“Con tanto espanto había entrado esta tribulación en el pecho de los hombres y de las mujeres, que un hermano abandonaba al otro y el tío al sobrino y la hermana al hermano, y muchas veces la mujer a su marido, y lo que mayor cosa es y casi increíble, los padres y las madres a los hijos, como si no fuesen suyos evitaban visitar y atender”. Con líneas de esa crudeza, teñidas de no poca exageración, da comienzo el Decamerón, de Boccaccio, tal vez la obra literaria más famosa surgida de una pandemia, la infame Peste Negra de mediados del siglo XIV que devastó a la población europea y, en los hechos, liquidó la Edad Media.
En ese sentido, el coronavirus no aporta nada nuevo. Epidemias, pestilencias y plagas tienen un apartado relevante en la historiografía, en la literatura y en la Sagrada Escritura. La Antigüedad veía en las pestes y la enfermedad el castigo divino a la infidelidad y la desobediencia. “Esgrimiré contra vosotros la espada, vengadora de mi alianza; os refugiaréis en vuestras ciudades, y yo mandaré en medio de vosotros la peste, y os entregaré en manos de vuestros enemigos…”, se amonesta en Levítico 26,25. “Yahvé hará que se te pegue la mortandad, hasta consumirte sobre la tierra en que vas a entrar para poseerla. Yahvé te herirá de tisis, de fiebre, de inflamación, de ardor, de sequía, de quemadura y de podredumbre, que te perseguirán hasta destruirte”, completa el Deuteronomio (28, 21-22).
Ajeno a toda interpretación sobrenatural, Tucídides dejó en su Historia de la Guerra del Peloponeso un relato estremecedor de la gran peste que asoló Atenas en el 430 antes de Jesucristo, que hoy se cree fue un brote de fiebre tifoidea. Alarmado, escribió que “una epidemia tan grande y un aniquilamiento de hombres como éste no se recordaba que hubiese tenido lugar en ningún sitio”.
El propio historiador la sufrió (“…porque yo mismo estuve enfermo y vi a otros atacados por la enfermedad”) y hasta Pericles se contó entre sus víctimas fatales. También Sófocles la evocó en Edipo Rey: “Un dios, portador de fuego, se ha lanzado sobre nosotros y atormenta la ciudad, la peste, el peor de los enemigos…”, se lee en sus primeros versos.
Siete siglos después, en sus Meditaciones, el emperador romano Marco Aurelio (121-180) reflexionó con escepticismo sobre otra embestida de una peste -posiblemente viruela- que se piensa que también a él le costó la vida (“¿Prefieres asentarte en el vicio, y ni la experiencia te persuade todavía a huir de la peste? Pues peste es la corrupción de la inteligencia mucho más que una infección y alteración semejantes del aire que se difunde a nuestro alrededor”). Inspirado en Tucídides, Procopio historió la extensa plaga del siglo VI en Constantinopla, llamada “peste justiniana” por el emperador que regía entonces el Imperio Romano de Oriente. Era la temible peste bubónica. Este azote, que partió de Etiopía, pasó por Egipto, Jerusalén y Antioquía antes de ensañarse con la capital imperial, donde mató a la cuarta parte de la población, fue la primera pandemia de la que se conservan fuentes escritas.
Entre sus víctimas estuvo el papa Pelagio II. Quien lo sucedió, Gregorio Magno, afrontó el embate con un firme llamado a la penitencia, recordó por estos días el historiador Roberto De Mattei. “Mirad a vuestro alrededor y ved la espada de la ira de Dios desenvainada sobre todo el pueblo -proclamó el Pontífice en un vibrante sermón-. La muerte nos arrebata repentinamente del mundo sin concedernos un instante de tregua. ¡Cuántos en este mismo momento están en poder del mal a nuestro alrededor sin poder pensar siquiera en la penitencia!”. La misma plaga hubo de resurgir con menos fuerzas en los siglos posteriores hasta un último brote registrado en Nápoles en el año 767.
LA MUERTE NEGRA
Pero esos episodios fueron casos menores en comparación con el del siglo XIV, la pavorosa “muerte negra” que se extendió desde la India hasta Islandia. La catástrofe que según Froissart “mató a un tercio del mundo”, no perdonó ni a reyes ni nobles ni tampoco a escritores o eruditos. Al historiador florentino Giovanni Villani la muerte lo sorprendió a los 68 años, en la mitad de una frase que, justamente, estaba escribiendo sobre la peste. Petrarca perdió a Laura, su amada real o ficticia, y Boccaccio a su amante florentina, Fiametta.
En París morían 800 personas por día (hasta llegar a un total de 50.000); en Pisa, 500; entre 500 y 600 en Viena, 400 en Aviñón. “Las ciudades, por ser centros de transportes, eran más proclives a verse afectadas que las aldeas -escribió la historiadora Barbara Tuchman en su ensayo A Distant Mirror-, aunque una vez que se infectaba una aldea, su tasa de mortalidad era igualmente elevada”.
Abandonados por los pocos sobrevivientes, los pueblos, agrega Tuchman, “se hundían en el desierto y desaparecían del mapa, dejando apenas un contorno fantasmal cubierto de pasto que señalaba donde alguna vez habían vivido mortales”. Al bacilo que esparcía la muerte, el Pasturella pestis (recién sería descubierto 500 años más tarde), lo propagaban ratas y pulgas que llegaban con los barcos. Provocó brotes repetidos a lo largo de seis decenios con intervalos de 10 o 15 años. Agotada la pandemia, Europa quedó diezmada. La población del continente se redujo en un 40 por ciento hacia 1380 y en 50 por ciento al terminar el siglo.
