El nombre de Max Weber es, sin duda, uno de los que más se destacan en el ámbito de las ciencias sociales. Reconocido como el “padre” de la sociología moderna junto con autores como Karl Marx y Émile Durkheim, su obra se distanció de la de otros pensadores por su capacidad para pensar en la acción social desde un punto de vista interpretativo, elaborando así un tipo de metodología completamente original.
Nació en 1864 en Erfurt, Alemania y fue el hijo mayor de una familia próspera, formada por un padre activo en política y una madre educada y religiosa. Llegó al mundo justo antes de que Alemania se unificara y se crió en un contexto donde la asociación de los estados todavía no era lo suficientemente fuerte como para tener una identidad política común. Sin embargo, Weber se nutrió de una “alemanidad” marcada por una larga tradición cultural e intelectual y, en este sentido, fue un verdadero hijo de Alemania.
Por el buen pasar económico de sus padres gozó de amplia movilidad y, sin atarse a una única institución o disciplina, en su juventud pudo acceder a una educación de alto nivel en universidades como las de Heidelberg, Berlín y Gotinga. Estos primeros años de actividad académica fueron frenéticos. Weber creía que, al ser de naturaleza perezosa, necesitaba armarse un estricto régimen laboral para evitar caer en una crisis de apatía. Por eso, especialmente a partir de 1893 – año en que obtuvo su primer puesto como profesor en la Universidad de Berlín y se casó con Marianne Schnitger, pudiendo independizarse de sus padres – se dedicó a escribir sobre temas variados de derecho, economía e historia. Incansable, ahora como profesor, pasó de nuevo por varias instituciones y se destacó en el ámbito universitario con sus estudios sobre la las políticas agrarias en contextos tan dispares como la antigua Roma y la Alemania del Este de finales del siglo XIX. A pesar de todo, a partir de 1897 la intensidad del trabajo terminó impactando negativamente sobre Weber. Para el año siguiente sufrió una crisis nerviosa tan fuerte que debió ser institucionalizado varias veces y que, lógicamente, lo mantuvo alejado de la vida académica por los siguientes cinco años.
Durante este período de inactividad, no obstante, Weber tuvo la oportunidad de viajar a otros países de Europa y a los Estados Unidos. A partir de sus observaciones en estos contextos, empezó a preguntarse por qué existían entre estas naciones diferencias tan marcadas en los grados de desarrollo del capitalismo y se inspiró para escribir el que sería uno de sus trabajos más icónicos y polémicos: La ética protestante y el espíritu del capitalismo.
Publicado en varios artículos entre 1904 y 1905, en este análisis Weber intentaba dar cuenta de la razón por la cual los países protestantes parecían tener una cierta “facilidad” para el éxito económico. Para hacerlo decidió ir más lejos de aquellas visiones místicas que simplemente señalaban a estas naciones como “elegidas por Dios” y se concentró, en cambio, en entender de qué forma el “espíritu” o la “ética” (que él usa a veces como sinónimos) impulsados ciertas ramas del protestantismo fueron variando a lo largo de los siglos y sirvieron, casi accidentalmente, según él, para configurar la sociedad capitalista moderna marcada por la racionalidad.
Según el argumento de Weber, el cristianismo – obviamente pensando en la idea de la salvación y la vida después de la muerte – no era una religión que tendiera inherentemente a habilitar la acumulación de bienes materiales. Todo esto se vio alterado, sin embargo, en el siglo XVI cuando la Reforma Luterana impulsó nuevas formas de servir a Dios por fuera de la vida contemplativa para hacerlo, por ejemplo, a través del propio trabajo o vocación. En este contexto, para Weber, especialmente en ramas como el calvinismo – que proponía la idea de la predestinación según la cual Dios ya había elegido de antemano quienes serían salvados – la ansiedad de no saber si uno era o no merecedor de la gracia divina llevó a que los individuos se volcaran intensamente a buscar señales de su salvación comportándose como si ya tuvieran la certeza de ello. En lo concreto esto se habría traducido en el desarrollo de una vida ascética y controlada que, combinada con la glorificación de Dios a través de la realización de un buen trabajo, tuvo como resultado la acumulación de capital. A través de los siglos, culmina el argumento, la ética que motivó originalmente este accionar sobrevivió a sus orígenes religiosos y pasó a configurar las bases de la sociedad capitalista moderna, en la cual los individuos ya no están guiados por las nociones del “bien” o del “mal”, sino por el afán de lucro.
El texto, hoy un clásico, obviamente encontraría críticas desde distintos puntos de vista que, de hecho, Weber publicó y contestó entre 1905 y 1910 en las páginas de su revista Archiv für Sozialwissentschaft und Sozialpolitik. Más allá de todo lo que se le pueda achacar, especialmente desde el punto de vista histórico, el trabajo que él realizó sirvió para hacer temblar los cimientos de la academia germánica y sentar las bases de una nueva metodología de estudio. Así, a diferencia del positivismo (atado a lo concreto y comprobado) o, incluso, el materialismo (concentrado en los modos de producción como motor de la historia), Weber desarrolló un tipo de análisis multicausal que habilitaba a pensar el derrotero de una sociedad a partir de cuestiones como la religión, la cultura o el tan elusivo “espíritu”.
De ahí en más, él extendió esta metodología al estudio de la relación entre religión y modelo económico en otras culturas para realizar una suerte de valoración comparativa de facto con Occidente, como queda claro en sus trabajos sobre China, India y el judaísmo. Y, además, dedicó una buena parte de sus últimas investigaciones – concentradas sobre todo en el volumen póstumo Economía y Sociedad (1922) – a teorizar acerca de cuestiones por entonces novedosas, como el liderazgo, el desarrollo de la estructura estatal y la formación de las burocracias.
Finalmente, además de retornar a la vida académica y la docencia, en estos primeros años del siglo XX Weber también tuvo un interesante accionar político. Tras haber adoptado una postura imperialista en la preguerra y anexionista durante, en las postrimerías del conflicto adoptó una visión absolutamente contraria. Participó de la Conferencia de Paz en París, se acercó a los concejos de obreros y soldados, y se pronunció a favor de la democracia, siendo uno de los cofundadores del Partido Democrático Alemán. Esta actitud conciliadora, sin embargo, encontró sus límites en 1919 cuando se opuso a las políticas radicales impulsadas por la revolución en Alemania.
Luego de este desencantamiento, mientras estaba cumpliendo funciones como docente en la Universidad de Múnich, Weber fue víctima de la gran epidemia de gripe de posguerra y murió de neumonía el 14 de junio de 1920, a los 56 años. Aunque en vida había sido un referente en el ámbito académico, mucho de su reconocimiento llegó de forma póstuma, en gran parte gracias a su viuda, Marianne, que se encargó de editar y publicar su obra.