Al promediar el año 1851 Juan Manuel de Rosas se sentía invencible… Y quizás lo fuera. Llevaba ya largos veinte años gobernando esa gran estancia que se llamaba Confederación Argentina, derrotando a cuantos se le habían atrevido. Nadie había podido con él. Ni Paz, ni Lavalle, ni el loco de Sarmiento, ni ese doctorcito de pluma florida que se llamaba Florencio Varela. Ninguno había podido. Ni siquiera los poderosos del mundo. Ni Francia ni Inglaterra coligadas. Ambas debieron deshonrar la enseña patria y rendir pleitesía al amo de esta nación. Nadie lo había vencido y quién sabe si alguien podría. Menos ahora, que cierta prosperidad se dejaba ver por las calles de Buenos Aires. Menos ahora que por el puerto entraban esas mercaderías negadas por años de bloqueo. Menos ahora, que la asiduidad del yugo aliviaba la presión opresora, como se sacan las cosquillas al potro salvaje. La figura de Rosas se elevaba como la de un coloso americano. “El Monroe del Sur”, le decían los aduladores de siempre.
Pero Rosas no descansaba sobre sus glorias. Sabía largamente que siempre habría oposición, que siempre habría descontento, que siempre habría doctorcitos de palabras punzantes y escritos mentirosos, mechados de lánguidas citas en trances, hostigando el orden que una y otra vez se esforzaba en imponer Sus secuaces lo tenían al tanto de cuanto andaba pasando en cada rincón de la estancia. Una red de espías, de mulatos delatores y negras chismosas le contaban todo lo que acontecía tras postigos cerrados y puertas con candado. No había secretos para Don Juan Manuel. Sabía de enconos y resentimientos. Sabía de rencores irredentos y venganzas taimadas. Sabía de murmuraciones y quejas. Y sabía que Urquiza, tentado por el poder -al que deseaba tanto o más que a las mujeres, cosa que en Urquiza ya era mucho decir- le daría la espalda en cualquier momento, más cuando la inconvertibilidad del oro que declaró Buenos Aires estaba alterando la economía personal del caudillo entrerriano. Desde hacía tiempo el entrerriano andaba escuchando a los salvajes unitarios que habitaban la orilla oriental del Plata, en la nueva Troya de América, Montevideo. Y sospechaba a que ya lo habían enredado a Justo José de Urquiza con tantas palabras melosas y promesas de fortuna y poder. Le hacían soñar que sería el nuevo amo de una nación fundada sobre leyes copiadas de los norteamericanos y de los franceses. Una nación hecha a imagen y semejanza de los dueños del mundo. Le pintaron un país de progreso ilimitado, de pampas surcadas por caballos de vapor, de calles iluminadas por gas y aguas corriendo en cada hogar. Ya no habría gauchos salvajes, le susurraban, sino una nación de ordenados labradores traídos de Europa, sembrando trigo y centeno en esas tierras de pan llevar, que aún eran de indios. Urquiza se imaginaba eso y mucho más y le brillaban los ojitos de codicia. Además, general, le repetían una y otra vez, es generoso préstamo del Imperio, que de una vez por todas quiere tener vecinos decentes. Mucho, mucho era el oro de Don Pedro y Urquiza se dejó tentar.
Bien sabía Don Juan Manuel, que el taimado de Urquiza le volvería grupas en la primera oportunidad. Tarde o temprano lo iba atraicionar y la oportunidad llegó cuando como todos los años, el gobernador de la provincia de Buenos Aires envió su renuncia indeclinable ante la servil Legislatura, afirmando que su frágil salud, más los achaques propios de sus años, le impedirían continuar en sus funciones de encargado de las relaciones exteriores ante las naciones del mundo. De esta forma se excusaba y devolvía las tan importantes funciones que ellas habían tenido la gentileza de delegar en su persona.
Como todos los años, las provincias al unísono rechazaron el renunciamiento, rogando al bien Dios que le concediera a Don Juan Manuel de Rosas la salud necesaria para continuar conduciendo los destino sagrados de la Nación. Todos lo hicieron… Con la excepción de Entre Ríos El gobernador de la provincia, el general don Justo José de Urquiza, gustoso aceptaba la dimisión del Gobernador de Buenos Aires, como representante diplomático de la provincia de Entre Ríos.
De un golpe, seco y profundo cortaba Urquiza toda relación con Rosas y su séquito, sin dejar camino de retorno.
Era lo que Don Juan Manuel esperaba porque sólo eso podía esperarse del loco de Urquiza y sus nuevos amigos que le enfermaban la mente.
Tardaron en llegar de cada una de las provincias, de cada rincón de la Confederación, de cada pueblo y villorrio, notas de desagravio.
¿£n qué cabeza cabía aceptar la renuncia del Restaurador? “Todo buen federal está con usted, excelentísimo”, repetían una y otra vez. “Es usted nuestro jefe natural”, “Larga vida al Sr. Gobernador”, proclamaban. ¿Cómo podían siquiera pensar en subsistir sin él, amo de tierras y almas? Sólo un loco podía aceptar estas barbaridades, propias de salvajes y unitarios.
