Las razones de esta brusca caída hay que buscarlas en el excesivo optimismo inducido por un crecimiento industrial sin precedentes y la (¿inocente?) expectativa de muchos de creer que las bonanzas pueden ser eternas, cuando gran parte de esa expansión se debió a burbujas infladas por codicia y sueños especulativos.
Ese jueves 24 de octubre se vendieron 13 millones de títulos en baja. El viernes 25 un grupo de banqueros salió a comprar acciones para infundir confianza, pero el pánico se había adueñado de los inversores y todo el mundo quiso deshacerse de sus papeles que en horas pasaron a valer centavos. Las reacciones intempestivas de la mente humana son más poderosas que las ecuaciones más sofisticadas. A veces el miedo a perder es una de las razones que más pesan al momento de generar desastres económicos.
Si bien no era el primer estallido de una burbuja financiera (la de los tulipanes había acontecido tres siglos antes en Holanda), esta fue la de mayor envergadura y el evento en que el mundo percibió las inconsistencias del mundo de las finanzas, y como los “gurúes” de Wall Street vivían de crear expectativas exageradas de poca o nula consistencia. En pocas palabras: Vendían humo para ganar cifras obscenas (y perderlas en el intento).
Después de la Primera Guerra Mundial, Estados Unidos había crecido en forma ininterrumpida. El índice industrial se había multiplicado por cinco, el crédito se había abaratado y todos invertían sus ahorros en comprar activos financieros, prestados por los mismos financistas. Por ejemplo, se podía comprar acciones con poner solo el 10 %, el resto se prestaba al 10 % anual que los brokers, a su vez, obtenían de préstamos de la Reserva Federal al 4 %. Este esquema era para el pequeño inversionista. En las grandes ligas, el apalancamiento (la relación entre crédito y capital propio) podía llegar a niveles insólitos (como lo fue en el caso de los hermanos Oris y Mantis Van Sweringen).
El problema consistía en que los créditos concedidos no contaban con los avales necesarios. El sistema hizo crisis cuando esta inmensa masa de dinero que los bancos tenían en los papeles, se quedó sin respaldo y los inversionistas se vieron obligados a vender sus activos. La presión vendedora llevó a un descenso de los valores de la Bolsa, las bajas llevaron a un círculo vicioso de pánico y ventas, que terminó por quebrar a la economía americana. Ningún sistema financiero funciona cuando más del 50 % de las personas sacan su dinero del banco.
En realidad, este no fue solo un fenómeno norteamericano, ya que Inglaterra, Francia y especialmente Alemania (comprometida por las pesadas multas de guerra) simultáneamente vieron colapsar su economía.
Meses antes de la debacle, Benjamín Strong (gobernador del Banco de la Reserva Federal de New York[1]), Sir Montagu Norman (gobernador del Banco de Inglaterra), Hjalmar Schacht (cabeza del Reichbank) y Charles Rist (representante del Banco de Francia) se habían reunido en Ogden Livingston Mills, Long Island, New York para discutir el futuro financiero del mundo.
Vale la pena detenerse un momento para comprender en manos de quienes puede estar el destino de la humanidad o de un país. Strong se estaba muriendo por tuberculosis. Su vida no había sido exactamente feliz, su primera esposa había fallecido, al igual que uno de sus hijos, su segunda esposa lo abandonó y su amante (también tuberculosa) se suicidó meses antes de esta reunión.
Montagu pertenecía a una familia de banqueros. Había servido con distinción en la guerra angloboer, aunque era un bipolar, con tendencia a caer en períodos de inactividad en los que ni siquiera se levantaba de la cama. Además, era un ferviente creyente en el espiritismo.
Montagu era muy amigo de Schacht, quien era considerado un héroe nacional en Alemania por haber frenado la hiperinflación (aunque en realidad poco había participado en el Reichbank) y a partir de 1933 se convirtió en el Ministro de Economía de Hitler, dando credibilidad a un régimen como el nazi, fomentando la construcción de autopistas y ordenando el déficit fiscal. En 1944 fue acusado de atentar contra el führer y encerrado en el campo de Dachau. A pesar de eso, fue acusado en Nuremberg. Después de un período en la prisión, volvió a su trabajo de banquero.
Charles Rist había asumido su puesto en el Banco de Francia solo un año antes, por lo que su intervención en las decisiones fue muy limitada.
Gracias al excepcional momento económico que vivía los Estados Unidos (superávit fiscal, inflación cero y 3.3 % de crecimiento interanual) Strong llevaba la voz cantante del grupo. Con la intención de promover el comercio internacional y ayudar a la economía europea, propuso bajar la tasa referencial del 4 % al 3.5 % para favorecer el traslado de capitales a Europa, pensando que la pujante economía americana podría absorber esta pequeña concesión sin problemas. Sin embargo, sus cálculos resultaron erróneos, o mejor dicho fatales. Esta disminución de la tasa creó una burbuja financiera. Los créditos se otorgaron con más facilidad y para 1928 los brokers subieron sus carteras de un billón de dólares a 4.5 billones, estimulando la compra de acciones, que buscaban más réditos que las tasas ofrecidas por el gobierno.
Pocos entendieron lo que se estaba por venir, y entre ellos estaba Herbert Hoover (futuro presidente), quien advirtió a la Reserva Federal que este corte en las tasas de interés acarrearía una debacle. No solo le advirtió a la Reserva sus impresiones, sino que le pidió al presidente John Calvin Coolidge que revirtiese la iniciativa de Strong. Coolidge, un hombre muy tranquilo al que le gustaba vestirse de cowboy y que ya había declarado que no pensaba presentarse a un segundo período presidencial, decidió que no había peligro de sobre especulación y dejó que las cosas siguiesen su curso, camino a los negros días de octubre de 1929, cuando la cantidad de dinero prestado para especulación era mucho mayor a todo el circulante en los Estados Unidos.
Cuarenta bancos quebraron en 1929. Mil más lo harían al año siguiente y cien mil empresas cerrarían sus puertas. Para 1932, el 25 % de la población activa en Estados Unidos estaba desempleada y el Central Park se había convertido en una enorme villa de emergencia.
Es obvio que esta disposición no fue la única que condujo a los días negros de octubre: la sobreproducción industrial, la escasa demanda mundial, la concentración empresarial, el aumento de stock industriales, la sobreproducción agrícola… Pero, sobre todo, la razón del crack hay que encontrarla en la especulación, la idea de una bonanza sin límites y de un crecimiento eterno. Cuando se habla de la ley de oferta y demanda se deja de mencionar un pequeño gran detalle: la información. ¿Quién sabe cuándo un producto es escaso o está en exceso? Al faltar esta información la gente supone cosas que no son reales y así cae en excesos y después reacciona brusca e irracionalmente.
Lo preocupante del crack del ’29 (y de la que vivimos en el 2008) es que los mecanismos que conducen a estas crisis, aún están vigentes, porque dependen no solo de variables económicas (perdonen mis amigos economistas, pero las fórmulas econométricas no incluyen variables psicológicas difíciles de cuantificar), sino de características intrínsecamente humanas, como ser la codicia, la desconfianza, la inocencia y como siempre, una buena dosis de estupidez.
[1] Estados Unidos no tenía un solo Banco Central, sino doce que se repartían en distintas zonas geográficas.