G.K. Chesterton es un personaje un tanto críptico, que hoy muchos recuerdan básicamente por haber sido el autor de la serie detectivesca del Padre Brown y la novela El hombre que fue jueves (1908). Para quien hile más fino y trate de entender a este escritor británico prolífico y versátil, descubrirá que la historia no lo ha tratado demasiado bien. Como muchos hombres de su época, balanceándose entre el fin de la era victoriana y el despertar del mundo moderno, mucho de lo que Chesterton escribió hoy quedó un tanto anticuado y, dado que una porción considerable de su trabajo estuvo dedicada a la apología cristiana, su obra no logró trascender al gran público. Así, aunque con libros como Ortodoxia (1908) o El hombre eterno (1925) Chesterton se erigió como un ícono para los grupos religiosos, hoy pocos más conocen esta u otras partes de su obra.
Lejos de querer disminuir con esto su valor en la historia de la literatura, resulta interesante apartarse de estas visiones agotadas y acercarse un poco más a aquellos elementos que, aunque no tan famosos, nos permiten ver la magnitud de su genio. Después de todo, cuando hablamos de Chesterton, estamos hablando de un hombre que llegó a ser bautizado como “príncipe de la paradoja” – cultor de un estilo que abunda en figuras retóricas, juegos de palabras e ironías. No cabe duda que era brillante con las palabras, y hay pocos lugares donde su intelecto se luzca más que en sus debates con su amigo-enemigo, el dramaturgo George Bernard Shaw.
Distintos como el día y la noche, el contraste ideológico y físico de estos dos personajes era parte del encanto que atrajo a la gente a presenciar o seguir sus discusiones por la prensa entre 1911 y 1928. Mientras Shaw era delgado, progresista, irreligioso y abstemio; Chesterton era un hombre enorme, alegre, desmedido, defensor de la doctrina cristiana y de los buenos bares. Con un nivel ridículamente elevado, chocaban seguido e intensamente, pero nunca con violencia. Nunca con el deseo de destrozar al otro, prefiriendo siempre estar apoyados sobre la gracia y el ingenio. Basta recordar, simplemente como muestra de los palos que se tiraban, que cuando Chesterton quiso atacar a Shaw por su figura esbelta diciéndole: “Al verte, cualquiera pensaría que una hambruna asoló Inglaterra”, el dramaturgo retrucó con “Al verte, cualquiera pensaría que vos la causaste”.
Para el lector moderno, además de esta forma de discutir – tan distinta a la que la realidad actual nos tiene acostumbrados – es de sumo interés acercarse a algunos de los puntos que tocaban Shaw y Chesterton en sus discusiones. Debatieron sobre todo tipo de materias, del feminismo al socialismo, pero centrándose, en definitiva, en cuestionar los supuestos sobre los que se basa una sociedad y la forma en la que estos condicionan el comportamiento de sus miembros.
Así, frente a estas cuestiones, cada uno adoptaba un rol específico más allá de su postura ideológica. Shaw, con su espíritu modernista, era el encargado de hacer y responder las preguntas incómodas. Preguntas que, como señaló Maisie Ward (biógrafa de Chesterton) el público ya encontraba odiosas sin que el dramaturgo emitiera siquiera un atisbo de respuesta. Chesterton, por su parte, hacía un doble juego en el cual, contestando la misma pregunta odiosa, lograba hablar con la voz de lo que aparentaba ser el sentido común, teñida además por la dimensión moral que él proveía como devoto cristiano. La gracia estaba, finalmente, en que ambos terminaban dando respuestas no tan distintas a aquello que ni siquiera era dado preguntarse. Por ejemplo, en su último debate titulado ¿Estamos de acuerdo?, frente a las demandas de tinte socialista de Shaw, que proponían lograr terminar con pobreza a través de la desaparición de la propiedad privada y la redistribución de la riqueza; Chesterton -posicionado en el distributismo de raíz cristiana – contestaba que, al contrario, restituyendo y distribuyendo la propiedad, se acababa la miseria.
Todo esto funcionaba con el nivel que lo hacía, según aventuró el teórico Daniel Strait, por el simple hecho de que los dos hombres entendían que había una cuestión humana más importante que se jugaba detrás de la mera figura retórica. Sí, sus argumentos tienden a ser sólidos, bien construidos y bellamente armados, pero también son claros, divertidos y escapan a algo que ambos odiaban y que Strait calificó como la obsesión por la “técnica”. Esto les permitía exponer estas discusiones al público que los venía a ver, estimular el pensamiento ajeno y, como afirmó Shaw divertido, lograrlo siendo no más que un par de locos. Cualquiera que se acercara a estos debates, entonces, podía encontrarse con dos voces que, partiendo desde un posicionamiento sólido, hallaban libertad en la diferencia. Por eso, imbuidos de este espíritu, por más opiniones encontradas que Shaw y Chesterton tuvieran, ambos sabían que la indiferencia siempre era peor, y preferían disfrutar de la risa y de los embates que permitían descubrir a la persona detrás de las ideas.
En definitiva, aunque siempre tendrían mucho más en contra que en común, los escritores mantuvieron su relación amor/odio hasta la muerte de Chesterton el 14 de junio de 1936. Ejemplo de humanidad y testamento de esta noble amistad es que, como Shaw sugirió incluir en el texto de Maisie Ward sobre su amigo, “cada uno de ellos habría preferido morir antes de hacer daño al otro”.