Mis queridos sacerdotes y compañeros:
Mientras me hallo recluido aquí, en la cárcel de la ciudad de Birmingham, me llegó vuestra reciente declaración calificando mis actividades presentes de “poco hábiles e inoportunas”. Son pocas las veces en que me detengo a contestar a las críticas formuladas contra mi trabajo e ideas. Si tratase de contestar a todas las críticas que pasan por mi mesa de trabajo, mis secretarios tendrían poco tiempo disponible para cualquier otra cosa en el curso del día, y a mí no me quedaría ni un instante para realizar una tarea constructiva. Pero, como creo que sois hombres de intenciones fundamentalmente buenas, y que vuestras críticas han sido formuladas sinceramente, quiero intentar responder a vuestra declaración con unas pocas palabras que espero sean pacientes y razonables.
Creo que debiera indicaros por qué estoy aquí, en Birmingham, puesto que parecéis influidos por la opinión que anatematiza a los “forasteros que se inmiscuyen en los asuntos ajenos”. Tengo el honor de ser presidente de la Southern Christian Leadership Conference, una organización que actúa en todos los Estados del Sur, con su cuartel general en Atlanta (Georgia). Tenemos en todo el Sur unas ochenta y cinco organizaciones afiliadas, y una de ellas es el Alabama Christian Movement for Human Rights. Compartimos a menudo nuestra dirección y nuestros recursos tanto educativos como financieros con nuestras filiales. Hace varios meses, la filial de aquí, de Birmingham, nos pidió que estuviésemos dispuestos a emprender un programa de acción directa no violenta si ello resultaba necesario. Consentimos en seguida, y, cuando llegó la hora, cumplimos nuestra promesa. Por eso, yo, y conmigo, varios de mis colaboradores de la dirección, estamos aquí, por habérsenos invitado a que viniésemos. Estoy aquí porque aquí tengo vínculos de organización.
Pero, lo que es más importante: estoy en Birmingham porque también está aquí la injusticia. Así como los profetas del siglo VIII antes de Cristo abandonaban sus pueblos y difundían su mensaje divino muy lejos de los límites de sus ciudades originarias; así como el apóstol Pablo dejó su pueblo de Tarso y difundió el Evangelio de Cristo hasta los lugares más remotos del mundo grecorromano, así me veo yo también obligado a difundir el Evangelio de la Libertad allende los muros de mi ciudad de origen. Lo mismo que Pablo, tengo que responder sin dilación a la petición de ayuda de los macedonios. Y, lo que es más, soy consciente de la interrelación existente entre todas las comunidades y los Estados. No puedo permanecer con los brazos cruzados en Atlanta sin sentirme afectado por lo que en Birmingham acontece. La injusticia en todas partes. Nos encontramos cogidos dentro de las ineludibles redes de la reciprocidad uncidos al mismo carro del Destino. Cualquier cosa que afecte a uno de nosotros directamente, nos afecta a todos indirectamente. Nunca más podremos permitirnos el lujo de aferramos a la idea estrecha, provinciana, de “agitador forastero”. Quienquiera que vive dentro de las fronteras de los Estados Unidos tiene derecho a que no se le vuelva a considerar nunca más forastero en el territorio de la nación.
Deploráis las manifestaciones que ahora tienen lugar en Birmingham. Pero vuestra declaración, siento decirlo, hace caso omiso de las condiciones que dieron lugar a estas manifestaciones. Estoy seguro de que ninguno de vosotros quiere limitarse a esta clase de análisis social superficial que no se ocupa más que de los efectos, sin detenerse a aprehender las causas subyacentes. Es una pena que las manifestaciones tengan lugar en Birmingham, pero es todavía más lamentable que la estructura del poder blanco de la ciudad no dejase a la comunidad negra otra salida que ésta.
Toda campaña no-violenta tiene cuatro fases básicas: primero la reunión de los datos necesarios para determinar si existen las injusticias; luego la negociación; después la auto-purificación; y, por último, la acción directa. Hemos pasado en Birmingham por todas estas fases. No cabe discutir el hecho de que la injusticia racial embarga a esta comunidad. Birmingham es probablemente la ciudad más drásticamente segregada de toda Norteamérica. Su horrenda lista de violencias es conocida de todos. Los negros han sufrido de modo flagrante un trato injusto por parte de los tribunales; ha habido más destrucciones de domicilios e iglesias negros a consecuencia de bombas, que han quedado sin resolver en Birmingham que en cualquier otra ciudad de la nación. Con estas condiciones por base, los líderes negros trataron de negociar con los prohombres de la ciudad. Pero éstos se negaron una y otra vez a entablar negociaciones de buena fe.
Entonces, en septiembre último se presentó la oportunidad de hablar con los representantes de la comunidad económica de Birmingham. Durante las negociaciones, los comerciantes formularon ciertas promesas, entre ellas la de suprimir los humillantes símbolos raciales de los almacenes. Apoyándose en estas promesas, el reverendo Fred Shuttlesworth y los líderes del Alabama Christian Movement for Human Rights concedieron una tregua en todas las manifestaciones. Pasaron las semanas y los meses, y comprobamos que éramos víctimas de un perjurio. Unos cuantos emblemas, tras haber sido suprimidos por un tiempo, volvieron a surgir; el resto permanecieron donde estaban.
Como en tantos otros casos, se habían defraudado nuestras esperanzas, y se apoderó de nosotros la sensación de un profundo desaliento. No teníamos más salida que la de apercibirnos para la acción directa en la que presentaríamos nuestros propios cuerpos como instrumentos de exposición de nuestro caso ante la conciencia de la comunidad local y nacional.
