Por siglos, la humanidad estuvo regida por monarquías, sistema basado en un craso error conceptual: los hijos de los hombres fuertes que regían una nación, seguramente heredarían las características destacables que adornaban a sus líderes y, por esta razón, sus hijos gobernarían con idéntico poder al de sus padres. Si bien la idea parece lógica, hoy sabemos que la naturaleza no sigue los principios aristotélicos sino los secretos caminos de la biología y la genética. Con el tiempo, los súbditos deben haberse percatado de que esta regla no se cumplía y, las más de las veces, el hijo del rey magnífico era un badulaque y los príncipes azules desteñían.
Como faltaban siglos para descubrir las leyes de la genética descriptas por Mendel, y más aún para conocer el ADN y su hélice misteriosa, los monarcas decidieron redoblar la apuesta y casar a sus príncipes con las hijas de reyes de otras comarcas para reforzar vínculos políticos y económicos con sus vecinos. Después de un tiempo, todas las casas reinantes de Europa compartían lazos de consanguinidad, aumentando así los riesgos de transmitir a su descendencia enfermedades de origen genético.
Lo único que salvaba a Europa de que no fuese gobernada por personas con trastornos genéticos, era la infidelidad que permitía la introducción de genes extrafamiliares mediante relaciones impropias. La mayor parte de las veces, las infidelidades pasaban desapercibidas o solo parecían ser rumores malintencionados. Pero hubo un caso particular: la hija negra de Luis XIV de Francia, más conocido como el Rey Sol.
Resulta que el joven Luis se casó convenientemente con la hija de Felipe IV de España e Isabel de Borbón, dueños de un legendario imperio donde si bien no se ponía el sol, se necesitaba dinero. La princesa española se llamaba María Teresa y era, siguiendo las reglas de la monarquía, prima de su cónyuge tanto por lado materno como paterno.
Los cónyuges no se sentían atraídos entre sí: María Teresa le parecía a Luis una chica “de dientes estropeados y con un peinado horrible”. A pesar de su apodo, el Rey Sol no era tan brillante: era poco agraciado, con una nariz prominente y escaso de estatura (déficit que compensaba usando tacones y pelucas), además de tener una constelación de amantes que lo llevaban de escándalo en escándalo.
María Teresa se sentía sola en la corte de Versailles, que por entonces estaba en construcción. Nadie le prestaba mucha atención a la española, hecha la excepción del almirante, duque de Beaufort, quien para paliar el aislamiento de la reina, no tuvo mejor idea que regalarle un esclavo africano y pigmeo al que llamaron Nabo (aunque sospecho que entonces este nombre no tenía las contemplaciones peyorativas que hoy le otorgamos).
Al cabo de unos meses, la Reina María Teresa parió una niña negra. Ustedes imaginarán el escándalo en la Corte, al ver una niña que se parecía a Nabo… El capellán de la Corte se desmayó, los príncipes se rieron del estupor de la reina y pronto se tejieron los más diversos comentarios, aunque todos señalaban a Nabo. La niña, llamada Ana Isabel, convenientemente murió a los pocos días, y Nabo también pasó oportunamente al más allá.
Sin embargo, no todo apunta al adulterio ya que podría haberse tratado de un caso de cianosis perinatal, o la manifestación de los genes de su abuela, María de Medici en cuya familia había genes africanos.
Una versión menos trágica
Veinte años después de la muerte de María Teresa -estoica cónyuge que toleró las múltiples amantes que su consorte exhibía ante todo el mundo con desparpajo- toda la corte asistió a la solemne ceremonia de votos de una monja negra llamada Louise-Marie-Therese (1664-1732) en el convento benedictino de Moret-Sur-Loing, a la que el monarca le concedió una pensión vitalicia de 300 libras. Louise Marie solía ser frecuentada por distintos miembros de la familia Real y, ni corta ni perezosa, se vanagloriaba ante sus superioras de ser ella la hija de la Reina María Teresa. Tal fue el prestigio de la monja negra, que el mismísimo Voltaire quiso conocerla, y constató que la monja era muy parecida a Luis XIV, quien habría sido su progenitor fruto de las relaciones con una joven esclava negra quien solía representar en las obras teatrales que se daban en Versailles, el rol de “sauvagesse“.
La monja negra afirmaba a quien la quisiese oír que ella era hermana del Delfín de Francia. Por supuesto que estas habladurías no eran bien vistas, a punto tal, que madame de Maintenon, una de las favoritas del Rey que más poder había acumulado en el ambiente político de Francia, se tomó la molestia de visitarla para quitarle esa peregrina idea de la mente, cosa que no logró, ya que la monja le contestó: “Madame, que usted esté aquí solo confirma que soy la hija del rey”.
Luis XIV tuvo no menos de 17 hijos naturales. A raíz de los frecuentes desplantes de su marido, que cambiaba de amante como de peluca, y su soledad en la corte francesa, María Teresa afirmó antes de morir: “Desde que soy reina, no he sido feliz ni un solo día”.
El cuerpo de María Teresa fue enterrado en Saint Denise, pero su corazón fue conservado en Val de Grace, como se acostumbraba con los monarcas de Francia. Durante la Revolución de 1789, sus restos fueron profanados por una turba dispuesta a borrar de la faz de la Tierra todo vestigio de la monarquía francesa.