Phineas T. Barnum y sus lecciones de economía

A Phineas T. Barnum le tocó vivir uno de los momentos más tumultuosos de la historia de la humanidad, el siglo XIX, un siglo de confrontaciones culturales, científicas e intelectuales. A lo largo de esos años por primera vez se discutió sobre el origen del hombre, más allá de las limitaciones que imponía la religión. El proceso científico sentó las bases al desarrollo alucinante del siglo XX con su revolución industrial, los avances médicos, la búsqueda de nuevas estéticas y el crecimiento descomunal de la población, fenómeno particularmente explosivo en América. Cuando Barnum llegó a este mundo en 1810, los Estados Unidos sólo contaban con 7 millones de habitantes, que se convirtieron en 27 millones para cuando Barnum entregó su alma al Creador (en caso de que el Creador se haya dignado recibirla).

Barnum fue un hombre de la modernidad que supo aprovechar los progresos de su tiempo en beneficio propio, como sostenía P.T. Hall, su biógrafo. «El fue la primera persona en comprender al mundo moderno y en aprender a usarlo». En el proceso se ganó la admiración de algunos y el desprecio de muchos. Para estos últimos fue un demagogo, un charlatán y un estafador; para sus admiradores fue un benefactor de la humanidad y un empresario exitoso, además de un altruista.

You can not argue with success (no puedes rebatir el éxito) se suele decir, aunque las causas del éxito no sean de nuestro agrado.

En su autobiografía, publicada en 1855, Barnum retrata a la sociedad en la que le tocó vivir como un mundo de tramposos y amorales que esconden su escaces de escrúpulos bajo un manto de piadosa hipocresía. «Todo es válido para vencer en la vida», sostenía Barnum, y estaba convencido que todos hacían trampa para ganar. Él no fue una excepción a esta regla y quizás podamos afirmar que fue su ejemplo más sobresaliente. A su entender, la única diferencia con los demás, era que él cometía las mismas faltas con conocimiento de causa y sin pruritos morales. Pudo ser Barnum un mentiroso, pero de seguro no fue un hipócrita.

A la muerte de su padre, Barnum sólo contaba quince años y debió hacerse cargo del negocio familiar. Nuestro hombre sostenía que el comercio eran la escuela perfecta para estudiar al alma humana, donde «cada uno esperaba ser engañado por los demás a su debido tiempo». De esta forma, Barnum se convirtió en un especialista en engañar a sus congéneres. Para cultivar este don con éxito, supo combinar el sensacionalismo cortaplacista con una aguda cosmovisión del mundo, que le permitía adivinar la dirección hacia donde se encaminaba la sociedad.

Después de sus inicios en el comercio, el primer emprendimiento exitoso de Barnum fue como agente de lotería, actividad en la que comprendió el verdadero poder de la prensa y las extensas posibilidades de la publicidad como vendedora de ilusiones.

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Cuando un periódico local se resistió a publicar una de sus cartas contra el sectarismo religioso, que en su opinión invadía Connecticut –su estado natal–, Barnum fundó su propio diario: The Herald of Freedom. Durante los tres años que fue editor, sufrió varias condenas por difamación que Barnum atribuyó a “su vehemencia juvenil”. En una de estas oportunidades fue sentenciado a pasar sesenta días en prisión, circunstancia que él se encargó de convertir en un asunto político. Cuando salió de la cárcel (cuya celda había sido acomodada con todos los lujos para hacer su reclusión más tolerable), lo esperaba una banda de música y un grupo de seguidores preparados para la ocasión, que lo acompañaron a una cena de bienvenida en un carruaje conducido por seis caballos, mientras la gente lo aclamaba por la calle como a un general victorioso. En la oportunidad, entre discursos encendidos por los efluvios del champagne, Barnum fue consagrado como un mártir de la libertad y un paladín de los derechos del hombre. En una editorial inmodesta del Herald, su editor, (léase Barnum), no dudó en describirse como «un valiente abogado de la verdad, centinela de la libertad y terror de los tiranos».

Durante su gestión como periodista comprendió las ventajas de la inversión a gran escala, el poder de la publicidad masiva y el beneficio de identificarse con las causas patrióticas y populares en una atmósfera de alegría carnavalesca. De esta forma podía manipular los medios para superar los escándalos o, en su defecto, usarlos en propio beneficio.