A sabiendas de las dificultades existentes, decidimos emprender un proceso de auto-purificación. Dimos comienzo a la creación de toda una serie de seminarios para aleccionar sobre la no-violencia, y nos preguntamos reiteradas veces: “¿Sabrás aceptar los golpes sin devolverlos?” “¿Sabrás prevalecer en la prueba del encarcelamiento?” Decidimos lanzar nuestro programa de acción directa en la temporada de Semana Santa, porque sabíamos que, excepto la Navidad, éste era el período principal de compras durante el año. Conscientes de que un programa enérgico de boicot económico sería la consecuencia de la acción directa, pensamos que éste sería el mejor momento para poner en marcha la presión que pensábamos ejercer sobre los comerciantes para provocar el cambio necesario.
Entonces caímos en la cuenta de que los comicios para la elección del alcalde en Birmingham estaban señalados para el mes de marzo, y decidimos rápidamente posponer la acción hasta el día siguiente al de las elecciones. Cuando descubrimos que el Responsable del Orden Público, Eugene “Bull” Connor, había reunido votos bastantes para presentarse al desempate, nuevamente decidimos posponer la acción hasta el día siguiente al de los comicios finales para que no se utilizaran las manifestaciones con el fin de velar los problemas reales que se debatían. Como muchos otros, esperábamos asistir a la derrota del señor Connor, y para ello nos avinimos a retrasar una y otra vez la fecha de nuestra acción. Después de haber prestado nuestro auxilio a la comunidad en esta necesidad, creímos que ya no se podía demorar más nuestro programa de acción directa.
Preguntaréis: “¿Por qué acción directa?” “¿Por qué sit-ins * marchas y demás?” “¿Acaso no es el de la negociación el camino mejor?” Tenéis razón para abogar por la negociación. De hecho, esto es lo que realmente se propone la acción directa, no-violenta: trata de crear una crisis tal, y de originar tal tensión, que una comunidad que se ha negado constantemente a negociar se ve obligada a hacer frente a este problema. Trata de dramatizar tanto la cuestión, que ya no puede ser desconocida bajo ningún concepto. Podrá parecer raro que yo cite la creación de un estado de tensión como parte del trabajo que incumbe al resistente no-violento. Pero tengo que confesar que no me asusta la palabra “tensión”. No he dejado nunca de oponerme a la tensión violenta, pero existe una clase de tensión no-violenta constructiva, necesaria para el crecimiento. Así como Sócrates creía que era necesario crear una tensión en la mente para que los individuos superasen su dependencia respecto de los mitos y de las semiverdades hasta ingresar en el recinto libre del análisis creador y de la evaluación objetiva, así también hemos de comprender la necesidad de “tábanos” no-violentos creadores de una tensión social que sirva de acicate para que los hombres superen las oscuras profundidades del prejuicio y del racismo, elevándose hasta las alturas mayestáticas de la comprensión y de la fraternidad.
La meta de nuestro programa de acción directa radica en crear una situación tan pletórica de crisis que desemboque inevitablemente en la salida negociadora. Me uno pues, a ustedes en su apología de la negociación. Nuestro querido Sur ha permanecido demasiado tiempo encerrado en un trágico esfuerzo de vivir monologando en vez de dialogar.
Uno de los puntos básicos de su declaración es que la acción que yo y mis colaboradores hemos emprendido en Birmingham es inoportuna. Han preguntado algunos: “¿Por qué no habéis dado a la nueva administración urbana tiempo para obrar?” La única contestación que se me ocurre para esta pregunta es que la nueva administración de Birmingham tiene que ser tan zarandeada como la anterior, si se quiere que obre. Estamos profundamente equivocados si creemos que la elección de Albert Boutwell para el cargo de alcalde convertirá los sueños en realidad en Birmingham. Pese a ser el señor Boutwell persona mucho más pacífica que el señor Connor, ambos son segregacionistas, empeñados en el mantenimiento del statu quo. Espero que el señor Boutwell será lo bastante razonable como para percatarse de la insignificancia de una resistencia denodada a la integración. Pero no lo verá sin la presión de los partidarios incondicionales de los defensores de los derechos civiles. Amigos míos, quiero decirles que no nos hemos apuntado ni un solo tanto en materia de derechos civiles sin una empecinada presión legal y no-violenta. Desgraciadamente, es un hecho histórico incontrovertible que los grupos privilegiados prescinden muy rara vez espontáneamente de sus privilegios. Los individuos podrán ver la luz de la moral y abandonar voluntariamente una postura injusta; pero, como nos recordara Reinhold Niebuhr, los grupos tienden a comportarse más inmoralmente que los individuos.
Sabemos por una dolorosa experiencia que la libertad nunca la concede voluntariamente el opresor. Tiene que ser exigida por el oprimido. A decir verdad, todavía estoy por empezar una campaña de acción directa que sea “oportuna” ante los ojos de los que no han padecido considerablemente la enfermedad de la segregación. Hace años que estoy oyendo esa palabra: “¡Espera!” Suena en el oído de cada negro con penetrante familiaridad. Este “espera” ha significado casi siempre: “nunca”. Tenemos que convenir con uno de nuestros juristas más eminentes en que “una justicia demorada durante demasiado tiempo equivale a una justicia denegada”.
