Los rohingyas y el desamparo

Para entender este odio racial entre birmanos budistas y rohingyas musulmanes es preciso remontarse al siglo XIX, más concretamente al año 1824, cuando se desarrolló la primera de las tres guerras anglo-birmanas.

En plena época colonialista, el Imperio británico envió una campaña a Birmania (se llamaba Birmania hasta su independencia del Reino Unido en 1988; desde la nueva constitución de 1989 se llama Unión de Myanmar) con el objetivo de adueñarse del enclave territorial estratégico situado en la región del noreste de la India y del noroeste del sudeste asiático. Cuando los ingleses se apropiaron de la región de Arakan, al noroeste de Birmania, un flujo de migrantes musulmanes de la India y de Bengala (que luego fue Pakistán Oriental y hoy es Bangladesh) comenzaron a cruzar las fronteras y se asentaron en esa región: esos son los rohingyas. Con los años esta población fue aumentando, hasta que llegó la Segunda Guerra Mundial.

Cuando Japón ocupó Birmania, los budistas birmanos, apoyados por los japoneses, comenzaron a disputar ese territorio contra los musulmanes. Pero al final fueron los británicos los vencedores de la guerra y permitieron que los rohingyas siguieran habitando la región de Arakan, hoy llamada Rakhine.

En 1948, un grupo de rebeldes dirigido por Aung San, padre de Aung San Suu Kyi (líder política de Myanmar y consejera de Estado hasta febrero de 2021) declaró la independencia de los británicos aprovechando el marco de la postguerra, y tras la independencia comenzó la discriminación contra este grupo étnico. Ese año, la Ley de Unión de Ciudadanías designó cuáles eran las “razas indígenas de Birmania” que tenían derecho a la nacionalidad, y los rohingya no figuraban entre ellas. Sin embargo, la ley permitía que aquellos que pudieran documentar la presencia de al menos dos generaciones en el país accedieran a documentos de identidad y así se facilitó la nacionalidad a parte de la comunidad.

Pero con el golpe de Estado militar de 1962 las cosas cambiaron; los militares obligaron a los birmanos a obtener tarjetas de identidad pero se las negaron a los rohingyas, a quienes calificaron de inmigrantes ilegales. Los militares radicalizaron su postura con la Ley de Ciudadanía de 1982. Con esa ley, la Junta Militar gobernante estableció las 135 etnias que componen Birmania, dejando otra vez al margen a los rohingyas. Esta nueva ley establecía tres niveles de ciudadanía, y para obtener el nivel más básico los aspirantes debían probar que sus familias habían vivido en Birmania desde antes de 1948 y hablar con fluidez en alguna lengua nacional. Los rohingyas hablan su propio dialecto y la gran mayoría no tenía los papeles probatorios que les exigían. Desde entonces, los rohingyas han sobrevivido bajo un gran desamparo, librados a su suerte.

El gobierno de Myanmar considera a los rohingyas inmigrantes ilegales; a consecuencia de eso, los rohingyas no tienen derecho a la ciudadanía. En otras palabras, son apátridas. Además, los rohingyas carecen de derechos básicos como la libertad de movimientos y el derecho a conseguir trabajo; no tienen acceso a los servicios de salud y a la educación, se les confiscan tierras, padecen regulaciones discriminatorias a la hora de contraer matrimonio y se les impide tener más de dos hijos. También sufren restricciones a la hora de ejercer determinadas profesiones como la medicina o la abogacía.

Como si eso fuera poco, el ejército de Myanmar los ha perseguido violentamente “en oleadas”: en 1970, en 1991, en 2012, y finalmente en 2017, siempre bajo el pretexto de considerarlos “inmigrantes ilegales”.

En la oleada expulsiva de 2012, incluso los monjes budistas birmanos, islamófobos y que consideraban a los rohingyas teroristas, participaron en las masacres de civiles y en el incendio de aldeas musulmanas y mezquitas.

El último y más violento ataque del ejército de Myanmar comenzó el 25 de agosto de 2017, tras el ataque de un grupo armado de rohingyas contra unos puestos militares en el que murieron 12 militares. Encendida esa mecha, el ejército de Myanmar inició una represión calificada de catástrofe humanitaria por Amnesty Internacional.

