan. El juicio fue una farsa porque salieron indemnes, por lo que Morgan sería uno de los poquísimos piratas que morirían en su cama, rodeado de riquezas e incluso nombrado caballero.
Otro destacado pirata de esa época fue François L’Olonnais, un bucanero francés (mezcla de corsario apañado y free-lance) con una reputación de excesiva crueldad. L’Olonnais cortaba a sus víctimas poco a poco o les ataba una cuerda en el cuello que iba apretando lentamente, y la leyenda dice que una vez le arrancó el corazón a un traidor y le dio un par de mordiscos. Un tierno, François.
De esa misma época es Thomas Tew, pirata y corsario británico, uno de los más temidos y sanguinarios. El gobernador de Bermudas le pidió que atacara a todos los barcos y colonias francesas que encontrara a lo largo de la costa africana (parece que eran competencia en el tráfico de esclavos), así que su campo de acción principal no estuvo en el Caribe. También hay que mencionar a los hermanos Barbarroja, Hizir y Aruj, corsarios turcos que atacaban las ciudades costeras y eran temidos en todo el Mediterráneo.
En 1697, por el Tratado de Ryswick, España cedió a los franceses la mitad occidental de Santo Domingo (el futuro Haití). La Isla de la Tortuga fue abandonada definitivamente y los piratas se dispersaron. Algunos corsarios y piratas ingleses se quedaron en el Caribe, pero otros decidieron probar suerte en otras aguas y se fueron al océano Pacífico; la Cofradía de los Hermanos de la Costa había llegado a su fin.
Sin embargo, los piratas aún se mantendrían en actividad: en el primer cuarto del siglo XVIII resurgieron en una segunda “época dorada” de la piratería, fundando una auténtica república en Nassau (Bahamas), en la que se destacaron muchos piratas famosos:
Edward Teach, alias Barbanegra, uno de los piratas más crueles, que fue marinero de la Royal Navy y luego corsario de Gran Bretaña hasta pasar finalmente a la piratería. Fue feroz e impiadoso, tanto en su aspecto atemorizante como en su salvajismo al capturar y saquear barcos.
Samuel Bellamy, alias Black Sam, murió antes de los treinta años de edad pero fue un pirata muy reconocido, siendo su actuación más destacada el asalto al Whydah Gally, un barco de esclavos lleno de una gran fortuna de oro, plata y otros bienes. Otro famosísimo pirata fue William Kidd, apodado por algunos como “el peor pirata de la historia”. Tuvo la mala suerte de que, siendo corsario, la ley británica cambió en 1701 y pasó a ser considerado pirata. Así, los mismos que invertían en él como corsario lo condenaron a la horca. La primera cuerda se rompió, así que lo colgaron por segunda vez. Mala suerte, Kidd.
Bartholomew Roberts, también conocido como John Roberts, fue un pirata más que productivo: más de cuatrocientos saqueos, tanto en el Caribe como en la costa africana. Nunca dejaba a nadie con vida en sus saqueos. Jack Rackham, alias Calico Jack, fue un pirata seductor que fue capturado en Jamaica, ahorcado y bañado en alquitrán, con propósito de ser mostrado como una advertencia. Tuvo una estrecha relación con la mencionada Anne Bonny, la mujer pirata más famosa de la historia, hija natural de un abogado irlandés, de presencia amenazante y extremadamente agresiva. Stede Bonnet fue un pirata nacido en Barbados, conocido como “el pirata caballero”; a pesar de ser de una familia adinerada se dedicó a la piratería. En Gran Bretaña lo tenían por corsario pero era pirata, y saqueaba y quemaba barcos españoles. Edward England, también conocido como Edward Seegar, era oficial en un barco asaltado por piratas; como cautivo, se ganó la confianza de la tripulación y se convirtió en uno de ellos. Navegó y saqueó barcos por los mares del Caribe y de África, se trasladó a Madagascar y desde allí se dedicó a saquear barcos holandeses.
Un caso especial es el de Jean Lafitte, un vasco francés hijo y nieto de marinos; corsario, pirata, traficante de esclavos y espía al mejor postor, que instaló su propio “reino”, al que llamó Barataria, en las ciénagas de New Orleans. Con su hermano Pierre como lugarteniente, su apoyo fue decisivo para ganar la batalla de New Orleans en 1812, luchando con su gente a las órdenes del general Andrew Jackson, luego presidente de los EEUU.
Cuando España puso fin al monopolio comercial y los otros estados europeos vieron en ello la oportunidad de establecer lazos comerciales con las localidades españolas de ultramar, comenzó la declinación de la actividad de los piratas, ya que perdían la estratégica utilidad que tenían hasta entonces y pasaban a ser un obstáculo a sus economías. Al ir finalizando las disputas marítimas entre los países europeos, los piratas iban dejando de ser “útiles”. Los piratas, que necesitaban aprovisionarse y lo hacían en los puertos cuyos países les daban patentes de corsarios o bien los “utilizaban” indirectamente, ya no encontraban puertos “amigables”.
Las ciudades costeras se fortificaron y el acceso de los piratas a las mismas se hizo casi imposible; además, las embarcaciones de las armadas se modernizaron, mientras que los barcos piratas se fueron quedando obsoletos y no podían sostener enfrentamientos con fuerzas navales organizadas. A partir del tratado de Utretch, a principios del siglo XVIII, los piratas fueron perseguidos y combatidos por los mismos países que antes, de alguna manera, hacían la vista gorda a sus crímenes. Poco a poco, los piratas (los que robaban en el Caribe) fueron capturados y la mayoría terminó en la horca.