Hemos aguardado más de trescientos cuarenta años para usar de nuestros derechos constitucionales y otorgados por Dios. Las naciones de Asia y África se dirigen a velocidad supersónica a la conquista de su independencia política; pero nosotros estamos todavía arrastrándonos por un camino de herradura que nos llevará a la conquista de un tazón de café en el mostrador de los almacenes. Es posible que resulte fácil decir: “Espera”, para quienes nunca sintieron en sus carnes los acerados dardos de la segregación. Pero cuando se ha visto cómo muchedumbres enfurecidas linchaban a su antojo a madres y padres, y ahogaban a hermanas y hermanos por puro capricho; cuando se ha visto cómo policías rebosantes de odio insultaban a los nuestros, cómo maltrataban, e incluso mataban a nuestros hermanos y hermanas negros; cuando se ve a la gran mayoría de nuestros veinte millones de hermanos negros asfixiarse en la mazmorra sin aire de la pobreza, en medio de una sociedad opulenta; cuando, de pronto, se queda uno con la lengua paralizada, cuando balbucea al tratar de explicar a su hija de seis años por qué no puede ir al parque público de atracciones recién anunciado en la televisión, y ve cómo se le saltan las lágrimas cuando se le dice que el “País de las Maravillas” está vedado a los niños de color, y cuando observa cómo los ominosos nubarrones de la inferioridad empiezan a enturbiar su pequeño cielo mental, y cómo empieza a deformar su personalidad dando cauce a un inconsciente resentimiento hacia los blancos; cuando se tiene que amañar una contestación para el hijo de cinco años que pregunta: “Papá, ¿por qué tratan los blancos a la gente de color tan mal?”; cuando se sale a dar una vuelta por el campo en coche y se ve uno obligado a dormir noche tras noche en algún rincón incómodo del propio automóvil porque no están abiertas las puertas de ningún hotel para uno; cuando se le humilla a diario con los símbolos punzantes de “blanco” y “colored”; cuando el nombre de uno pasa a ser “negrazo” y el segundo nombre se torna “muchacho” (cualquiera que sea la edad que tenga), volviéndose su apellido “John”, en tanto que a su mujer y a su madre se les niega el trato de cortesía de “señora”; cuando se viene estando hostigado de día y obsesionado por la noche por el hecho de ser un negro, viviendo en perpetua tensión sin saber nunca a qué atenerse, y rebosando temores internos y resentimientos exteriores; cuando se está luchando continuamente contra una sensación degeneradora de despersonalización, entonces, y sólo entonces se comprende por qué nos parece tan difícil aguardar. Llega un momento en que se colma la copa de la resignación, y los hombres no quieren seguir abismados en la desesperación. Espero, señores, que comprenderán nuestra legítima e ineludible impaciencia.
Expresan una profunda ansiedad en torno a nuestra decisión de quebrantar las leyes si es preciso. No cabe duda de que su preocupación es legítima. Como pedimos con tanta diligencia a nuestro pueblo que obedeciese a la decisión del Tribunal Supremo que declaraba ilegal la segregación en las escuelas oficiales, podrá parecer paradójico, de buenas a primeras, nuestra desobediencia consciente de las leyes. Podrán preguntar: “¿Cómo pueden ustedes defender la desobediencia de unas leyes y el acatamiento de otras?” La contestación debe buscarse en el hecho de que existen dos clases de leyes: las leyes justas y las injustas. Yo sería el primero en defender la necesidad de obedecer los mandamientos justos. Se tiene una responsabilidad moral además de legal en lo que hace al acatamiento de las normas justas. Y, a la vez, se tiene la responsabilidad moral de desobedecer normas injustas. Estoy de acuerdo con San Agustín en que “una ley injusta no es tal ley”.
Pero ¿cuál es la diferencia entre ambas clases de leyes? ¿Cómo se sabe si una ley es justa o no lo es? Una ley justa es un mandato formulado por el hombre que cuadra en la ley moral o la ley de Dios. Una ley justa es una norma en conflicto con la ley moral. Para decirlo con las palabras de Santo Tomás de Aquino: “Una ley injusta es una ley humana que no tiene su origen en la ley eterna y en el derecho natural. Toda norma que enaltece la personalidad humana es justa; toda norma que degrada la personalidad humana es injusta.”
Todos los mandatos legales segregacionistas son injustos, porque la segregación deforma el alma y perjudica a la personalidad; da al que segrega una falsa sensación de superioridad, y al segregado una sensación de inferioridad asimismo falsa. La segregación, para valernos de la terminología del filósofo judío Martin Buber, sustituye la relación “yo-tú” por una relación “yo-ello”, y acaba relegando a las personas a la condición de cosas. Por eso, la segregación es, además de inadecuada política, económica y sociológicamente, moralmente equivocada y pecaminosa. Dijo Paul Tillich que “pecado es separación”. ¿Acaso no es la segregación una manifestación existencial de la trágica separación del hombre, su aislamiento horrible, su tremenda condición de pecador? Por eso precisamente puedo pedir a los hombres que cumplan la decisión de 1954 del Tribunal Supremo, por ser moralmente recta; y por eso puedo instarles a que desobedezcan las ordenanzas segregacionistas, por ser éstas moralmente equivocadas.
Consideremos un ejemplo más concreto de normas justas e injustas. Una ley injusta es una norma por la que un grupo numéricamente superior o más fuerte obliga a obedecer a una minoría pero sin que rija para él. Esto equivale a la legalización de la diferencia. Por el mismo procedimiento, resulta que una ley justa es una norma por la que una mayoría obliga a una minoría a obedecer a lo que ésta mande, quedando a la vez vinculada al texto normativo dicha mayoría. Esto equivale a la legalización de la semejanza.
Permítaseme dar otra explicación. Una ley es injusta si es impuesta a una minoría que, al denegársele el derecho a votar, no participó en la elaboración ni en la aprobación de la ley. ¿Quién podrá decir que la legislación de Alabama de” la que emanaron las leyes del Estado sobre la segregación fue elegida democráticamente? Por todo Alabama se utilizan toda suerte de métodos sutiles encaminados a evitar que los negros pasen a figurar en los censos electorales; y condados hay en que, por más que los negros constituyan una mayoría de la población, no consta ni un solo negro en las listas. ¿Puede decirse que una ley promulgada en tales circunstancias está estructurada democráticamente?
