Se sabe que la Generación Beat fue, básicamente, una de poetas, en la que se destacaron Allen Ginsberg, Lawrence Ferlinghetti y Gregory Corso. En esta línea, no llama la atención que personajes históricamente asociados a la novelística como Jack Kerouac también desarrollaran una importante obra poética. Este aparente olvido, con toda probabilidad debido a la tendencia a desmerecer el trabajo lírico de los autores que se destacaron en la narrativa, aunque no es sorpresivo, sí tiene un leve sabor a injusticia que solo recientemente ha comenzado a subsanarse.
El problema principal, sin duda, ha sido el reduccionismo. Como Jackson Pollock es recordado por el action painting, Kerouac terminaría pasando a la historia por la “prosa espontanea”. Al igual que pasa con el pintor, este sistema de escritura continua y de expresión libre que tendemos a relacionar con las obras en prosa más importantes del autor, como En el camino (1957), terminaría nublando la motivación que guiaba toda su obra.
En este caso no hay mayores variaciones. Como el resto de los Beats, Kerouac se mostraba insatisfecho con los valores de la sociedad americana de posguerra y se había lanzado a la búsqueda del verdadero sueño americano. Él, sin distinguir entre vida y literatura, lo buscó en las rutas a lo largo y ancho del país y, si bien su alcoholismo agudo y su muerte temprana a los 47 años en 1969 parecen indicar que no lo encontró, por lo menos se encargó de documentar lo que allí veía con la ilusión de iluminar a otros.
Se sabe que mucha de su obra llegó a ser publicada después de años, con gran dificultad e, irónicamente para trabajos tan “espontáneos”, con mucha edición para evitar caer en las manos de la censura. Teniendo esto en cuenta, no sorprende que muchísimo de su trabajo, especialmente el poético, no existiera originalmente en compilaciones o en libros autónomos, sino que se encontraba distribuido en sus novelas, en sus cartas y en sus cuadernos personales. Es por esto que -luego de la muerte de la tercera y última esposa de Kerouac, que había sellado los archivos del escritor hasta la fecha de su deceso- las primeras compilaciones de trabajo inédito recién empezaron a aparecer a partir de 1990. Fue entonces que a su obra poética más importante publicada en vida, el extenso Mexico City Blues (1959), y sus primeras colecciones póstumas, Poemas Dispersos (1971) y Heaven and Other Poems (1981), en la década del noventa y en los tempranos dos mil, se sumaron Poems of all sizes (1992), Book of Blues (1995), Book of Haikus (2003) y Book of Sketches (2006).
Todos estos trabajos más recientes, editados gracias al trabajo de estudiosos de Kerouac que se ocuparon de localizar sus versos desparramados permiten apreciar claramente de qué manera su poesía se aproximaba y se alejaba de la de los otros Beats, destacándose por sí misma. Alejado del carácter pretencioso con el que se suele considerar a Mexico City Blues, el resto de la obra poética de Kerouac es, más que nada, una clase magistral sobre la dimensión documental que se puede lograr con este género.
En primer lugar, se destacan sus haikus, forma poética típicamente japonesa, a los que él agregó el epíteto de “americanos”. Además de ser una de las primeras personas en adaptar su uso al inglés, Kerouac desarrolló más de mil de estos pequeños poemas zen de diecisiete sílabas que usaba como una manera de dar cuenta de las cosas tal como eran. En sus haikus la naturaleza, mezclada con el misticismo, adquiría entonces ribetes urbanos y modernos fuertemente personales que marcaban un claro quiebre con la tradición.
Así y todo, este afán por retratar la realidad de forma casi documental, además de existir en los haikus, adquirió su forma más acabada en lo que él llamaba “bosquejos”. Inspirado por el arquitecto californiano Ed Divine White, a inicios de los cincuenta, Kerouac salió a la calle a “dibujar” el mundo con palabras. Armado de un cuadernito de bolsillo, tomó nota de todo tipo de situaciones con gran atención al detalle.
En los 15 cuadernos que completó con bosquejos queda claro que Kerouac exploraba los límites de la poesía con inmensa libertad. Sin más guía que la musicalidad de las palabras, el ritmo -marcado por lo que él llamó “pausas respiratorias mentales”- y los márgenes del papel, él abandonó cualquier idea de forma y de métrica. Como un intérprete de jazz, Kerouac improvisaba. Esta laxitud, lógicamente, habilitaba una irregularidad en la calidad y permitía que la longitud de los diferentes textos variara, pero la recomendación que Kerouac se hacía a sí mismo era que no fueran de más de una carilla o de, aproximadamente, 100 palabras.
En cuanto al tema, el poeta no temía ir por el camino de la abstracción, pero dentro de lo posible las imágenes eran reales. Tomadas como una fotografía, en un momento específico y sin dejar mediar a la memoria, Kerouac las describía. No hay nostalgia en su obra, sino que todo es puro presente. Esto, amparado por un lenguaje llano y conversacional, permiten adentrarse en ese momento específico y, a través de sus palabras, revivirlo.
Hoy, gracias a las nuevas ediciones y a la facilidad de acceso a los tres discos con grabaciones de su voz, el lector moderno puede zambullirse en la poesía de Kerouac y descubrir por su cuenta la magia que se esconde en sus versos.