Pearl Harbor: Los hombres que no pudieron (o quisieron) detener el ataque

Los hechos y las decisiones que llevaron a que el bombardeo japonés sobre Pearl Harbor fuese inevitable son todavía materia de discusión. No solo por la voluntad japonesa, sino por la estadounidense: lejos todavía de la verdad absoluta, hay historiadores que defienden que Franklin D. Roosevelt necesitaba de una agresión japonesa para empujar a un Congreso aislacionista a la guerra. Pero hubo momentos, y protagonistas de esos momentos, que guiaron el conflicto entre japoneses y estadounidenses hacia la diplomacia. Y también hacia la guerra. Son nombres propios que, en alguna medida, no pudieron –o no quisieron- evitar el ataque.

La primera víctima, en este caso política, de Pearl Harbor fue Fumimaro Konoe, primer ministro japonés en dos etapas (1937-39 y 1940-41). Konoe fue, en 1937, la solución política al aumento de ascendencia de los militares en el gobierno japonés, que había llevado a la expansión militar del Imperio por el Asia continental. Su fracaso en las negociaciones de paz con China le llevó a salir del gobierno, pero retornó apenas un año más tarde. Pese a que, lentamente, se había convertido en un militarista moderado, trató de que la diplomacia fuese la herramienta principal de Japón.

Eso le llevó a firmar, el 13 de abril de 1941 el Pacto de Neutralidad entre Japón y la URSS, necesario toda vez que, también bajo el mando de Konoe, Japón se había sumado al eje Berlín-Roma un año antes. Cuando Estados Unidos sancionó comercialmente a Japón tras la invasión Indochina, en julio de 1941, Konoe trató de reconducir la situación por la negociación, aunque las principales voces de la Armada japonesa hablaban abiertamente de una solución militar. En octubre del 41, ante la imposibilidad de cerrar un acuerdo satisfactorio para Japón y superado por la presión del ejército, Konoe dimitió de su cargo. La diplomacia solo le sobreviviría 40 días, hasta el 26 de noviembre de 1941. El mismo día en que se rompían las negociaciones que inició el primer ministro dimitido, la flota japonesa partía hacia Pearl Harbor.

Aunque el primer ministro japonés el 7 de diciembre de 1941 y durante gran parte del conflicto fuera Hideki Tojo, ministro de Guerra en el gabinete de Konoe, el gran impulsor del ataque por sorpresa fue Isoroku Yamamoto. Almirante de la Armada Imperial japonesa, fue el primero en pensar en Pearl Harbor como objetivo. Lo hizo tan pronto como en 1940, tras la firma del Pacto Tripartito por parte de Tokio, y ante el convencimiento de que la única forma de derrotar a EE.UU. sería atacando primero. La idea de bombardear Pearl Harbor sonaba a locura. Tanto que, cuando en enero de 1941 el embajador estadounidense en Tokio, Joseph Grew, supo que Japón se planteaba atacar la base lo transmitió a Washington con una nota de incredulidad. Tras preparar durante meses el ataque –hubo que rediseñar los torpedos nipones para que fueran eficaces en aguas de poco calado como las de Pearl Harbor- presionó al Estado Mayor hasta que, el 20 de octubre de 1941, su plan quedó aprobado y pendiente de aplicación. Con Tojo como primer ministro tras la dimisión de Konoe, solo quedaba buscar la fecha adecuada para el ataque. Al contrario que Tojo, que fue detenido y juzgado por crímenes de guerra, Yamamoto nunca fue sometido a juicio. Estados Unidos le eliminó en 1943 en la llamada Operación Venganza.

Pero no sólo Japón deseaba el ataque. EE.UU. también lo deseaba, y más que nadie, con matices, Franklin D. Roosevelt. El presidente del New Deal, en el inicio de su tercer mandato, se encontró con que el Congreso limitaba su capacidad para entrar en la guerra que ya se desarrollaba en Europa. Con instinto político, Roosevelt sabía que Estados Unidos no podía permanecer aislada del mundo, a pesar de la experiencia de la Primera Guerra Mundial y del alto precio que el entonces presidente, Woodrow Wilson, pagó por implicarse personalmente en la resolución del conflicto. No obstante, el Congreso le había impedido ayudar a la República española en 1938, y en la campaña de las presidenciales del 40 se había comprometido a no enviar a norteamericanos a guerras en el extranjero. La única opción que tenía era permitir que Japón atacara primero. Documentos de la época –la advertencia del embajador Grew, mensajes desencriptados que ordenaban a los diplomáticos japoneses en Washington que se deshicieran de material y documentación, o incluso un dibujo detallado del puerto de Pearl Harbor hecho por un cónsul japonés- demuestran que Estados Unidos era consciente de que se preparaba un ataque, pero no de la dimensión del mismo. Roosevelt dejó hacer con el convencimiento de que podría soportar el golpe, y que la consecuencia de una declaración de guerra contra Japón conllevaría una declaración de guerra por parte de Alemania e Italia. Tras el ataque, la opinión pública estadounidense se transformó, y pasó del aislacionismo a la beligerancia. Paradójicamente, quizá Pearl Harbor fue la primera batalla de la Segunda Guerra Mundial ganada por Roosevelt.