Pero Urquiza y sus secuaces no andaban solos. El imperio esclavista de don Pedro, siempre codiciando más tierras y más poder, los acompañaba en esta empresa. El Brasil venía acumulando tropas cerca la frontera desde hacía meses. En 1850 Don Francisco de Abreu, barón de Caxias, invadió con frágiles excusas el territorio de Uruguay. El General Tomás Guido, representante de la Confederación ante la corte de Don Pedro, no tardó en hacer el reclamo por ultraje. Ante la prolongada exposición del viejo general, el emperador arqueó las cejas, miró sus uñas pulidas, acarició el lomo de su perro y contestó vaguedades. El general Guido quedó turbado. Sus instrucciones eran terminantes: o Brasil retiraba sus tropas o la Confederación cerraba todo diálogo con el Imperio. Guido le dio largas al asunto. Sabía que la mira de relaciones diplomáticas con vecino tan poderoso, sólo era sinónimo de problemas. Dio vueltas sobre el tema, repitió argumentos hasta el cansancio, expuso veladas amenazas y certeros conflictos, pero siempre recibió por respuesta desdeñosas imprecisiones. El general metido a embajador, se resistía a cortar relaciones, pero la dilación del trámite fue mal vista por Rosas, que conminó a Guido a volver a Buenos Aires para poner fin a “su diplomada miedosa” , según opinión de Donjuán Manuel. Al viejo general no loe quedó más remedio que encogerse de hombros, hacer las valijas y dejar para siempre las blancas playas cariocas.
Para diciembre de 1850 las relaciones quedaron rotas. Todo hacía suponer que la Confederación inmediatamente ordenaría una movilización general. Miles de hombres se pondrían en marcha para salvar el honor de la nación. Millares de soldados ofrecieron su pecho de argentinos combativos. Pero no, Rosas no hizo nada. “Está esperando una nueva provocación”, decían los señores de chaleco punzó, mientras fumaban sus cigarros de chala. La oportunidad no se hizo esperar. En enero un grupo de soldados paraguayos portando armas brasileras, atacó un destacamento correntino. Mejor oportunidad imposible. Ahora Rosas, como un Wotan latino, descargaría sus rayos sobre el Imperio agresor. Pero no… Rosas no hizo nada. “¿Será el calor?”, preguntaron algunos abanicándose para espantar el aire viscoso de verano porteño. Otros conjeturaron que el ilustre gobernador de la provincia solo esperaba el momento oportuno para dejar caer su furia vengadora, según un plan maestro trazado minuciosamente y guardado en el mayor de los secretos, para así escarmentar a estos macacos y mandarlos llorando como críos a sus chozas de palmeras. “Así será, seguramente” decían, desabrochándose el chaleco para aliviar el calor húmedo de esa ciudad a la que no sabían por qué le habían puesto Buenos Aires.
En el ínterin Urquiza convocó a sus milicias, al tiempo que el Barón de Caxias llamaba a servicio activo a las guardias nacionales de Río Grande do Sul. Este era el momento para que nuestro Marte vernáculo dispusiese de las fuerzas necesarias a fin de frenar el avance del loco de Urquiza y sus socios esclavistas. Pero no, Rosas estaba ocupado organizando los desfiles de Mayo, que no sólo honraban la gesta de 1810, sino que además celebraba con bailes, saraos y fuegos de artificio el cumpleaños de Manuelita. Miles de soldados de infantería vestidos de rojo punzó marcharon por la ciudad engalanada para la ocasión. Cientos de magníficos corceles con jinetes de pecho colorado surcaron las avenidas de Buenos Aires, mientras 43 cañones rodaban por sus calles, entre el fragor y la polvareda levantada gracias al ímpetu de los artilleros comandados por el coronel Chilavert. Voces rencorosas se elevaron contra los salvajes unitarios, contra Flores, el impío oriental y contra Santa Cruz, el señor de la Bolivia agresora, contra el loco de Urquiza y su banda de herejes masones. Gritos ensordecedores proclamaban sus muertes y condenaban sus almas a los infiernos, donde seguramente arderían en eterno suplicio. Sin embargo, ni una palabra se dejó escuchar sobre el Imperio que amenazaba las fronteras de la Confederación. La gente en las calles vivaba el paso del gobernador montado sobre un regio moro ricamente enjaezado. Solemne, marcial, Rosas sólo miraba la lejana línea del horizonte, mientras mecánicamente se quitaba el sombrero para saludar a la multitud que coreaba su nombre. Una sonrisa helada iluminaba las mejillas rubicundas de este Thor de las pampas.
Era entonces cuando muchos se convencían de que Rosas era realmente invencible.
Extracto del libro Caseros, las vísperas del fin de Omar López Mato.