Durante varias horas, una de las chimeneas del edificio parisino no paraba de desprender una negra humareda de olor nauseabundo. Los vecinos, extrañados, avisaron a la Policía para que comprobasen a qué se debía. Cuando los agentes revisaron el inmueble y accedieron al sótano localizaron la “sala de los horrores” con un horno crematorio, una caldera de carbón con partes de cuerpos desmembrados, un cadáver sobre una mesa de operaciones, material quirúrgico y una jaula con grilletes.
Sin embargo, el dueño de aquel cuarto, el doctor Marcel Petiot, afirmó ser jefe de la Resistencia francesa en plena Segunda Guerra Mundial y que sus víctimas pertenecían a la Gestapo. Los gendarmes, agradeciendo su alarde de patriotismo, decidieron dejarlo marchar. Acababan de soltar a un peligroso asesino en serie de judíos.
Delincuente precoz
Marcel André Henri Félix Petiot, su verdadero nombre, nació el 17 de enero de 1897 en Auxerre, al sur de París, y ya desde su más tierna infancia desarrolló comportamientos sexuales impropios de su edad: propuestas de relaciones íntimas a otros compañeros de clase con apenas diez años o intercambio de fotografías lascivas. Además de este precoz despertar sexual, Marcel se entretenía con la tortura y asesinato de animales pequeños, con llamadas de atención mediante el uso de armas en clase (previo robo de una pistola a su padre) y de performances como si de un lanzador de cuchillos se tratase.
Su rebeldía le costó varias expulsiones del colegio y derivó en una conducta eminentemente delictiva agravada en 1912 con la muerte de su madre y con el posterior traslado de residencia a la casa de su tía.
Las chiquilladas dejaron de serlo cuando Marcel comenzó a robar. A los diecisiete, lo pillaron mangando un buzón de correos y toda su correspondencia, y tras la evaluación psicológica requerida por el juez, fue puesto en libertad. El psiquiatra que lo examinó aseguró que se trataba de “un joven anormal” con “problemas personales y hereditarios” que limitaban en mayor medida “la responsabilidad de sus actos”. Es decir, le diagnosticaron una enfermedad mental.
Durante la Primera Guerra Mundial fue reclutado por las tropas de infantería y enviado al frente en noviembre de 1916. A los seis meses, gaseado y herido, Marcel estuvo en varios hogares de reposo donde mostró signos de “desequilibrio mental, neurastenia, depresión mental, melancolía, obsesiones y fobias”. Así lo concluyeron los médicos que le trataron en el pabellón psiquiátrico de Fleury-les-Aubrais.
En septiembre de 1920 y después de protagonizar varios brotes psicóticos con tendencias suicidas, el ejército le retiró el uniforme y le concedió una invalidez por discapacidad del cien por cien. Pero para entonces, Marcel estudiaba medicina gracias a un programa para veteranos de guerra. Un año después se licenció en Medicina por la Facultad de París y empezó a ejercer en Villeneuve-sur-Yonne.
En esta localidad, Marcel se convirtió en una figura relevante con más sombras que luces. En 1926 fue elegido alcalde, aunque suspendido de su cargo por fraude y malversación de fondos. Sus prácticas médicas también estuvieron en entredicho: suministraba toda clase de opiáceos y opioides y practicaba abortos ilegales. Incluso lo acusaron de asesinar a la hija de un paciente con la que mantenía una relación sentimental y que desapareció en extrañas circunstancias. La Policía jamás pudo demostrar nada.
En junio de 1927 se casó con la hija de un acaudalado terrateniente, Georgette Lablais, tuvieron un hijo, y durante los siguientes seis años hizo malabares para sortear la acción de la justicia. Desde su llegada a la ciudad, su fama de ladrón se fue incrementando hasta acusarlo de robar energía eléctrica. Con esta reputación, Marcel y su familia decidieron mudarse a París y abrir una nueva consulta.
Iniciada la Segunda Guerra Mundial y tras la invasión alemana de Francia en junio de 1940, el médico ayudó a sus compatriotas con certificados médicos falsos donde confirmaba su incapacidad para el trabajo, y a quienes que regresaban de la contienda, los asistía prescribiéndoles narcóticos. Las autoridades tan solo le pusieron una multa.
Eugène y la Resistencia
Durante los años que los nazis ocuparon territorio francés, empezó a circular el rumor en París de que un médico ayudaba a los judíos a huir de Francia con destino a Latinoamérica. Se trataba del Dr. Eugène (seudónimo utilizado por Marcel Petiot para evitar que lo reconociesen), jefe de la Resistencia, que proporcionaba documentación falsa para que judíos, resistentes o criminales viajasen a Argentina a cambio de 25.000 francos por persona (unos 3.800 euros).
Sin embargo, aquello no era más que una artimaña para conseguir víctimas fáciles para los propios experimentos criminales de Marcel. Gracias a la ayuda de tres cómplices (Raoul, Edmond y René-Gustave), el médico captó a numerosos clientes que según entraban por la puerta terminaban diseccionados.