Algunas veces una ley es justa por su texto e injusta en su aplicación. Por ejemplo, se me arrestó por manifestarme sin permiso. Ahora bien; nada hay de malo en que exista una ordenanza que exige un permiso para una manifestación pública. Pero esta norma se vuelve injusta cuando es puesta al servicio de la segregación, denegando a los ciudadanos el derecho de reunión y protesta pacíficas concedido por la Enmienda Primera.
Espero que sabrán percatarse de la diferencia que trato de mostrarles. Bajo ningún concepto preconizo la desobediencia ni el desafío de la ley, como haría el segregacionista rabioso pues esto nos llevaría a la anarquía. El que quebranta una ley injusta tiene que hacerlo abiertamente, con amor, y dispuesto a aceptar la consiguiente sanción. Opino que un individuo que quebranta una ley injusta para su conciencia, y que acepta de buen grado la pena de prisión con tal de despertar la conciencia de la injusticia en la comunidad que la padece, está de hecho manifestando el más eminente respeto por el Derecho.
Naturalmente, no hay ninguna novedad en esta clase de desobediencia civil. La encontramos, en una de sus manifestaciones sublimes, en la negativa de Shadrach, Meshach y Abednego a obedecer las órdenes de Nabucodonosor, en aras a la ley moral superior. La practicaron de modo soberbio los cristianos primitivos, que estaban dispuestos a enfrentarse con leones hambrientos, con el dolor insoportable de la tortura antes que someterse a ciertas leyes injustas del Imperio Romano. Hasta cierto punto, la libertad académica es actualmente una realidad porque Sócrates practicó la desobediencia civil. En nuestra nación el Boston Tea Party fue un acto colectivo de desobediencia civil.
No hemos de olvidar jamás que todo cuanto hicieron los húngaros que luchaban por la libertad se reputaba “ilegal” en Hungría. “Ilegal” era ayudar y consolar a un judío en la Alemania de Hitler. Aún así, estoy seguro de que, si hubiera vivido entonces en Alemania, hubiese ayudado y consolado a mis hermanos judíos. Si actualmente viviese en un país comunista donde han sido suprimidos ciertos principios inherentes a la fe cristiana, abogaría abiertamente por la desobediencia de las leyes antirreligiosas del país.
Tengo que confesarles honradamente dos cosas, hermanos míos cristianos y judíos; tengo que confesar, primero, que en los últimos años he quedado profundamente desencantado del blanco moderado. Casi he llegado a la triste conclusión de que la rueda de molino que lleva amarrada el negro y que traba su tránsito hacia la libertad, no proviene del miembro del Consejo de Ciudadanos Blancos, o del Ku Klux Klan, sino del blanco moderado que antepone el “orden” a la justicia; que prefiere una paz negativa, que supone ausencia de tensión, a una paz positiva que entraña presencia de la justicia; quien dice continuamente: “Estoy de acuerdo con el objetivo que usted se propone, pero no puedo aprobar sus métodos de acción directa”; lo que cree muy paternalmente que puede fijar un plazo a la libertad del prójimo; igual quien vive de un concepto mítico del tiempo y aconseja al negro que aguarde a que llegue “un momento más oportuno”. La comprensión superficial de los hombres de buena voluntad es más demoledora que la absoluta incomprensión de los hombres de mala voluntad. Resulta mucho más desconcertante la aceptación tibia que el rechazo sin matices.
Esperé que el blanco moderado comprendería que la ley y el orden existen para la elaboración de la Justicia, y que, cuando fracasan en este empeño, se convierten en unas trabas peligrosamente estructuradas que impiden el fluir del progreso social. Esperé que el blanco moderado comprendería que la actual tensión en el Sur es una fase necesaria para la transición desde una odiosa paz negativa en la que el negro aceptaba pasivamente su carga injusta, a una paz muy otra, real y positiva, en la que todos los hombres respetarán la dignidad y el valor de la personalidad humana. De hecho, los que seguíamos la senda de la acción directa no-violenta no somos quienes creamos la tensión. Nos limitamos a traer a la superficie la tensión oculta que se hallaba en estado latente desde mucho antes. La sacamos a la luz, porque así se la puede ver y actuar en consecuencia. Lo mismo que un tumor que no se puede curar mientras siga oculto, y que debe abrirse en todo su horror a los remedios naturales del aire y de la luz, la injusticia tiene que exponerse, con toda la tensión que esta exposición crea, a la luz de la conciencia humana y al aire de la opinión nacional si es que existe el deseo de subsanarla.
Afirman ustedes en su declaración que nuestras acciones, aunque pacíficas, tienen que ser condenadas porque conducen a la violencia. ¿Pero es éste un aserto lógico? ¿No es ello lo mismo que condenar a un hombre víctima del hurto porque el hecho de haber poseído dinero determinó a la pecaminosa acción de robarle? ¿Acaso no es como si se condenara a Sócrates porque su absoluta entrega a la verdad y sus investigaciones filosóficas causaron la actitud del populacho mal aconsejado que le condenó a beber la cicuta? ¿No les parece que esto equivale a condenar a Jesucristo porque su incomparable ciencia divina y su incesante acatamiento de la voluntad de Dios precipitó aquella pecaminosa crucifixión? Hay que reconocer que, como han venido afirmando una y otra vez los tribunales federales, no está bien pedir a un individuo que abandone sus esfuerzos por conquistar sus derechos constitucionales básicos sencillamente porque esta petición pueda determinar la violencia. La sociedad tiene que proteger al robado y castigar al ladrón.
También esperé que el blanco moderado abandonaría ese mito acerca del momento oportuno para librar la batalla por la libertad. Acabo de recibir una carta de un hermano blanco de Texas. Escribe:
“Todos los cristianos saben que, a la postre, el pueblo negro gozará de iguales derechos que los blancos; pero es posible que tengáis excesivas prisas religiosas. La cristiandad ha necesitado casi dos mil años para lograr lo que ahora tiene. Las enseñanzas de Cristo tardan en imponerse al mundo.”
