Las penas son de nosotros

El cantante y compositor argentino Atahualpa Yupanqui, de 83 años, falleció el 23 de mayo de 1992 en la habitación de un hotel de Nimes, al sur de Francia, ciudad a la que había viajado para recibir un homenaje. El cantante se sintió “muy cansado” y declinó acudir al acto en su honor organizado por el festival español Cartelera 92. Prefirió retirarse a su habitación, donde murió. En 60 años de trabajo continuo, incesante, Atahualpa -nombre aborigen que el adolescente Héctor Roberto Chavero adoptó a los 13 años, cuando ya tenía clara conciencia de su misión y destino- compuso más de 1.200 canciones criollas.

Con ellas volvió a fundir la identidad de un pueblo allí donde sólo quedaban los restos fósiles de la invasión y conquista. Por eso, la muerte del cantante ha sido considerada en Argentina una pérdida irreparable. Es improbable ya que pueda surgir un artista semejante. Tenía ya toda la música dentro de sus oídos cuando un maestro comenzó a explicarle cómo se llamaban los sonidos de las bellas zambas, milongas, malambos y chacareras que tocaba en la guitarra. Nació en la provincia de Buenos Aires, en el pueblo de Pergamino, pero siempre se le creyó tucumano, de la provincia de Tucumán, al norte del país, porque pasó allí gran parte de su infancia. Jugó al fútbol, practicó el boxeo, la esgrima, puso el cuerpo en la defensa apasionada de toda causa que creyó justa. Fue un notorio militante del Partido Comunista argentino en los años en que el carné de afiliado era un pasaporte seguro a la tortura, la persecución y la muerte, de la que Yupanqui se libró a costa del exilio. De esa época, hacia la mitad de su carrera profesional, son las míticas Coplas del payador perseguido.

Vivió tanto y tan intensamente desde 1909 hasta 1992, que tuvo tiempo de ser aborigen, criollo, argentino y francés. Al final tenía casa en París y en Cerro Colorado, provincia de Córdoba, sitio al que le compuso una de sus más conocidas canciones. Era, como se dijo después, “pura tierra que anda”.

Llevaba los muertos de cinco siglos en la cara. Componía aires sureños, de la provincia de Buenos Aires, en un pequeño apartamento de París. Era también, Piedra y camino: “Por más que la dicha busco / vivo penando / y cuando debo quedarme viday / me voy andando / a veces soy como el río / llego cantando / y sin que nadie lo sepa / vida y / me voy llorando”.

En 1946 escribió una novelita, Cerro bayo. “No soy un escritor”, aclaraba en el prólogo. La trama sólo era un pretexto para describir el fresco de la vida en la sierra. Habló allí de las leyendas que recorren los pueblos andinos “y que guardan la clave del misterio cósmico, estableciendo vinculaciones entre sol y tierra, entre hombre, pájaro, vicuña y árbol. “Dicen -decía Atahualpa como si nada le perteneciera-, que cuando estos elementos vuelvan a entenderse como antes, a penetrar su lenguaje, a igualar sus destinos y su sentido de eternidad, entonces la felicidad se extenderá por el mundo”.

Años más tarde publicó canciones y poemas. “No soy poeta”, aclaraba, “yo escribo y canto las cosas que me dicta el silencio”. A su juicio había dos clases de obras que le estremecían, las del hombre cuando roza el arte y las de la naturaleza: “Me conmueven las grandes manifestaciones de la cultura, pero no más que los desiertos que pisé en América, África o Asia. Ese silencio me estremece, ese silencio que nunca pude agregar a la música que toco”.

No era escritor, pero sí buen lector de Borges, de Cortázar, de Neruda y de Herman Hesse. Cantó, “sin saber cantar”, con Edith Piaf en el París de posguerra. Escribió, “sin ser poeta”, temas como Luna tucumana, Los ejes de mi carreta, La pobrecita, La milonga del solitario, La milonga del peón de campo o El arriero, que ayer fueron difundidos por todas las emisoras de radio de Latinoamérica. No era escritor, ni poeta, ni cantor, ni músico. Piedra y camino. “Pura tierra que anda”.

ATAHUALPA

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