Edward Mordrake era un joven apuesto, un músico dotado y estudiante ejemplar, de buena familia y heredero de vastas propiedades en Inglaterra. Toda hacía pensar que Edward debería ser un hombre feliz y, sin embargo, algo se lo impedía. Más precisamente, su hermano —aunque algunos sostuviesen que era una hermana— era culpable de su zozobra. En realidad, tampoco se podía decir siquiera que fuera un hermano, era solo en su cara. Sí, una cara que salía de la nuca de Edward. ¿Un hermano parasitario? Los ojos de este hermano seguían en silencio a las personas que se acercaban. No hablaba, pero movía los labios. A veces reía, una risa silenciosa, melancólica, casi trágica y otras lloraba movido por oscuras razones, que Edward desconocía o decía desconocer, aunque una voz interior le hablaba incesantemente. Fueron, al principio, palabras sin sentido ni hilación, frases que irrumpían en su pensamiento, voces lejanas que fueron creciendo poco a poco hasta convertirse en un monótono monólogo, un largo y continuo discurso que irrumpía en la conciencia de Edward.
La vida se le hizo intolerable. Nada acallaba a su hermano. Noche y día, Edward escuchaba esa voz perseverante, implacable. El joven se recluyó en su casa, no quería escuchar a nadie, porque esa voz lo atormentaba. No lo dejaba dormir con su exasperante monólogo. Desesperado, Edward Mordrake consultó a los más brillantes neurocirujanos de la Inglaterra victoriana. Todos miraban al hermoso rostro de su hermano diabólico con aires de inocultable consternación. Era la imagen de Jano, el dios de las dos caras, una de mefistofélica belleza, la otra de atribulada desesperación. Pidió que lo operaran, que le sacaran a ese hermano frustro de su cabeza, pero nadie se atrevía a esa aventura quirúrgica. Lo mismo hubiese sido asesinarlo, le dijeron los médicos, pero Edward insistía: algo debía haber para silenciar esa voz que lo volvía loco. Los más prestigiosos cirujanos del Reino Unido trataron de conciliar entre ellos una solución para esta voz que lo enloquecía, pero los profesores se fueron en tecnicismos. Nada, nada se podía hacer.
Edward se encerró en sus habitaciones, solo, absolutamente solo. Ni familiares ni amigos podían acercarse. Se recluyó para no ver más la luz del sol ni el tenue parpadear de las estrellas ni escuchar el canto de las aves al atardecer. Una mañana de primavera lo encontraron muerto sobre la cama, con un tiro en el pecho. Un rictus de amargura cubrió su rostro desencajado, mientras los ojos de su hermano se habían cerrado y sus labios fríos de muerte mostraban una tenue sonrisa. Uno de los dos había vencido.
Texto extraído del libro Criaturas del Señor (Olmo Ediciones).