Esta actitud procede de un trágico error en cuanto a lo que es el tiempo, de una noción curiosamente irracional a cuyo tenor hay en el devenir del tiempo mismo algo que inevitablemente cura todos los males. De hecho, el tiempo en sí es neutro; puede ser utilizado para la destrucción lo mismo que para construir. Se me ocurre cada vez más que los hombres de mala voluntad se han valido del tiempo con una eficacia muy superior a la demostrada al respecto por los hombres de buena voluntad. Tendremos que arrepentimos en esta generación no sólo por las acciones y palabras hijas del odio de los hombres malos, sino también por el inconcebible silencio atribuible a los hombres buenos. El progreso humano nunca discurre por la vía de lo inevitable. Es fruto de los esfuerzos incansables de hombres dispuestos a trabajar con Dios; y si suprimimos este esfuerzo denodado, el tiempo se convierte de por sí en aliado de las fuerzas del estancamiento social. Tenemos que utilizar el tiempo de modo creador, conscientes de que siempre es oportuno obrar rectamente. En este momento es hora de convertir en realidad palpable la promesa de democracia y de transformar nuestra indecisa elegía nacional en un salmo de hermandad creador. En este momento es hora de sacar nuestra política nacional de las arenas movedizas de la injusticia racial para plantarla sobre la firme roca de la dignidad humana.
Tildan ustedes nuestra actividad en Birmingham de extremada. Al principio quedé algo desconcertado por pensar que unos sacerdotes colegas míos pudiesen ver en mis esfuerzos no-violentos la actuación de un extremista. Me puse a pensar acerca del hecho de que me encuentro situado en el centro de dos fuerzas opuestas de la comunidad negra. A un lado está la fuerza de la complacencia, compuesta, en parte, de negros que, tras largos años de opresión, han quedado tan faltos de todo sentido de la propia dignidad, tan despersonalizados, que se han adaptado a la segregación; y, en parte, de un puñado de negros de clase media que, debido a cierto grado de seguridad académica o económica, y porque, hasta cierto punto, sacan provecho de la segregación, se han desentendido de los problemas de las masas. La otra fuerza viene animada por el rencor y el odio, y se acerca peligrosamente a la defensa de la violencia. Trasunto suyo son los varios grupos nacionalistas negros que brotan por toda la nación, el más conocido y más numeroso de los cuales es el movimiento musulmán de Elijh Muhammad. Nutrido por la frustración del negro, hijo de la permanencia de la discriminación racial, este movimiento se compone de gentes que han perdido su fe en los Estados Unidos, que han repudiado definitivamente el cristianismo, y que han llegado a la conclusión de que el blanco es un “demonio” incorregible.
He tratado de mantenerme entre estas dos fuerzas, afirmando que no tenemos necesidad de imitar el inmovilismo de los complacientes ni el odio y la desesperación de los nacionalistas negros. Y es que ésta es la mejor forma de protesta amorosa y no-violenta. Agradezco a Dios que haya hecho, por el conducto de la iglesia negra, que la Senda de la no-violencia pasase a formar parte integrante de nuestro plan de lucha. Si esta filosofía no hubiese surgido, estoy convencido de que actualmente muchas de las calles del Sur norteamericano estarían inundadas de sangre. Y estoy, además, convencido de que si nuestros hermanos blancos califican de “demagogos” y de “agitadores forasteros” a aquellos de entre nosotros que se valen de la acción directa no-violenta, y si se niegan a apoyar nuestros esfuerzos no-violentos, millones de negros, presa de la desesperación y de la frustración, buscarán refugio y albergue en las ideologías nacionalistas negras, lo cual, de acontecer, conduciría inevitablemente a una aterradora pesadilla racial.
Los hombres oprimidos no pueden seguir estándolo de por vida. El anhelo de libertad acaba por manifestarse abiertamente, y esto es lo que ha ocurrido con el negro estadounidense. Hay algo dentro de él que le ha recordado que nació con el derecho a la libertad; y algo, otra cosa fuera de él, le ha recordado que esta libertad podía ser conquistada. Consciente o inconscientemente, se ha dejado embargar por el Zeitgeist y el negro norteamericano, unido a sus hermanos negros de África y a sus hermanos amarillos y cobrizos de Asia, América del Sur y el Caribe, marcha impregnado por un ansia que no puede esperar, hacia la Tierra Prometida de la justicia racial. Si se reconoce esta necesidad vital que se ha apoderado de la comunidad negra, se tiene que comprender inmediatamente el por qué de las manifestaciones públicas actuales. El negro lleva dentro de sí muchos resentimientos concentrados y muchas frustraciones latentes, y tiene que liberarlos. Así que déjesele marchar; déjesele participar en procesiones pías en dirección al Ayuntamiento; déjesele participar en los “viajes a la Libertad”, e inténtese comprender por qué siente la necesidad de hacerlo. Si sus emociones reprimidas no encuentran escape en actuaciones no-violentas, buscarán una manifestación violenta. Con ello no formulo una amenaza; me limito a recordar enseñanzas de la Historia. Por eso no he dicho a mi pueblo: “Abandonad vuestro descontento.” Antes bien, he tratado de decir que este descontento normal cuanto sano puede encauzarse por la vía creadora de la acción directa no-violenta. Y ahora, he aquí que se califica de extremista este punto de vista.