Confiado en lo que había aprendido y seguro de sí, a pesar de contar sólo 25 años, Barnum se trasladó a New York, donde montó su primer espectáculo, al que llamó en su autobiografía «el menos enaltecedor de mis emprendimientos». Había llegado a sus oídos que una esclava llamada Joice Heth decía ser la nodriza de George Washington. Era ésta una afirmación temeraria, porque el padre de la patria había abandonado la lactancia hacia más de ciento cuarenta años y la señora en cuestión afirmaba andar por los ciento setenta y un años de edad. A pesar de estas inconsitencias, Barnum contrató a Joice Heth por mil dólares semanales, y miles de espectadores se entretuvieron escuchando las anécdotas de la infancia de Washington, con relatos sobre la larga vida de Joice como esclava, mechadas con particulares elucubraciones religiosas de la buena señora. De esta forma Joyce administraba una generosa dosis de patriotismo y beatitud, elementos indispensables, según Barnum, para el éxito de cualquier espectáculo popular. Cuando el interés de los neoyorquinos comenzó a declinar, Barnum se llevó a la esclava de gira por Nueva Inglaterra. Para evitar enfrentamientos con los abolicionistas[1], mayoría en esa parte del país, ocultó el hecho de que Heth fuera aún esclava e hizo publicar en un diario que lo recaudado durante el espectáculo estaba destinado a comprar la libertad de los nietos de la nodriza de George Washington. Todo era una buena excusa para promocionar a la Señora Heth. Por ejemplo, mientras que en Boston se exhibía con éxito un espectáculo de autómatas presentado por Johann Maelzel, Barnum difundió el rumor de que Joice Heth en realidad no era una esclava de carne y hueso, sino una elaborada máquina de «goma arábiga y rulemanes operada por un ventrílocuo». De esta forma atrajo a varios de los espectadores que ya habían presenciado el espectáculo para comprobar si realmente habían sido engañados por esta autómata centenaria.

Heth murió al año siguiente y al realizarse la autopsia se descubrió que la dama en cuestión a lo sumo tenía 80 años. Los resultados de la necropsia fueron publicados en el New York Sun. Inmediatamente todos señalaron a Barnum con dedos acusadores. Un nuevo escándalo se cernía sobre el empresario. Pero la adversidad estimulaba el ingenio de Barnum, quien sin perder tiempo envió a uno de sus secuaces a contarle a James Bennett, editor del New York Herald, que en realidad Joice Heth estaba vivita y coleando (si eso le cabe a una señora de ciento sesenta y un años), exhibiéndose en Connecticut. Bennet con tal de contradecir al periódico rival, se hizo eco de la historia y desmintió el informe de la autopsia. Días más tarde Bennet se percató de que había caído en otra trampa del empresario. «El público –sostenía Barnum en su autobiografía– está siempre dispuesto a que lo diviertan aunque sepa que lo están engañando». A raíz de esta mala pasada, James Bennett se convirtió en uno de los enemigos más encarnizado del empresario. Bennet se negaba a publicar los avisos de los espectáculos de Barnum y en su lugar escribía largas editoriales contra su archienemigo, artículos que Barnum le agradecía con una sonrisa. «Fue un gran negocio: en lugar de pagarle cuarenta centavos la línea, sus editoriales eran gratis y llevaban mucho más gente de la que hubiese asistido por el aviso».

Mientras Heth contaba historias del balbuceante George Washington en pañales, Barnum adquirió el primero de sus ejemplares fraudulentos, que exhibió junto a la esclava: la llamada sirenita de Fiji, que fue presentada como una verdadera sirena embalsamada que creó una conmoción en el público: ¡la leyenda griega era verdad! Aunque pronto se descubrió la superchería. Era una extraña conjunción post mortem de un salmón y un simio. El que quiera ver a la famosa sirenita que vaya al Peabody Museum en Boston…

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A esta altura Barnum ya conocía todos los trucos para manejar la opinión del respetable público y la prensa especializada. Estaba convencido que había llegado el momento de exhibir las curiosidades de la naturaleza humana como las que hacían furor en Europa. El más célebre de los personajes que Barnum expuso fue el General Tom Thumb (que podría traducirse como el general Pulgarcito), un niño de cuatro años nacido en Connecticut que padecía enanismo por falta de hormona de crecimiento. Cuando Barnum descubrió a Charles Sherwood Stratton, tal el nombre de Thumb, este medía menos de cincuenta centímetros y pesaba ocho kilos. Barnum le enseñó unos trucos; el jovencito aprendió unos chistes, memorizó algunas canciones y muy pronto Thumb era la estrella de un espectáculo con cantos, bailes y sabrosos diálogos que hacían las delicias del público. Curiosamente lo presentaba como de origen británico. Barnum solía afirmar que muchas de sus curiosidades humanas nacidas en Estados Unidos eran extranjeras. Quizás, de esta forma, buscaba dar un toque de exotismo a sus artistas (innecesario, dadas las características del espectáculos) y además alejaba de la patria toda posibilidad de decadencia racial.

