Matar a Hitler

Apuntaba Hegel que los grandes hombres son aquellos que en su tiempo tuvieron conciencia de lo que era necesario. Dietrich Bonhoeffer (Breslau, 1906), además de uno de los teólogos más importantes del siglo XX, fue un hombre que tuvo esa conciencia, que él llamó “teología de lo concreto”, y que llevó hasta las últimas consecuencias: morir por intentar salvar al resto. Rompió la distancia entre pensamiento y acción, y ello lo destinó a ser un profesor que en clase enseñaba que Cristo significaba libertad, a ser pastor para crear comunidad y, finalmente, a acabar ahorcado en el campo de concentración de Flossenbürg, acusado de estar detrás de la conspiración que intentó asesinar a Hitler.

A pesar de lo prematuro de su muerte, dejó una obra que ha marcado el pensamiento teológico contemporáneo, y que hoy sigue suscitando un profundo interés. Buena prueba de ello es una publicación de la biografía Extraña gloria. Vida de Dietrich Bonhoeffer, escrita por el profesor Charles Marsh.

Hijo de familia numerosa, culta, comprometida y adinerada —su madre era condesa y su padre fue uno de los psiquiatras más importantes de Alemania—, espiritual sin llegar a ser estrictamente religiosa, el joven Dietrich sintió muy pronto la llamada de la fe: ya de niño jugaba a bautizar en el jardín de su casa, y con 13 años sentenció en una comida familiar que él solito se encargaría de reformar la Iglesia. Poco después de la muerte de su hermano mayor, al que un proyectil alcanzó de lleno en la Gran Guerra, Dietrich anunció a su familia que había decidido hacerse teólogo. Sus primeros viajes, a Roma, donde vivió apasionado la Semana Santa, y luego a Trípoli y España, fueron labrando su fe. En Barcelona vivió meses alegres y tuvo tiempo para recorrer el país, desde el Rastro de Madrid, donde compró un óleo “a mi parecer muy bueno e interesante, firmado por Picasso”, hasta Sevilla, donde quedó embelesado con “la cantidad de muchachas bien ataviadas y de una distinguida belleza que se ven por la ciudad”. Ya durante esos años de juventud fue comprobando cómo su vocación espiritual se iba volviendo cada vez más humanista, más concienciada de lo que acabaría llamando un “cristianismo arreligioso”, que se centraba en el lenguaje del amor, y no en las otras perversiones a las que se acercaba lo religioso.

Como recuerda Charles Marsh en esta quizá definitiva biografía, ya en la primera frase de su tesis doctoral advertía: “En este estudio, la filosofía social y la sociología se utilizarán al servicio de la teología”. Pero verdaderamente era él el que se ponía al servicio de los otros, a la atención de los demás. Y este sentimiento se solidificó durante su primer viaje a Estados Unidos, en septiembre de 1930, donde conoció al profesor Reinhold Niebuhr, un teólogo que defendía que “la pregunta sobre cómo analizar la situación social para responder a sus necesidades era más relevante para la teología que todo el análisis morfosintáctico al que se veían sometidas las sagradas escrituras”. El coraje y la honradez del profesor acabó contagiando al joven alemán, cuya visión de la teología cambió definitivamente cuando oró junto a los negros de Harlem en la iglesia Abisinia. A partir de ese momento su teología pasó a ser más accesible, que no evidente, y, como apunta Marsh, comenzó a buscar en las tradiciones cristiana y judía la inspiración para la paz y los valores de la ciudadanía.

Sin embargo, mientras Dietrich crecía como persona en Estados Unidos, su país se hundía en el fascismo. En una carta recibida, su hermano Klaus le avisaba del auge de la extrema derecha, y advertía que si esos sentimientos conseguían captar también a las clases cultas, pronto sería “el fin de esta nación de poetas y pensadores”. No se equivocaba. Poco tiempo después, el 30 de enero de 1933, Hitler fue nombrado nuevo canciller del Reich. El nazismo llegó al poder, a las facultades y a grupos eclesiásticos que acabaron formando los Cristianos Alemanes (CA), que afirmaban que “Dios había escogido un nuevo Israel, el volk alemán. Llegaron incluso a convencerse de que Jesús no había sido judío”. La barbarie se consolidó el 7 de abril, cuando el Reichstag aprobó el párrafo ario. Bonhoeffer, ya casi en calidad de disidente teológico, decía a sus alumnos que “la única esperanza estaba en el bebé nacido de padres judíos, no casados, en el apartado poblado de Belén”. Expulsado poco a poco de la Universidad, siguió ofreciendo su magisterio en la dirección de seminario de la Iglesia Confesante en Finkenwalde, un espacio libre de nazismo al noroeste de Berlín. Entre sus discípulos conoció a Eberhard Bethge, que acabó siendo su fiel compañero hasta el final, y quizá el gran amor —no consumado— de su vida.

A principios de 1939, Hitler anunció su objetivo de destrucción total de la raza judía. Y el teólogo decidió que había llegado la hora de pasar a la acción. Entró a formar parte de la resistencia clandestina con un único objetivo: matar a Hitler. Mientras tanto no dejaba de escribir. En su libro Ética apuntaba que “la Iglesia guardó silencio cuando debió haber gritado, porque la sangre de los inocentes clamaba al cielo”. En la resistencia duró hasta el 13 de marzo de 1943. Ese día un compañero introdujo una bomba de relojería en un avión al que debía subir Hitler. Pero el detonador falló.

Cuando llamaron a la puerta de su casa, la noche del 4 de abril de 1943, Bonhoeffer estaba sentado en el escritorio de roble donde tantas horas había pasado desde su infancia. Antes de que se lo llevaran, le dio tiempo a esconder el manuscrito de esa Ética entre una viga. Durante su duro cautiverio, a pesar de lo limitado del papel, siguió redactando cartas y escritos que Bethge reuniría más tarde en el famoso libro Resistencia y sumisión, convertido hoy en un clásico de la literatura teológica.

La noche del 8 de abril fue declarado culpable y condenado a muerte. A la mañana siguiente, él y otros compañeros fueron conducidos desnudos a la horca. El médico del campamento que lo acompañó en sus últimas horas afirmó que vio al pastor “arrodillado y rezando fervorosamente a Dios”. Añadió que, de nuevo, en el lugar de la ejecución, había pronunciado una breve plegaria, antes de subir los últimos escalones “valiente y sereno”. Quizás fueron los versículos 19-20 del salmo 119, el más largo de todos los salmos, que tanto lo acompañó: “Mi alma se consume deseando tus juicios en todo tiempo”. Pero sus posibles últimas palabras que pasaron a la historia fueron: “Esto no es el fin para mí; es el comienzo de la vida”. Tenía 39 años.

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