Pero, a pesar de que me desconcertó inicialmente el sanbenito de extremista, conforme seguía pensando acerca del asunto, fue entrándome cierta satisfacción por la etiqueta que se me colgaba. ¿Acaso no fue Jesús un extremista del amor?: “Amad a vuestros enemigos; perdonad a los que os vejan; haced el bien a los que os odian y rezad por los que abusan maliciosamente de vosotros y os persiguen.” Y Amós, un extremista de la justicia: “Dejad que la justicia discurra como el agua y que la equidad corra como inagotable manantial.” Y Pablo, un extremista del Evangelio cristiano: “Llevo en mi cuerpo las señalas de nuestro Señor Jesucristo.” Y Martín Lutero, un extremista: “A lo dicho me atengo; no puedo obrar de otra manera: que Dios venga en mi ayuda.” Y John Bunyan: “Permanecería en la cárcel hasta el final de mis días antes que asesinar mi conciencia.” Y Abraham Lincoln: “Esta nación no puede sobrevivir esclava a medias y libre a medias.” Y Thomas Jefferson: “Para nosotros hay verdades evidentes de suyo y una de ellas es que todos los hombres fueron creados iguales…” Así que el problema no estriba en saber si hemos de ser extremistas, sino en la clase de extremistas que seremos. ¿Llevaremos nuestro extremismo hacia el odio o hacia el amor? ¿Pondremos el extremismo al servicio de la conservación de la injusticia o de la difusión de la justicia? En la dramática escena del Gólgota fueron crucificados tres hombres. Nunca hemos de olvidar que los tres fueron crucificados por el mismo delito: el delito del extremismo. Dos de ellos eran extremistas de la inmoralidad, y por eso cayeron más bajo que el mundo que les rodeaba. El otro, Jesucristo, era un extremista del amor, de la verdad y de la bondad, y por eso se elevó por encima del mundo que le rodeaba. Bien podría ser que el Sur, la nación y el mundo necesiten muchísimo de extremistas creadores.
Esperé que el blanco moderado se percataría de esta necesidad. Quizá pequé de excesivo optimismo; quizás fueran excesivas mis esperanzas. Supongo que debía haberme dado cuenta de que pocos son los miembros de la raza opresora capaces de comprender la profundidad de los gemidos y la pasión de los deseos de la raza oprimida, y aún no menos los capaces de ver que la injusticia necesita ser extirpada mediante una acción poderosa, persistente y decidida. Estoy, sin embargo, agradecido a algunos de nuestros hermanos blancos del Sur por haber captado el sentido de esta revolución social y haberse puesto a su servicio. Todavía son demasiado pocos en cuanto al número, pero grande es su calidad. Algunos como por ejemplo, Ralph McGill, Lillian Smith, Harry Golden, James McBride Dabbs, Ann Braden y Sarah Patton Boyle, han escrito acerca de nuestra lucha con palabras elocuentes y proféticas. Otros han marchado con nosotros por las calles anónimas del Sur; se han consumido en cárceles sucias e infestadas de parásitos, sufriendo los insultos y los malos tratos de policías para quienes ellos eran “despreciables negrosófilos”. Frente a lo que solían hacer sus hermanos y hermanas moderados, ellos reconocieron la urgencia de actuar, y sintieron la necesidad de poderosos antídotos “activos” para combatir la enfermedad segregacionista.
Déjenme apuntarles otra razón fundamental de mi desencanto. ¡Cuan grande ha sido éste en lo que hace a la iglesia blanca y sus ministros! Cierto es que existen algunas excepciones notables. No desconozco el hecho de que cada uno de ustedes ha adoptado algunas actitudes significativas acerca del particular. Le aplaudo a usted, reverendo Stallings, por su actitud cristiana el domingo pasado, al dar la bienvenida a los negros en el oficio dominical, aceptando el principio de integración. Aplaudo a los líderes católicos de este Estado por haber integrado hace ya varios años el Spring Hill College. Pero aparte de estas importantes excepciones, tengo que reiterar honradamente que la Iglesia me ha defraudado. No lo digo como lo diría uno de esos críticos negativos que siempre saben encontrar algo equivocado en la Iglesia. Lo digo en mi calidad de ministro del Evangelio, que ama a la Iglesia; en mi calidad de eclesiástico amamantado en su pecho; que se ha sostenido gracias a sus bendiciones espirituales y que seguirá siendo leal mientras le quede un hálito de vida.
Cuando, de pronto, me vi lanzado al liderato de la protesta de los autobuses en Montgómery (Alabama), hace de esto unos años, pensé que gozaría del apoyo de la Iglesia blanca. Pensé que los ministros, sacerdotes y rabinos blancos del Sur se contarían entre nuestros más firmes aliados. Mas, he aquí que algunos de ellos han sido inclusive enemigos, negándose a comprender el movimiento de la libertad y formándose una idea equivocada de sus líderes. En cuanto a los demás, han sido demasiados los que se han mostrado más precavidos que valientes y han permanecido silenciosos detrás de la cloroformizante seguridad de las piadosas vidrieras.
A pesar de ver quebrantados mis sueños, acudí a Birmingham con la esperanza puesta en que la dirección religiosa blanca de esta comunidad se percataría de la justicia de nuestra causa y haría, cumpliendo un profundo deber moral, de canal por el que podríamos encauzar nuestras justas quejas hacia las esferas del poder. Esperé que cada uno de ustedes comprendería. Y de nuevo vino el desencanto.
He oído a muchos dirigentes religiosos del Sur aconsejar a sus feligreses que acatasen una sentencia integracionista porque así lo quería la ley. Pero hubiese querido oír a los eclesiásticos blancos declarar: “Acatad este decreto porque la integración es moralmente justa y porque el negro es vuestro hermano.” En medio de las injusticias palmarias infligidas al negro, he visto a los ministros de la religión blancos permanecer al margen mientras formulaban frases piadosas que no hacían al caso y trivialidades mojigatas. En medio de la grandiosa contienda sostenida por librar a nuestra nación de la injusticia racial y económica he oído a muchos ministros decir: “Son estos problemas sociales con los que el Evangelio no está realmente relacionado.” Y he observado cómo varias iglesias se consagran a una religión perteneciente desde todo punto de vista a un mundo distinto al nuestro; una religión que discrimina curiosamente, de modo antibíblico, entre el cuerpo y el alma, lo sagrado y lo laico.
