Los falsos pretendientes al trono de Francia

El cadáver de Luis XVII fue desenterrado y conducido al cementerio de Gamart. «El pequeño Capeto ha hecho un largo viaje para unirse a su familia», dijo uno de los guardianes mientras caía la última palada de tierra sobre el cajón con los restos de Louis Charles. Pero… ¿Era el finado realmente el rey de Francia? Su cuerpo todavía no se había enfriado, cuando surgieron como hongos después de la lluvia falsos delfines reclamando la corona que nadie había colocado sobre su cabeza. En 1796 un joven rubio y de ojos claros, de elegante porte y exquisita dicción, apareció vagando por el pueblo de Châlons. Este joven embustero logró llamar la atención diciendo ser Luis XVII y así obtuvo suculentos préstamos en espera de que una vez coronado rey, devolviesen los dinerillos con cuantiosos intereses, o en su defecto, con suculentos favores. A este joven no lo acompañó la suerte en esta primera representación, porque su padre, un sastre de Normandía, apareció reclamando a su hijo y pidiendo excusas por su extraña conducta ya que el joven, según su progenitor estaba “algo tocado”, el pobrecito. Vuelto a casa, Hervagault, tal el nombre del joven embustero, se dedicó a leer Le cimetière de Madeleine[1], una novela de Regnault Warin, sobre la huída de Louis XVII de la Prisión du Temple. Más documentado, volvió a escena para describir sus aventuras contra-revolucionarias, dotado esta vez de tatuajes con la Flor de Lis en ambas piernas. Encarcelado por estafador, terminó sus días en la prisión de Bicêtre, jurando sobre una Biblia ser Louis XVII.

Otro pretendiente casi contemporáneo a Hervagault, no lucía como su competidor un physique du rôle adecuado, ya que tenía varias cicatrices en su rostro, y había perdido algunos dientes. Preso por estar borracho, dijo que su nombre era Charles de Navarre, pero llevado ante los jueces reveló ser Luis XVII y reclamó que lo condujeran a las Tullerías. ¿Podía ser este vago ordinario, el Rey de Francia? Después de todo, la misión de su tutor Simón era convertirlo en eso, en un vago ordinario. Hasta la princesa de Angulena dudaba si este podía ser su hermano, cuando el pobre reo comenzó a insultar a los jueces y comportarse como lo que era: un loco. Murió en 1822 en un manicomio.

En 1830 aparece en París, el barón de Richemont, un pequeño estafador, que había preparado su papel a la perfección. Proclamaba que había sido rescatado de la prisión por la mismísima Josephine Beauharnais, la deliciosa caribeña, esposa de un general guillotinado, y que fue, con los años, esposa de Napoleón. Richemont reclamaba para si el trono del nuevo Rey, Louis XVIII, al que instigaba a derrocar por usurpador. Naturalmente, Richemont fue llevado a juicio y como en una comedia de enredos, uno de los testigos proclamó que el Barón Richemont no podía ser Louis XVII, «¡Porque Louis XVII, soy yo!». El autor de tan audaz comentario era Karl Wilhelm Naundorff, un relojero berlinés, que se había destacado en el oficio, proclamando que había aprendido tales habilidades de Louis XVI, su padre. Uno de los muchos puntos débiles de su alegato era que el autoproclamado rey de Francia ¡no hablaba francés!, argumentando que había olvidado su idioma natal después de tantos infortunios (feliz recurso literario para un culebrón). Perseverante en su reclamo, Naundorff conminó a la princesa de Angulena a que se presentase ante la corte de justicia a fin de que lo reconociera como monarca de los franceses. En 1835, después de ser expulsado de Francia, mientras vivía en Londres publicó una historia en la que relataba su huida de la prisión, después de ser reemplazado por un niño idiota llamado Tardif. Este, a su vez, fue cambiado por un niño moribundo de nombre Gonnehaut. En 1795 Naundorff –el supuesto delfín– escondiéndose en los áticos de la prisión, fue transportado fuera de la cárcel en el ataúd que debía llevar al finado Gonnehaut. De ese pobre infeliz sería el esqueleto, que como veremos, fue descubierto en la prisión du Temple. Le sigue una novela de aventuras digna de Salgari, con secuestros, rescates, naufragios y finalmente la bendición del Papa, al que fue introducido por los caballeros del Santo Grial. Resulta extraño que nadie haya hecho una película con esta historia.

Como su autobiografía no le daba réditos económicos, Naundorff se dedicó a desarrollar una bomba –explosiva, no literaria– cuyos derechos fueron adquiridos por el gobierno de Holanda. El resto de sus días, transcurrieron tranquilamente en ese país, cuyo gobierno le extendió un certificado afirmando que él era Louis XVII y le concedió a sus descendientes el uso del apellido Borbón.

No fue Naundorff el último pretendiente al trono de Francia, ya que proliferaron por el mundo falsos delfines. Un tal Louis Leroy, decoró su lápida en el cementerio de New York, con la Flor de Lis. Pierre Brousseau de Chicago afirmaba que la princesa Angulena le otorgó una pensión de por vida aunque no aclaró el motivo. El mestizo Eleazor Williams –un misionero de Wisconsin– proclamaba a los cuatro vientos su origen real, con el solo inconveniente de que no podía aclarar convincentemente, por qué era tan oscuro el color de su piel[2].

También tuvimos en nuestras orillas a un Louis XVII, en la figura del misterioso Pierre Benoit, llegado a Buenos Aires hacia 1818. Personaje de singular cultura, pintor, arquitecto, era también relojero y fue él quién diseñó el frontispicio de la catedral porteña. Se desempeñó como jefe de topógrafos durante el largo gobierno de Rosas, que se cuidó de no molestarlo, a pesar de estar Francia en guerra con la Confederación Argentina. «No toquen al francés», decía el Restaurador en tono tan misterioso, como la misma muerte de Benoit ocurrida tras la visita de un connacional, al que nadie volvió a ver. Dejó este Benoit[3] varios retratos, entre ellos uno de María Antonieta, con quien guardaba un gran parecido. Sus descendientes muestran un mechón de cabellos que supuestamente perteneció a la Reina decapitada y han escrito un libro donde abundan en sobre el origen del que llamaban el «Delfín de Francia», extraviado en las costas del Río de la Plata.

[1] Curiosamente, esta novela exitosa que relata los últimos días de María Antonieta fue tomada como texto atribuido a Mariano Moreno, el joven miembro de la Junta porteña, por realistas en Montevideo dispuestos a mostrar las aviesas intenciones de los revolucionarios del Río de la Plata, haciéndolas pasar como idénticas a las de Robespierre. Esta fue la génesis del tan mentado Plan de Operaciones atribuido a Moreno y que fue tema de debate entre historiadores argentinos por dos siglos. Al final este Plan fue un fraude copiado de este texto.

[2] Mark Twain satiriza a este personaje en sus Aventuras de Huckleberry Finn.

[3] Su hijo fue un distinguido arquitecto que hizo, entre otras obras, la catedral de Luján.

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