El equivalente japonés a Roosevelt fue Hideki Tojo, ministro antes que primer ministro (1941-1944) y responsable del grado ascendente de la militarización de Japón. El ascenso de Tojo en la década de los años 30, ya como general, le condujo al ministerio de Guerra, donde su influencia sobre el emperador Hirohito acabó siendo mayor que la del primer ministro Konoe, al que reemplazó. La exhibición de fuerza nipona en Manchukuo, de la que fue responsable, le llevó a repetir la experiencia no solo en Pearl Harbor, sino en las conquistas subsiguientes: Hong Kong, Singapur, Birmania o las Filipinas. Se estrella se truncó tras la Batalla del Midaway, un desastre para Japón, que perdió cuatro de los seis portaaviones que participaron en Pearl Harbor. Los siguientes dos años fueron un goteo de derrotas para Japón en una guerra lenta y pesada condicionada por la extensión del Pacífico. El fracaso le llevó a dimitir en 1944. Tras la rendición nipona, en 1945, trató de suicidarse. Fue detenido, juzgado por crímenes de guerra y ejecutado en 1948. La revisión de la historia le ha exculpado en parte, ya que muchas de las decisiones que se le atribuyeron correspondían en realidad a Hirohito. Seguramente, el Japón de posguerra podría prescindir de Tojo, pero no de su emperador.

Precisamente el desempeño de Hirohito, emperador del Japón, en la Segunda Guerra Mundial es un misterio, como representante que era de una institución tan misteriosa como la Familia Real japonesa. Aunque no llegó a ser acusado como criminal de guerra, ya que Estados Unidos consideró que su importancia representativa en Japón como una garantía de estabilidad y decidió sobrecargar de culpa al almirante Tojo, estudios posteriores de la realidad japonesa entre 1941 y 1945 han atribuido a Hirohito responsabilidades mayores sobre decisiones militares. Fue Hirohito, por ejemplo, el que desautorizó al primer ministro Konoe, forzando su dimisión, en los días previos a Pearl Harbor, como fue Hirohito el que desoyó de nuevo a Konoe, en 1945, sobre la conveniencia de poner fin a la guerra. Al término del conflicto, Hirohito tuvo que renunciar a su condición divina y aceptar que Japón se convirtiera en una monarquía constitucional. Formalmente, se le presentó como una víctima de una deriva militar incontrolable. El tiempo ha demostrado que no fue así.

En todo caso, si algo pudo evitar Pearl Habor y sus consecuencias fue la diplomacia, al frente de la cual, por la parte estadounidense, estaba Cordel Hull. Hull, secretario de Estado de Roosevelt y que había entrado, a través del Senado, en la vida pública tan pronto como en 1907, era el encargado de conducir las negociaciones de paz entre Japón y Estados Unidos tras el bloqueo comercial de julio de 1941. En noviembre de 1941 ambas partes parecían haber alcanzado un acuerdo, con cesiones de cada lado, que se prolongaría por tres meses y sería renovable. El pacto, bajo el nombre de Modus Vivendi, parecía satisfacer a Tojo, premier japonés, y a Roosevelt, a través de Hull, su hombre de confianza. Sin embargo, todo se vino abajo en una noche, cuando el pacto acabó transformado, por parte estadounidense, en la llamada Nota Hull, que merece un comentario aparte. Con el acuerdo roto, Hull todavía tuvo que ver como el mismo 7 de diciembre de 1941 el embajador japonés Nobura, aparentemente desconocedor del ataque a Pearl Harbor, le entregaba un nuevo documento de negociación.

Aunque para Nobura la situación ante Hull debió ser vergonzante, su equivalente diplomático en Tokio, Joseph Grew, vivió una situación más grave. La sensación de ser víctima del síndrome de Cassandra debió ser inevitable aquel 7 de diciembre de 1941 –día 8 ya en Tokio- cuando supo del ataque a Pearl Harbor. Más de diez meses antes, el 27 de enero de 1941, Grew había enviado un mensaje a Washington DC: “Hay un rumor que sostiene que los japoneses, en caso de romper [las negociaciones] con Estados Unidos, están planeando un ataque sorpresa masivo en Pearl Harbor”. La advertencia de Grew cayó en saco roto por lo imposible, aparentemente, de la operación. Pero ahí quedó. En todo caso, la incredulidad de Grew pudo restar fuerza a la advertencia: más preocupado por las relaciones que por la diplomacia, cuando supo de la ruptura de las negociaciones entre EE.UU. y Japón, volvió a la embajada con la intención de cambiarse de ropa para jugar al golf. No pudo hacerlo: fue arrestado, junto al resto de personal diplomático, e internado durante meses. El encierro, no obstante, fue grato: según su secretario personal, cada mañana Grew jugaba un partido de golf, su deporte favorito. Cuando regresó a Estados Unidos a finales de 1942 se incorporó al gabinete de Cordel Hull, donde trató de compensar la inocencia, tal vez irresponsabilidad, que exhibió en 1941. Grew intentó convencer al presidente Truman de que la rendición de Japón sería posible si se garantizaba la pervivencia del emperador y sin llegar a aplicar la propuesta del secretario de Estado Byrnes: lanzar la bomba atómica en territorio japonés. Huelga decir que Grew fracasó, que la bomba se lanzó dos veces y que, en efecto, Japón se rehízo conservando la figura imperial, tal y como había vaticinado –de nuevo aparece el síndrome de Casandra- el exembajador Grew.

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