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General Tom Thumb.
General Tom Thumb.

 

Lo cierto es que Tom Thumb se convirtió en un personaje exitoso e inolvidable, a quien Barnum tuvo la oportunidad de llevar a Europa para presentárselo a la joven reina Victoria, fascinada por el encantador enanito.

A raíz de este y otros éxitos, Barnum se convirtió en un rico entrepreneur. Su nuevo status hacía innecesario armar otro espectáculo tramposo o fabricar entuertos para generar publicidad. El dinero compra muchas cosas, entre ellas la dignidad. Bajo estas nuevas circunstancias Barnum necesitaba ganar respetabilidad, y para ello nada mejor que organizar la gira americana de la soprano más conocida de su tiempo, Jenny Lind, el ruiseñor escandinavo. Con ella Barnum fue generoso, más generoso de lo que solía ser con sus otros artistas (y vale aclarar, a favor de Barnum, que siempre fue buen pagador, cumplía puntualmente sus contratos y muchas de sus estrellas hicieron fortuna a su costa). Con Jenny Lind, como decíamos, fue espléndido, casi un regio. Le pagó 150.000 dólares por adelantado y se hizo cargo de todos los gastos publicitarios, que fueron cuantiosos y muy efectivos (algunos dicen que también fueron afectivos ya que habría habido un affaire entre la cantante y el empresario). De hecho, gracias a esta campaña los habitantes de Nueva York, que jamás habían escuchado a Lind, le ofrecieron a la soprano un recibimiento apoteótico.

Barnum sospechaba que el mero virtuosismo canoro no era suficiente para hacer de esta dama una diva ante los ojos del público estadounidense. Por eso difundió el perfil altruista de la señora, dando a entender que parte de lo recaudado sería destinado a las múltiples obras de caridad que la señora Lind sostenía. «Sin esta peculiaridad en su disposición ­–afirmó años más tarde– nunca me hubiese atrevido a firmar este contrato millonario».

No fue fácil que un espectáculo de estas características y sofisticación recorriese una nación tan extensa y en vías de construcción, como lo era entonces Estados Unidos, pero el temple de Barnum y su frondosa imaginación contribuyeron al éxito de la empresa y le otorgaron la experiencia necesaria para encarar en el futuro la conducción del circo más grande del mundo.

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Otro de los emprendimientos exitosos de Phyneas Barnum fue el Museo Americano, edificio de cinco pisos ubicado en la esquina de Broadway y Ann Street, un espacio céntrico de la ciudad de Nueva York, diseñado y construido por John Scudder para albergar su colección de animales embalsamados. A la muerte de Scudder, el edificio quedó abandonado, y para cuando Barnum decidió adquirirlo, en 1841, no estaba en lo que se podría llamar óptimas condiciones. Barnum lo compró sin poner un dólar, lo hipotecó y en sólo dos años no debía un centavo.

Bajo su dirección, el edificio pronto atesoró curiosidades de la naturaleza y extraños objetos históricos, incluía una Cyclopedical Synopsis donde se pretendía mostrar todo lo que valía la pena ser visto en este mundo. Además se exhibían exóticos animales, extraordinarios seres humanos y piezas teatrales en el auditorio que aun retenía su antiguo nombre, Lecture room. En esta sala Barnum estrenó una serie de obras de teatro a las que gustaba llamar “dramas morales”, aunque en realidad fuesen melodramas lacrimógenos como Charlotte Temple, The tragedy at Red Marsh Farm y la que después de la Guerra Civil se convertiría en un best seller, La cabaña del Tío Tom. Otras obras que aquí se representaban tenían un neto corte bíblico.

Dado el éxito de estos espectáculos, el Lecture room se amplió hasta contar con 3000 butacas y convertirse en uno de los teatros más grandes de New York. En estas salas se exhibieron además de ídolos como Tom Thumb y la gigante Ana Swan, los osos bailarines de Grizzly Adams, Zip, el microcefalo; Josefina Clofullia, la mujer barbuda de Suiza; Dora Dawron un half and half que exhibía su dudosa sexualidad, y Salumma Agra, la belleza circasiana, una joven hermosa que decía haber vivido en un harén turco del que había sido rescatada de una oprobiosa esclavitud sexual gracias al heróico accionar de un explorador norteamericano. Curiosamente Salumna hablaba muy bien inglés, pero nada de turco, porque decía que la traumática experiencia le había hecho olvidar su lengua madre. Más tarde se supo que Agra había nacido en Alabama.

