McVeigh fue detenido 90 minutos después del estallido por un agente de la policía estatal de Oklahoma que lo detuvo por manejar un vehículo sin patente (no se cuidó mucho, Timothy). Fue alojado en una prisión de máxima seguridad en Colorado, la misma a la que fue destinado Ted Kaczynski (“Unabomber”). El juicio en su contra fue largo y seguido con atención por los medios de comunicación y por lo tanto por la población, siempre afecta a consumir lo que se le vende. En junio de 1997 fue condenado a muerte. Con apelaciones de abogados y burocracia de por medio la cosa parecía hacerse interminable, hasta que el mismo McVeigh presentó un escrito diciendo que no quería postergar la “solución final” (así la llamó); o sea, que lo ejecutaran de una vez.
Comenzó entonces a discutirse un problema bastante particular: el público que asistiría a la ejecución. Según las leyes federales, se aceptaban 38 invitados a tan particular evento: seis invitados del reo, ocho invitados de parte de las víctimas, diez de los medios de comunicación, ocho elegidos por el Departamiento de Justicia (¿ocho?) y seis funcionarios y verdugos a cargo de la organización del evento.
Los invitados de McVeigh se resolvieron fácilmente: sus dos abogados, un investigador que lo defendió y su biógrafo. No se completó el cupo que le correspondía, ya que McVeigh pidió que ningún miembro de su familia estuviera presente.
Los allegados a las víctimas y los sobrevivientes al atentado reclamaron que no era suficiente el cupo para ellos; eran cientos los que querían presenciar en vivo la muerte de McVeigh. A tal fin presentaron un escrito (le llamaron “demanda”) para que se les permitiera ver la muerte de McVeigh a través de una transmisión en directo por circuito cerrado de televisión. Argumentaban que habían adquirido el derecho de compartir ese “homicidio legal” debido al dolor que habían padecido. Cuando McVeigh fue informado de esto, no sólo no se opuso sino que redobló la apuesta: dijo que todo el mundo debería tener el mismo derecho de acceso a la información, y que por lo tanto la televisación de su ejecución debía ser pública y sin restricciones; todos tenían derecho a verlo morir, explicó.
Los allegados a las víctimas no estaban de acuerdo con eso: argumentaron que si la ejecución era difundida públicamente, McVeigh terminaría transformándose en una especie de “héroe-mártir”. En una vereda diferente, no faltaban los que decían que si la pena de muerte tiene un objetivo ejemplificador, sería razonable que todo el mundo pudiera verla (“razonable”, dijeron). Los medios empezaban a discutir qué cadena de televisión se haría cargo de la transmisión, y (como siempre) los que vieron el filón empezaron a pensar en qué auspiciantes podrían estar interesados en la transmisión de ese gran momento en el que la justicia americana ejercería su castigo.
Finalmente, la ejecución (la primera realizada por el gobierno federal desde 1963) se llevó a cabo el 11 de junio de 2001. McVeigh fue ejecutado a los 33 años de edad por medio de una inyección letal en la prisión federal de Terre Haute, en el estado de Indiana. McVeigh, con remera blanca y pantalones beige, fue llevado de su celda a la cámara de ejecución a las 6 de la mañana. Allí lo ataron a una camilla tapizada de plástico, con su cabeza y su espalda levemente reclinadas hacia arriba, las piernas estiradas y tapado con una sábana hasta el pecho.
McVeigh prefirió no decir “últimas palabras”; en lugar de eso eligió escribir de puño y letra una desafiante poesía inglesa titulada “Invictus”, escrita en 1875 por William Ernest Henley, que fue distribuida entre los testigos. “Soy dueño de mi propio destino; soy el capitán de mi alma”, concluye el poema.
Poco después de las 7 hs comenzaron a inyectarle sucesivas dosis de sustancias químicas letales a través de un catéter colocado en su pierna derecha: primero tiopental de sodio para sedarlo, después bromuro de pancuronio, un relajante muscular que al ir anulando los movimientos del diafragma fue provocando el cese de la respiración, y finalmente cloruro de potasio para paralizar su ritmo cardíaco. McVeigh fue declarado muerto a las 7.14 hs.
El cuerpo de McVeigh fue retirado en un coche fúnebre y llevado hasta la oficina del perito forense local “para confirmar la causa de la muerte” (sí, sí, como se lee). Su cadáver fue cremado.
Poco después de la medianoche, alrededor de la prisión, separados por unos 500 metros, se congregaron dos grupos: uno a favor de la ejecución y el otro en contra. Ambos grupos hicieron más o menos lo mismo: encendieron 168 velas, rezaron y leyeron los nombres de las víctimas de Oklahoma.
El presidente George W. Bush expresó en la Casa Blanca que McVeigh había elegido su propio destino seis años antes, cuando hizo detonar la bomba. “Su muerte no fue un acto de venganza sino de justicia para las víctimas del atentado en la ciudad de Oklahoma. Hoy, todos los afectados por la tragedia de Oklahoma pueden saber que se hizo justicia. Para la ley norteamericana, el caso está cerrado.” El jefe de la prisión, Harley Lappin, resaltó en un comunicado la buena cooperación de McVeigh en sus últimos momentos. McVeigh no se arrepintió de lo que hizo; mediante un escrito, sin embargo, mostró cierta compasión por las víctimas, a su manera: “Lamento que esa gente haya perdido la vida. Pero ésa es la naturaleza de la bestia. Era de suponer que habría pérdidas humanas”, escribió.
¡Ah! Al final, desde la ciudad de Oklahoma, 232 personas (sobrevivientes del atentado o familiares de las víctimas) vieron morir a McVeigh a través de una transmisión por circuito cerrado de TV.
“Si matar está mal… ¿Por qué se castiga a quien mata… matándolo también? Y si matar está bien… ¿Por qué se castiga a quien mata?” (Marqués de Sade)