A falta del recurso de la cuarentena, la peste siguió reapareciendo en la historia y en la literatura. Dos veces castigó a Venecia, en 1575-1577 y en 1631. La primera fue la más mortífera. “Apenas había un veneciano que no hubiera perdido uno o más parientes cercanos; de hecho, muchas familias fueron barridas por completo”, observó el historiador John Julius Norwich. Se calcula que se perdieron 51.000 vidas sobre una población de 175.000 habitantes. Tiziano fue el muerto más célebre.
La gran epidemia de Londres en 1665-66 halló su mejor cronista en Samuel Pepys (1633-1703), que registró los estragos en sus copiosos diarios. A la par de su rutina y sus hábitos cultos y algo frívolos, el diarista, un funcionario de alto rango en la Armada inglesa, también consiguió apuntar el desolador progreso de la epidemia. “La enfermedad ha entrado en nuestra parroquia esta semana -anotaba el 26 de julio de 1665-; en realidad, se ha metido en todas partes, de modo que empiezo a pensar en poner las cosas en orden, y ruego a Dios me lo permita, tanto en lo que respecta al alma como al cuerpo”.
Una noche al volver a casa se encontró con un muerto por la calle; otro día se enteró de que había muerto su médico personal. Veía ataúdes apilados en las calles y hogueras en las esquinas donde se quemaban las pertenencias de los difuntos. Lo agobiaba la desolación y la cifra creciente de muertos. “¡Qué cosa más triste es ver las calles sin gente…! Es terrible que cada puerta que uno mira está cerrada por miedo a la peste, y de cada tres tiendas, dos por lo menos están cerradas”.
La epidemia, que fue la misma que noveló Daniel Defoe en su Diario del año de la peste (1722), tuvo un costo horrendo para la capital inglesa. “Hasta 10.000 muertes se enumeraban cada semana en las listas de decesos -escribió Peter Ackroyd (The History of England Vol. III: Civil War)-. Parecía que pronto la ciudad iba a vaciarse. Pero a comienzos de diciembre (de 1665) la enfermedad amainó, y el nuevo año presenció el regreso de muchas familias londinenses que habían huido en pánico. Se calculó que 100.000 personas habían muerto”.
El progresivo avance de la salubridad pública y la comprensión tentativa de cuáles eran los medios de contagio amortiguaron las epidemias posteriores. Aunque la peste no desapareció de la literatura. En una novela casi olvidada, The Last Man (1826), Mary Shelley imaginó un mundo postapocalíptico devastado por la peste a fines del siglo XXI (transcurre en 2073). Edgar Allan Poe dedicó dos cuentos al tema: el mejor es el espeluznante “La máscara de la Muerte Roja”, que no está exento de un significado alegórico. Y Alejandro Manzoni cierra su obra máxima, Los novios (1827), con una impresionante descripción de la peste bubónica que diezmó a Milán en 1630, un brote que, historia repetida, al principio generó incredulidad en sus habitantes y una fatídica inacción de sus autoridades.
La epidemia de fiebre amarilla fue la gran catástrofe sanitaria argentina en el siglo XIX. Ocurrió en Buenos Aires durante el gobierno de Domingo Faustino Sarmiento y, al tiempo que mermó la población porteña (hubo casi 14.000 muertos en una ciudad de 180.000 habitantes), cimentó las reputaciones de grandes médicos y grandes personalidades, como Guillermo Rawson, los hermanos Argerich (dos de ellos sucumbieron) o Eduardo Wilde. Al margen del elocuente cuadro de Blanes, Guillermo Henrique Hudson se refiere a ella en un relato y Manuel Mujica Láinez la abordó con mirada fantástica en algunos de los cuentos de Misteriosa Buenos Aires.
Llama la atención que la última gran pandemia que golpeó al mundo, la destructiva gripe española de fines de 1918-1920, que infectó a 500 millones de personas y causó entre 20 y 50 millones de muertos en dos años, no inspiró a ninguno de los grandes escritores que fueron sus contemporáneos (Hemingway, Dos Passos, Scott Fitzgerald, Mann, Hesse), aunque aparece de manera lateral en un puñado de novelas y cuentos de Thomas Wolfe, Willa Cather, John O”Hara y Katherine Anne Porter. Kafka tampoco escribió de manera directa sobre ella, si bien fue uno de los infectados, al igual que el Mahatma Gandhi y el presidente estadounidense Woodrow Wilson.
Hacia fines del siglo XX, la literatura pestífera viró hacia el terror, lo fantástico o la ciencia-ficción en las obras de Stephen King, Michael Crichton, Dean Koontz, Richard Preston y otros que pensaron tramas apocalípticas (mutaciones, guerra biológica, experimentos fallidos, zombies) pero desprovistas de toda interpretación teológica. Ese cambio, propio de una sociedad casi por completo secularizada, rompió con una milenaria tradicional occidental que, siguiendo las Escrituras y el magisterio de la Iglesia, vio desde siempre en las plagas un castigo divino por el pecado y la apostasía, junto con un llamado a la penitencia y la conversión.
“Tres son los azotes con los que castiga Dios: guerra, peste y hambre”, advertía San Bernardino de Siena (1380-1444), según recordó el profesor De Mattei en un artículo reciente. Ese mensaje, repetido por innumerables santos y teólogos, aparece en la Biblia desde el Génesis hasta el Apocalipsis, el libro profético en el que a San Juan le fue dado ver plagas, terrores y tribulaciones como nunca se han conocido, pero que es, también, una fuente de esperanza para los que mantengan la fe hasta el final.