Fernández de la Cruz, al mando del Ejército del Norte por enfermedad de Belgrano, marchó en ayuda de Rondeau. No pudo ser. Las tropas al mando de Bustos, Alejandro Heredia y José María Paz se sublevaron en la Posta de Arequito el 9 de enero de 1820. Por su lado, San Martín, después de muchas vueltas, se rehusó a enviar las tropas que estaban en Cuyo.
Previendo la derrota que se avecinaba, Pueyrredón solicitó al Congreso permiso para emprender un “ostracismo temporáneo”. Lo acompañaron a Montevideo su ministro Tagle, Julián Álvarez y el general Díaz Vélez.
Rondeau, al frente de mil quinientos soldados, fue al encuentro de las tropas de Estanislao López y Francisco Ramírez junto a la caballería correntina de Campbell, un irlandés que en un tiempo fue jefe de la flota artiguista, un personaje bastante exótico de nuestra historia. La suerte le fue adversa a los porteños en los campos de Cepeda, batalla librada el 1° de febrero de 1820. Pasó a la historia como la Batalla del Minuto. Una carga de la caballería federal terminó con las defensas porteñas en ese tiempo.
Entonces los gauchos harapientos de Santa Fe y Entre Ríos amenazaron a Buenos Aires. La ciudad que soñaba con reyes, tenía bárbaros a sus puertas. Juan Pedro Aguirre, Alcalde de Primer Voto del Cabildo, convocó a una leva general, so pena de muerte. Había que resistir al gauchaje salvaje como fuera. La Roma pampera no podía ni debía caer en manos de los forajidos.
Pero entonces y para sorpresa de todos, los porteños descubrieron que los bárbaros no lo eran tanto. En lugar de atacar, enviaron una carta al Cabildo pidiendo que se disolviera el Congreso y el Directorio. Exigían que el pueblo se expresase “en perfecta libertad”. No querían Reyes, ni Directores Supremos, ni tiranos, ni dictadores, solo querían una república federal.
Lindas palabras y buenas intenciones, pero difíciles de llevar adelante. Todos los textos hablan de la anarquía del año 20, y esa anarquía solo existió en Buenos Aires que debió abandonar su política centralista con aspiraciones monárquicas. Cada provincia ya tenía su gobierno, era Buenos Aires la que debía encontrar su camino.
La Constitución del 19 no entró en vigencia. Muchos de los congresales, los mismos que habían declarado la independencia, fueron acusados de corrupción y connivencia con Pueyrredón, Tagle y los suyos, condenados in absentia. Varios diputados, como el presbítero Gregorio Sanz, debieron huir para no terminar presos como muchos de sus colegas.
La elección de autoridades en completa libertad, como proponía Estanislao López, se limitó a un Cabildo Abierto donde participaron 182 vecinos de los llamados “ciudadanos honestos”. De esta forma, sin veedores de la facción triunfadora, se eligió una Junta de Representantes conformada por Aguirre, Echeverría y Passo, conocidos partidarios del disuelto Directorio.
López y Ramírez rechazaron esta elección y obtuvieron la disolución del Cabildo, no sin antes conseguir el nombramiento del hábil Sarratea como gobernador provisorio. Era el mismo que en 1812 había declarado a Artigas traidor a la Patria, el mismo que había sido expulsado en 1813 de la Banda Oriental por inconducta. Era el mismo que se asoció con el conde de Cabarús a fin de buscar príncipes españoles para coronar en estas tierras. Era el mismo que le había escrito una carta de congratulaciones a Fernando VII cuando éste recuperó el trono, y el mismo que pactó en Río de Janeiro con los ingleses y portugueses para que Buenos Aires pudiese sacarse de encima a Artigas invadiendo la Banda Oriental.
Era este mismo Sarratea quien volvía como un federalista converso, con un aire de inocencia, como decía el Deán Funes, “que engañaba a los más prevenidos”. Los halagos de Sarratea y Carrera influyeron sobre Ramírez, un joven primitivo que se dejaba convencer por los cantos de sirenas, encandilado por el lustre de los que ahora se decían sus amigos.