Más de 40 enclaves musulmanes fueron quemados y destruidos, y la represión militar en la región de Rakhine provocó el éxodo de los rohingyas, mayormente a pie en un trayecto de una semana a través de la selva y bajo las lluvias monzónicas, o en bote. Muchos murieron en el trayecto, otros enfermaron. Muchos botes se hundieron o se dieron vuelta en el río por exceso de peso muriendo muchas personas, sobre todo niños.

ACNUR (Agencia de la ONU para Refugiados) instó a Bangladesh a abrir sus fronteras ya que el número de emigrados rohingyas aumentaba rápidamente. La capacidad de los campamentos de refugiados quedó colapsada al llegar a 270.000 personas, y se improvisaron albergues al costado de las carreteras y en terrenos disponibles. Se estableció un puente aéreo de ayuda, y a 20 días del éxodo ya eran más de 400.000 los rohingyas que habían llegado a Bangladesh. Aparecieron brotes de enfermedades contagiosas en los asentamientos informales, las vacunas de la ONU no alcanzaban, se aumentó la provisión de estructuras de saneamiento pero la muerte siempre va más rápido.

Mientras tanto, a pesar de las amenazas de ser asesinados si no abandonaban sus hogares, miles de rohingyas optaron por quedarse en sus casas en el estado de Rakhine. Entonces sus aldeas fueron incendiadas, por lo cual se vieron obligadas a huir también, un mes y medio después del comienzo de la ola represiva. A esta altura ya eran más de 600.000 personas que habían golpeado las puertas de Bangladesh, siendo la gran mayoría mujeres y niños.

Bangladesh y Myanmar conversaron sobre el tema de los exiliados, pero no hubo acuerdo ya que Myanmar no los consideraba ciudadanos propios sino inmigrantes de Bangladesh en épocas pasadas (para Myanmar, los rohingyas “estaban volviendo” a su país original), y no figuraban en el listado de etnias aceptadas como ciudadanos de Myanmar.

Bangladesh se vio desbordado por la crisis. Respetó el “principio de no devolución” y por eso permitió a los rohingyas que ya habían cruzado la frontera permanecer dentro de su territorio (tampoco podía devolverlos ya que las autoridades de Myanmar no los aceptaban), pero Bangladesh es un país pobre y la situación estaba (y está) lejos de resolverse, así que finalmente el gobierno de Bangladesh decidió limitar el número de rohingyas ingresantes en su país. Por eso, los rohingyas que no lograron entrar a Bangladesh fueron derivados a campos de refugiados “neutrales”, en los que aún viven en condiciones miserables.

Hasta esa ola de violencia, la comunidad rohingya en Rakhine era de unos 1.100.000 habitantes. A causa de esta trágica campaña de limpieza étnica, más de 700.000 han huido a refugiarse en Bangladesh, donde ya vivían unos 500.000 exiliados huidos de oleadas de persecución anteriores. Además, unos 200.000 viven en Pakistán, 200.000 en Arabia Saudita, 40.000 en Malasia, 40.000 en India, más de 10.000 en Thailandia y 10.000 en Indonesia.

En la actualidad las cosas no han cambiado mucho. En Rakhine, donde viven los rohingyas que no han huido, el resto de la población es budista y mantiene una abierta animadversión hacia ellos. El 90% de la población de Myanmar es budista (4% musulmana, 2% cristiana), y los budistas de Myanmar han acatado el discurso de las autoridades según el cual los rohingyas son en realidad inmigrantes bengalíes que llegaron al país durante la era colonial británica que comenzó al fin de la primera guerra anglo-birmana. Los budistas suelen manifestarse a favor de la expulsión de los rohingyas, de las ONG que prestan asistencia a los rohingyas en Rakhine y de los representantes de la ONU en la región. Los rohingyas, por su parte, sostienen que su presencia en Rakhine (por entonces llamada Arakan) es anterior a la guerra anglo-birmana, y hay referencias históricas escritas sobre la presencia de rohingyas en el norte del estado de Arakan que se remontan al siglo XVIII).