He viajado por todas partes en Alabama, Mississippi, y todos los demás Estados del Sur. En bochornosos días de verano, y en diáfanas mañanas otoñales, me he quedado mirando las bellas iglesias del Sur con sus elevados campanarios apuntando al cielo. He visto las impresionistas siluetas de sus enormes instituciones dedicadas a la enseñanza confesional. Siempre acababa preguntándome: “¿Qué clase de personas viven aquí? ¿Quién es su Dios? ¿Dónde estaban sus voces cuando salieron de los labios del gobernador Barnett palabras de obstaculización y de anulación? ¿Dónde estaban cuando el gobernador Wallace tocó a rebato dando la señal para desencadenar el odio y la provocación? ¿Dónde estaban sus palabras de apoyo cuando hombres y mujeres negros, magullados y cansados, decidieron abandonar las oscuras mazmorras de la complacencia y pasar a las luminosas colinas de la protesta creadora?”
Sí, sigo preguntándome todo esto. Profundamente desalentado, he llorado sobre la laxitud de la Iglesia. Pero sepan que mis lágrimas fueron lágrimas de amor. No cabe un profundo desaliento sino donde falta un amor profundo. Sí, amo a la Iglesia. ¿Cómo iba a no ser así? Me encuentro en la situación harto frecuente de ser hijo, nieto y bisnieto de predicadores. Sí, la Iglesia es para mí el cuerpo de Cristo. Mas, ¡ay!, cómo hemos envilecido y herido este cuerpo con la negligencia social y con el temor de convertimos en posibles miembros disconformes.
Hubo una época en que la Iglesia fue muy poderosa: cuando los cristianos primitivos se regocijaban de que se les considerase dignos de sufrir por sus convicciones. En aquella época, la Iglesia no era mero termómetro que medía las ideas y los principios de la opinión pública. Era más bien, un termostato que transformaba las costumbres de la sociedad. Dondequiera que un cristiano penetrase en una ciudad, las personas que entonces detentaban las riendas del poder, se perturbaban, e inmediatamente trataban de procesar a los cristianos por ser “perturbadores de la paz” y “agitadores forasteros”. Pero los cristianos no cejaron en su empeño, convencidos de que eran “una colonia celestial”, destinados a obedecer a Dios antes que al hombre. Su número era limitado, pero grande su entrega. Estaban demasiado ebrios de Dios para sentirse “astronómicamente intimidados”. Con su esfuerzo y ejemplo pusieron fin a prejuicios tan remotos como el abominable infanticidio y los funestos combates de gladiadores.
En la actualidad todo ocurre de modo muy distinto. Y es que la Iglesia contemporánea es a menudo una voz débil y sin timbre, de sonido incierto. Es que a menudo es defensora a todo trance del status quo. En vez de sentirse perturbada por la presencia de la Iglesia, la estructura del poder de la comunidad se beneficia del espaldarazo tácito y aún, a veces, verbal, de la Iglesia a la situación imperante.
Pero el juicio de Dios rige para la Iglesia más que nunca. Si la Iglesia de hoy no recobra el espíritu de sacrificio de la Iglesia primitiva, perderá su autenticidad, echará a perder la lealtad de millones de personas, y acabará desacreditada como si se tratara de algún club social irrelevante, desprovisto de sentido para el siglo XX. Todos los días me encuentro con jóvenes cuyo desengaño por la actitud de la Iglesia se ha convertido en auténtico asco.
Puede que también esta vez me haya pasado de optimista. ¿Acaso está la religión demasiado vinculada al status quo como para salvar a nuestra nación y al mundo? Es posible que tenga que polarizar mi fe en la Iglesia espiritual interior, en la Iglesia dentro de la Iglesia, como verdadera ekklesia y esperanza del orbe. Pero agradezco nuevamente a Dios que algunas almas nobles de las filas de la religión organizada hayan roto las cadenas paralizantes del conformismo y se hayan unido a nosotros en calidad de asociados activos en la lucha por la libertad. Abandonaron sus tranquilas congregaciones y marcharon con nosotros por las calles de Albany. Han descendido por las autopistas del Sur participando en unos “viajes de la Libertad”, por cierto sembrado de obstáculos. Sí, fueron a la cárcel con nosotros; algunos de ellos perdieron sus parroquias, quedaron sin el apoyo de sus obispos y de sus colegas eclesiásticos. Pero obraron creyendo que la razón derrotada puede más que la sinrazón triunfante. Su testimonio ha sido la sal espiritual que ha conservado el verdadero significado del Evangelio en estos tiempos de turbación. Han cavado un túnel de esperanza en la negra montaña del desconcierto.