López y Ramírez entraron con escasa escolta a la ciudad, mientras sus tropas acampaban en Pilar. En su camino hacia el Cabildo llegaron a la Plaza de las Victorias, donde se erigía la nueva Pirámide de Mayo. Allí, a falta de mejor palenque, ataron sus pingos al monumento porteño. Éste equívoco adquirió un valor simbólico. “Los bárbaros llegan al Capitolio”, decían en voz baja los porteños, como si Buenos Aires fuese la Roma Imperial. Al igual que los bárbaros, quince siglos antes, los caudillos quedaron seducidos por los porteños y los porteños, temerosos de ver su ciudad convertida en ruinas, halagaron a los generales bárbaros pero triunfantes. Entre las partes se estableció un mutuo respeto porque los caudillos federales comprendieron la importancia de Buenos Aires y Buenos Aires supo del poderío militar que amenazaba directamente a la ciudad.
El 23 de febrero se firmó el Tratado de Pilar, donde se convocaba a un nuevo Congreso a reunirse en San Lorenzo. Allí se dictaría una Constitución de corte federal, o al menos eso es lo que prometía. Una copia fue remitida al Excmo. Sr. Capitán General de la Banda Oriental, Don José Artigas… para que siendo de su agrado, entable relaciones que puedan convenir a los intereses de las provincias a su mando, cuya incorporación a las demás federadas se miraría como un dichoso acontecimiento.
Artigas había encargado a Ramírez -en su carácter de lugarteniente- obtener una declaración de guerra conjunta contra Portugal. Ansiaba liberar a la Banda Oriental y para eso necesitaba que las demás provincias, y especialmente Buenos Aires. Pero este tratado solo establecía el compromiso de Buenos Aires de ayudar a Santa Fe y Entre Ríos, en caso de ser atacados por una potencia extranjera, “que con respetables fuerzas oprime la provincia aliada de la Banda Oriental”.
No era un acuerdo federal, sino un pacto tripartito donde Ramírez asumía el papel de gobernador de Entre Ríos.
Mientras esto se firmaba, Artigas enviaba a los gobiernos provinciales una circular invitando a la organización de una Confederación más amplia que la del propio Protectorado.
El Pacto del Pilar estaba lejos de cumplir los deseos de Artigas, la condición de declarar la guerra al Imperio esclavista quedaba relegada a la buena voluntad de los porteños que Artigas bien conocía por haberla sufrido en carne propia. No se iban a embarcar en una lucha contra los portugueses que bien caro podía salirle a las Provincias Unidas. Pero para el caudillo no era momento de medias tintas, era momento de avanzar sobre el usurpador. Ramírez, en cambio, se limitaba a cubrirse la espalda en caso de una invasión portuguesa.
Artigas, al recibir el texto del Pacto del Pilar, amenazó con fusilar al portador de la carta si volvía a poner los pies en su campamento. ¡Traición, esto era traición!, y el Protector estaba cansado de ser traicionado.
“El objeto y los fines de la Convención del Pilar, le escribió a Ramírez, celebrada por usted, sin mi autorización ni conocimiento, no han sido otros que confabularse con los enemigos de los Pueblos Libres, para destruir su obra y atacar al Jefe Supremo, que ellos le han dado para que los protegiese y esto es sin hacer mérito de muchos otros pormenores maliciosos que contienen las cláusulas de esa inicua convención y que prueban la apostasía y la traición de V.S.”
Ramírez desmintió la existencia de una cláusula secreta, aunque esta en realidad existió. En esta cláusula Sarratea prometía enviar pertrechos militares a Entre Ríos, en caso de una invasión. Este poderío bélico aumentaba la influencia del entrerriano en el juego político de las provincias.
A su vez, Ramírez le recriminaba a Artigas “usurpar con tropas suyas el mando de una provincia que tiene sus jefes naturales”, una flagrante contradicción a su prédica confederada. A su vez Ramírez le enrostraba que “se ha disipado el prestigio. ¿O cree V. S. que por restituirle una provincia que ha perdido, han de exponerse todas las demás con inoportunidad?”
La respuesta era clara y en ella se adivinaba la influencia de Sarratea, ni Ramírez ni sus aliados, los porteños, estaban dispuestos a jugarse por un territorio cuya posesión les había aparejado tantos gastos e inconvenientes. Una nueva guerra contra Portugal traería solo más miserias. “Aguarde V.S la reunión del Congreso”, le espetaba el entrerriano, conminándolo a abandonar Entre Rios, la provincia “que no lo quiere.”
Aquí comienza el último capítulo de la gesta del Protector, el hombre que desde hacia diez años luchaba por el federalismo en las Provincias Unidas del Río de la Plata. Después de derrotado por Ramírez, solo lo esperaba el destierro.
Extracto del libro ARTIGAS, UN HEROE DE DOS ORILLAS de Omar López Mato (Editorial El Ateneo).