El Consejo de Seguridad de la ONU se ha limitado hasta ahora a expresar su preocupación por la limpieza étnica pero no ha autorizado ninguna acción en Myanmar luego de la ola de violencia de 2017. China y Rusia, miembros permanentes del Consejo de Seguridad, apoyan a Myanmar. El Consejo de Derechos Humanos de la ONU envió una misión para investigar las acusaciones de “crímenes contra la humanidad” denunciadas por sobrevivientes de la brutal represión militar contra los rohingyas, pero el gobierno de Myanmar no concedió visados a los enviados de la ONU.

Mientras tanto, la situación en los campos de refugiados es dramática.

ACNUR y el Gobierno de Bangladesh han registrado a más de 860.000 refugiados rohingyas en los asentamientos de Cox’s Bazar, una de las zonas más húmedas de Bangladesh. Casi todos los refugiados están en los campamentos de Kutupalong y Nayapara o en sus alrededores. Los campamentos están colapsados, la infraestructura es entre precaria e inexistente, y debido a eso han ido surgiendo nuevos asentamientos espontáneos. La crisis es máxima dada la falta de albergues adecuados, agua, condiciones sanitarias, acceso a servicios básicos y una mínima seguridad para los niños. El asentamiento de refugiados de Kutupalong ha crecido hasta convertirse en el más grande de su tipo en el mundo, con más de 600.000 personas viviendo en un área de apenas 13 km2.

Más de 40.000 refugiados viven en terrenos abruptos e irregulares propensos a deslizamientos de tierra e inundaciones; el 60% fue reubicado por la ACNUR, pero aún quedan muchos que corren serios riesgos en la temporada de los monzones, entre junio y septiembre. ACNUR también mantiene 116 puestos de almacenamiento con ayuda de emergencia y ha proporcionado a más de 80.000 familias de refugiados “kits de albergue” (qué término…) que incluyen postes de bambú, cuerdas, lonas de abrigo, sacos de arena y herramientas.

El gobierno de Bangladesh ha respondido de buena manera durante la última crisis; ha construido 30 km de caminos de ladrillo y senderos, 90 km de tuberías de drenaje, 63 km de muros de contención y 2,5 km de puentes. Sin embargo, se necesita un apoyo internacional para intensificar la asistencia pensando en la ayuda humanitaria a mediano plazo, incluyendo la educación y los programas para proteger a los refugiados más vulnerables, como los niños y las personas con necesidades especiales.

Las aldeas locales de Bangladesh también han aceptado a los recién llegados, ayudando y forzando sus recursos que ya de por sí son limitados. Pero en última instancia, la solución a la situación de los rohingyas recae en Myanmar.

El conflicto rohingya de Myanmar es un asunto étnico y religioso; los rohingyas musulmanes se enfrentan a una islamofobia muy arraigada en una sociedad y un Estado budista que además no los acepta como etnia originaria. Pero también hay un aspecto político y económico: la región de Rakhine es una de las más pobres de Myanmar, por lo que los rohingyas son considerados una carga económica adicional para el Estado, ya que compiten por los pocos empleos disponibles.

En la actualidad, los budistas birmanos de Rakhine dicen que se sienten amenazados por una etnia con lengua propia que crece más rápidamente que ellos. El gobierno de Myanmar sostiene que los rohingyas en el estado de Rakhine son un peligro para la identidad nacional, por lo cual debe imponerles restricciones ya que no los considera ciudadanos. Los rohingyas no quieren seguir viviendo como apátridas que viven desamparados en su propia tierra y viven en condiciones infrahumanas tanto en Myanmar como en los espantosos campos de refugiados o en Bangladesh.

La ONU ha calificado de “genocidio” la persecución y muerte de los rohingyas (imposible calcular con exactitud la cantidad de muertos, que parece cercana a los 40.000). Esta tragedia es vista “con preocupación” por las organizaciones internacionales, pero… alpiste, perdiste. Al menos eso parece.

Se estima que tres cuartas partes de la población rohingya se encuentran hoy en día fuera de Myanmar.

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