Cada víctima asesinada en la consulta de Petiot lo hizo engañada, estafada y “vacunada”. Para esto último, el doctor aseguraba que la inyección era indispensable para evitar contraer cualquier enfermedad del país latinoamericano. Nadie se resistió y aquello supuso su condena a muerte. Familias enteras, peleteros de renombre, judíos adinerados, toxicómanos… Todos arribaban a su despacho con las maletas hechas a la espera de un viaje que nunca llegó.
Después de inyectarles cianuro, los encerraba en una sala, esperaba a que muriesen y, una vez muertos, robaba todas sus pertenencias y lanzaba sus cuerpos al río Sena. En cuanto empezó a acumular demasiados cadáveres decidió optar por sumergirlos en cal viva e incinerarlos.
La economía del médico subió exponencialmente al mismo ritmo que su fama entre los corrillos de quienes necesitaban salir del país por cualquier medio, lo que despertó las sospechas de la Gestapo y la consecuente investigación por presunta vinculación con la Resistencia. Las pesquisas dieron sus frutos y localizaron a sus secuaces, a los que detuvieron e interrogaron. Los hombres señalaron a Petiot como integrante de una red de rebeldes franceses y lo arrestaron.
Durante los siguientes ocho meses, el médico fue torturado e interrogado en la cárcel de Fresnes sin que este delatase a nadie de su supuesto grupo. Nunca lograron sacarle un solo nombre porque todo era mentira, pero esto los nazis ni se lo podían imaginar. Finalmente, fue liberado sin pruebas de su supuesto vínculo con la Resistencia.
La fumata negra
Una vez en la calle, Marcel decidió deshacerse de todas las pruebas de su actividad criminal en el sótano de su consulta: encendió el horno crematorio, introdujo algunas partes de cadáveres y se marchó dejando que la chimenea desprendiese una humareda negra y maloliente. Durante varias horas de aquel 11 de marzo de 1944, los vecinos se quejaron de la extraña fumata y llamaron a la Policía.
Cuando los agentes se personaron y entraron en el sótano, descubrieron una sala con trozos de cuerpos diseccionados, unos dentro de un crematorio, otros en una caldera con carbón y algunos más en un pozo de cal viva. Además, el cuarto contaba con material quirúrgico, una mesa de operaciones con un cuerpo humano y una especie de jaula con grilletes.
Tras preguntar a los vecinos y descubrir que Petiot era el dueño de dicha estancia, la gendarmería procedió a interrogarle por su vinculación con aquella sala de tortura. Durante la charla, el médico convenció a los agentes de ser jefe de la Resistencia francesa, de que esos restos humanos correspondían a miembros de la Gestapo y de que tenían que dejarlo marchar para destruir documentación comprometida antes de que “el enemigo los encuentre”. Ante aquellas explicaciones, los policías franceses le soltaron sin dudar: era un patriota.
Poco después y ante las insólitas pruebas recabadas en el sótano de Petiot, se inició una investigación sobre los hechos. El médico los había engañado y se encontraban ante la “sala de los horrores” con veintisiete muertos, setenta y dos maletas y 655 objetos. Fue aquí cuando descubrieron que las víctimas eran mayoritariamente judías y no alemanas.
Los siguientes siete meses, el asesino estuvo en busca y captura, pero para pasar desapercibido se dejó barba, se puso el sobrenombre de Capitán Valéry y se alistó en las tropas francesas. Por su parte, las autoridades, conocedoras de su megalomanía, le tendieron una trampa al publicar un artículo en el periódico titulado: “Marcel Petiot, soldado del Reich”.
El médico no se resistió y decidió enviar una carta al periódico donde negaba que fuese un traidor. Por el poco tiempo transcurrido en recibir la misiva, la Policía sabía que aún estaba en París, así que aumentaron la presencia de los gendarmes hasta que lo detuvieron en una estación de metro el 2 de noviembre de 1944. Entre sus pertenencias hallaron una pistola, cincuenta documentos de identidad correspondientes a sus víctimas y cerca de 5.000 euros.
El juicio contra Marcel Petiot se inició el 18 de marzo de 1945 en el Tribunal del Sena por el asesinato de 27 personas donde el acusado alegó las diversas hospitalizaciones en clínicas psiquiátricas para eximirse de cualquier responsabilidad. Durante su declaración en el estrado, explicó que pertenecía a una red de la Resistencia, encargada de eliminar a miembros de la Gestapo, y que perpetró 19 asesinatos, pero siempre en nombre de Francia.
A las tres semanas, el tribunal lo declaró culpable de veinticuatro de los veintisiete asesinatos y fue condenado a morir en la guillotina. El médico fue ejecutado el 25 de mayo de 1946 en la prisión parisina de La Santé y, antes de morir, hizo gala de su particular humor negro al decir: “Caballeros, les ruego que no miren. No va a ser bonito”. Justo cuando la hoja seccionó su cuello, Marcel sonrió.