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Aparecieron, naturalmente, competidores que imitaron, o mejor dicho plagiaron, los éxitos del Museo Americano. El más notable de éstos fue el Peale´s New York Museum, dirigido por Henry Bennet, quien seguía de cerca, por no decir que copiaba sin escrúpulos, los emprendimientos de Barnum. Cuando se exhibió a la Fiji Mermaid, en el Museo American, Bennet hizo una burda copia con cola de atún y cabeza de mono a la que llamó Fudge Mermaid[2].

Curiosamente, cuando Bennet fue víctima de una serie de infortunios financieros que hicieron peligrar el futuro del Peale, fue el mismo Barnum quien salió a su rescate. En secreto contrató a Bennett y a su teatro para continuar con la parodia de la competencia. De la confrontación surgía la publicidad, y de ésta, la afluencia de público que asistía complacido a ver ambos espectáculos contrapuestos, para decidir cual era mejor. Fue ésta una táctica frecuentemente utilizada por Barnun: sembraba dudas en el público a través de artículos contradictorios e invitaba a la audiencia a que decidiese por si misma quién tenía razón. Así lo hizo durante la presentación de uno de sus espectáculos más curiosos, la exposición de un microcéfalo que presentaba como el eslabón perdido, al que llamó What is it?.

Por desgracia, el Museo Americano se incendió en tres oportunidades, circunstancia que convenció a Barnum de que era mejor no insistir en este emprendimiento. El Museo Americano no volvió a abrir sus puertas, pero resulta imposible negar el éxito rotundo de este espacio abierto todos los días al público, que recibió más visitas que el Museo Británico a pesar de que el espectáculo de Barnum costaba 25 centavos, mientras que el Británico era gratuito. Al respecto, Barnum afirmaba «Cuando la gente pretende obtener algo por nada seguramente será estafada», y como ejemplo contaba la vez que organizó una exhibición gratuita en New Jersey de caballos enanos (el Woolly Horse of the Frozen Rockies) y búfalos que también llamaban enanos, pero que en realidad eran terneros.

Aprovechando el buen tiempo, miles de neoyorquinos cruzaron el río Hudson para ver este minúsculo show gratuito, pero que a Barnum le reportó enormes ganancias porque todos los barcos que cruzaban el río le pagaron seis centavos por cada uno de estos pasajeros entusiasmados ante la gratuidad del espectáculo.

A pesar de los incendios, fracasos empresariales y varios juicios que debió enfrentar, Barnum no fue a la quiebra por sus negocios sino a causa de desafortunadas inversiones inmobiliarias. Gracias a su perseverancia y al éxito de sus espectáculos, salió de la bancarrota y pudo una vez más rehacer su fortuna.

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Aunque alentado por estos éxitos, especialmente por la gira de Jenny Lind y el reconocimiento del Museo Americano, que le daba a su carrera aires de respetabilidad, el pasado de Barnum como embaucador lo perseguía como una pesada condena. John Thompson, el editor de Southern Literary Messenger, al leer un esbozo biográfico de Barnum en el programa de mano del concierto de la Señora Lind, no pudo evitar emitir este comentario sobre nuestro empresario:

Barnum es un hombre famoso porque ha atado al Ruiseñor al carro de la fortuna, como Venus encadenada a las ninfas… Barnum es un gran hombre que ha contribuido a agitar violentamente las largas orejas de estos asnos bípedos, tanto más fuerte que cualquier otro amo de circo ha logrado con el sonar de su látigo.

Aunque lapidarias, estas palabras inspiraron en Barnum la idea de escribir una autobiografía, cuando ese género estaba sólo reservado para individuos cuyas existencias habían tenido valores dignos de ser imitados y Barnum se creía dueño de esas virtudes. Su biografía fue un éxito de ventas (vendió un millón de copias) aunque, como bien podrán imaginar, cosechó muchísimas críticas y comentarios peyorativos. Barnum se confesaba un embaucador, pero a su vez se excusaba diciendo que sólo era uno más en un mundo repulsivo. No era él ni el mejor ni el peor, pero al menos tenía la honestidad de reconocerse como tal. Podía mentir, pero no era un hipócrita.