Espero que la Iglesia en conjunto saldrá a la palestra en esta hora decisiva. Pero, aunque la Iglesia no acuda en ayuda de la Justicia, no pierdo mis esperanzas acerca del futuro. No abrigo ningún temor acerca del resultado de nuestra lucha en Birmingham, aunque haya sido dada una interpretación equivocada de nuestros motivos. Alcanzaremos la meta de la libertad en Birmingham y en toda la nación, porque la meta de Norteamérica es la Libertad. Por más que se nos insulte y se haga burla de nosotros, nuestro destino va unido al destino de Estados Unidos. Antes de que los peregrinos arribasen a Plymouth, estábamos aquí. Antes de que la pluma de Jefferson escribiera las majestuosas palabras de la Declaración de Independencia en las páginas de la Historia, estábamos aquí. Durante más de dos siglos, nuestros antecesores trabajaron en este país sin cobrar salario alguno; hicieron rey al algodón; edificaron las mansiones de sus amos mientras sufrían una injusticia flagrante y padecían una humillación abyecta, y, sin embargo, gracias a una vitalidad sin límites, siguieron progresando y multiplicándose. Si las inenarrables crueldades de la esclavitud no pudieron detenernos, menos podrá hacerlo la oposición que tenemos ahora frente a nosotros. Conquistaremos nuestra libertad porque el sagrado legado de nuestra nación y la eterna voluntad de Dios están plenamente integrados en nuestras exigencias.
Antes de terminar, me siento obligado a citar otro punto de la declaración hecha por ustedes que me ha turbado profundamente. Aplaudieron ustedes con calor a la policía de Birmingham por mantener “el orden” y “prevenir la violencia”. Dudo de que aplaudiesen tan fervorosamente a la fuerza policíaca de haber visto a sus perros hincar sus colmillos en negros inermes, no-violentos. Dudo de que aplaudiesen con tanto fervor a los policías de haber observado el horrible e inhumano trato que deparan a los negros aquí, en la cárcel de la ciudad; si les viesen empujar e insultar a las ancianas negras y a las muchachas negras; si les viesen abofetear y golpear a los viejos y a los muchachos negros; si observasen cómo -según hicieron en dos ocasiones- se negaban a darnos de comer porque queríamos cantar para bendecir la mesa juntos. No puedo unirme a ustedes en su alabanza a la policía de Birmingham.
Es cierto que la policía ha demostrado cierta capacidad de disciplina en su trato a los manifestantes. En este sentido, se han comportado más bien de modo “no-violento” en público. Pero, ¿por qué? Para preservar el perjudicial sistema de la segregación. Durante los últimos años he predicado sin cesar que la no-violencia requiere que los medios de que nos valemos sean tan puros como las metas que nos proponemos alcanzar. He tratado de dejar claramente establecido que está mal valerse de medios inmorales para lograr fines morales. Pero ahora he de afirmar que tan mal está, y quizás aún sea peor, valerse de medios morales para la consecución de fines inmorales. Es posible que el señor Connor y sus policías se hayan mostrado más bien no-violentos en público como hiciera el jefe de policía, Pritchett, en Albany (Georgia), pero han utilizado los medios morales que les brinda la no-violencia para mantener la meta inmoral de la injusticia racial. Como dijera el gran escritor T. S. Eliot: “La última tentación es la mayor de las traiciones: obrar bien por malos motivos.”
Hubiese preferido que aplaudiesen a los negros que participaban en los sit-ins y en las manifestaciones de Birmingham, rindiendo así homenaje a su valor sublime, a su aceptación del martirio y su increíble disciplina ante tamaña provocación. Algún día reconocerá el Sur cuáles son sus verdaderos héroes. Se citarán a los James Meredith, con el noble sentido de la misión propia que les arma para enfrentarse a muchedumbres vociferantes y hostiles, y con esa oprimente sensación de soledad que caracteriza la vida del pionero. Se citarán las mujeres negras oprimidas, de edad provecta, desgastadas, simbolizadas por aquella anciana de setenta y dos años que en Montgómery (Alabama), se alzó, movida por su sentido de la dignidad, y decidió con los suyos no viajar más en autobuses segregados, y que respondió con espontánea profundidad a alguien que le preguntaba acerca de su cansancio: “Tengo los pies cansados, pero mi alma descansa.” Se hablará de los jóvenes alumnos de los institutos y de los estudiantes universitarios; de los jóvenes ministros del Evangelio y de toda una pléyade de sacerdotes mayores que ellos, que se sientan en las secciones alimenticias de los almacenes, valientemente y adhiriéndose a la no-violencia, a la vez que dispuestos a ingresar a la cárcel porque así se lo pide su conciencia. Día llegará en que el Sur se entere de que, cuando aquellos hijos desheredados de Dios se sentaban en los snac-kbar de las galerías, de hecho estaban defendiendo lo mejor del sueño norteamericano y los valores más sagrados de nuestro legado judeocristiano, reconduciendo así nuestra nación a los grandes pozos de la Democracia, profundamente cavados por los padres de la nación norteamericana en su formación de la Constitución y de la Declaración de la Independencia.
Nunca antes de ahora escribí una carta tan larga. Me temo que sea demasiado larga, habida cuenta de lo cargado que están sus horarios. Les aseguro que hubiese sido mucho más corta de haber sido escrita detrás de un cómodo despacho, pero, ¿qué puede hacer uno cuando está solo en una estrecha celda de la prisión, como no sea escribir largas cartas, desentrañar profundos pensamientos y rezar interminables oraciones?
Si hay en esta carta algo que exagera la verdad, e indica una impaciencia poco razonable, les pido que me perdonen por ello. Si hay en ella algo que minimiza la verdad e indica que es tanta mi paciencia que me conformo con algo menor que la fraternidad, pido a Dios, que me perdonen.
Espero que esta carta los halle firmes en su fe. Espero también que las circunstancias me permitirán reunirme con cada uno de ustedes no como integracionista ni como líder del movimiento de los derechos civiles, sino en calidad de eclesiástico y de hermano cristiano. Esperemos todos que los oscuros nubarrones del prejuicio racial se alejen pronto y que la densa niebla de la interpretación torcida se apartará de nuestras comunidades presas de miedo, y que algún día no lejano las refulgentes estrellas del amor y de la fraternidad iluminarán nuestra nación con toda su deslumbrante belleza. Me despido de ustedes, quedando suyo en la causa de la Paz y la Fraternidad.