La prensa inmediatamente atacó la endeble base moral de sus argumentos. «Está mal obtener dinero sobre falsas pretensiones» protestaba el Ladies Repository. «Este libro será ampliamente leído y producirá mucho daño» proclamaba el New York Times. Para el Christian Examiner, William Hurlburt escribió un texto especialmente duro, ya que, a su entender, Barnum encarnaba todas las plagas de la cultura norteamericana: «La corrupción de la literatura por el mercado, la infiltración de la publicidad masiva en todos los rincones de la vida, el poder creciente de la industria editorial y el único interés por las ganancias, así como el rechazo de un prestigio bien ganado en base al esfuerzo por la efímera popularidad». El Southern Messenger afirmaba que su libro era «una descarada confesión de un impostor común, que ha tomado la plata del público con falsedades y fraudes». Los enemigos de Barnum se extendieron allende los mares. The Blackwood´s Edinburhg Magazine escribió largamente sobre este libro, al que consideraba una maldición porque, a su entender, el barnumismo estaba invadiendo Gran Bretaña.

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Esta crítica fue especialmente molesta para Barnum, que adoraba todo lo británico (de hecho, se casó con una señora inglesa después de la muerte de su primera mujer). Por eso decidió contestar de puño y letra el ataque, aseverando que, si bien algunos de sus emprendimientos no habían sido muy felices, sus pecados habían sido expiados por sus numerosas exposiciones meritorias. Afirmaba (y no sin razón) que muchas veces recurría a las mismas estratagemas que utilizaban los abogados y políticos, pero con el solo fin de entretener, mientras que ellos las usaban con fines menos inocentes, falseando las expectativas de los ciudadanos que habían votado y afectando así el bienestar de toda la sociedad.

Las discusiones, los artículos y las opiniones sobre su biografía proliferaron a tal punto que Barnum, satisfecho por la promoción gratuita, comentó con una sonrisa: «Que hablen lo que quieran, lo único que me importa es que escriban bien mi nombre».

Después del tercer incendio del Museo Americano en 1868, Barnum pensó que era tiempo de retirarse, pero un tal Coup lo convenció para que utilizara su experiencia de empresario del espectáculo en un circo. Barnum puso manos a la obra, y con el pasar de los años este circo se convirtió en el célebre Barnum & Bailey, el circo más grande del mundo que contó entre sus estrellas a Jumbo, un enorme elefante que había comprado al Zoológico de Londres, desatando a su vez una serie de violentas críticas hacia las autoridades inglesas. No era para menos. Los directores del Zoológico de Londres se habían desecho de la simpática mascota por una cuestión de seguridad. El voluble carácter del paquidermo había generado pánico entre los directivos del establecimiento. ¿Podría Jumbo ocasionar los mismos problemas que poco tiempo antes produjo otro elefante desbocado en una ménagerie privada ubicada en el centro de Londres? Decidieron deshacerse del paquidermo y el público inglés se indignó: ¡Cómo es que habían vendido su mascota a un Yankee! La publicidad que le deparó este debate fue tal que los diez mil dólares que Barnum había abonado por Jumbo se recuperaron en dos meses, y la bestia se convirtió en sinónimo de grandeza sobredimensionada.

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¿Fue Phineas Taylor Barnum un inescrupuloso manipulador o solo fue una víctima más de la codicia? ¿Se trató acaso un bromista que se valió de las debilidades de la naturaleza humana para hacer sus negocios o fue un estafador en todo su esplendor? ¿Resultó un charlatán que subvirtió el sentido de las palabras para acomodarlas a su conveniencia o sólo un empresario con más fortuna que otros? En todo caso, ¿le cupo arrepentirse de sus “proezas” o solo buscó excusas para justificar sus negocios turbios? ¿Se arrepintió en algún momento de sus engaños y trucos o hasta el final permaneció fiel a su teoría de que “a cada instante nace un imbécil”?

Barnum murió el 7 de abril de 1891. Una semana antes hizo publicar su obituario en el Evening Sun para ver qué decían de los demás periódicos. Una vez leída las reseñas laudatorias sobre su trayectoria en este valle de lágrimas, esperó tranquilamente la llegada de las Parcas. A su familia le dejó una fortuna inmensa; de hecho, fue el segundo norteamericano en juntar un millón de dólares después de Cornelius Vanderbilt. «El dinero es un duro patrón, pero un espléndido sirviente», solía repetir, y Barnum supo de su dureza y sus esplendores gracias a su capacidad de convertir a las ficciones en realidades y a las realidades en remunerativos emprendimientos.

A veces cuando veo los espectáculos bizarros que ofrece nuestra televisión, me pregunto si sus productores sabe que son discípulos de Phineas T. Barnum…

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[1] El nombre es un juego de palabras entre Fiji y fudge, que quiere decir “falso”, un equivalente al “trucho” nacional.

[2] Recordemos que la Guerra de Secesión terminó treinta años más tarde con la esclavitud, pero el debate ya dividía a la sociedad estadounidense desde principios del siglo XIX.

 

Extracto del libro CRIATURAS DEL SEÑOR de Omar López Mato (Olmo Ediciones).

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