Las guerras del Fraile

Pocos días más tarde tuve oportunidad de actuar como oficial de granaderos en la batalla de la cuesta de Chacabuco. Nunca podré olvidar la tensión del cuerpo antes del combate, esa fuerza de los músculos listos para la acción, la furia corriendo por mis venas, mis manos sudorosas sosteniendo el sable que había afilado a mojón la noche anterior. Todo era espera. El alazán, nervioso por el ruido de los cañones, corcoveaba bajo mi peso. Quieto, quieto, que ya va a llegar el momento. Las balas zumbaban a mi alrededor. Algunos soldados caían heridos, pero sus gritos de dolor se ahogaban tras el estruendo de los fusiles. La metralla sembraba muerte a mi alrededor. Los cuerpos de los caídos se acumulaban sobre la cuesta. Quieto, alazán, quieto, repito una y otra vez mientras sostengo las riendas. Algunas esquirlas han lastimado su cuerpo. Caracolea nervioso. Le acaricio el cogote. Quieto alazán, quieto, hay que esperar le digo y el animal se aplaca. Un grito feroz quiebra la tarde “¡A degüello! ¡A la carga! ¡A la carga por la patria! ¡A degüello, que no es tiempo de perdón!”. Bajamos por cuesta a todo galope. Nada nos frena. Los filos de nuestros sables cortan, desgarran y parten los cuerpos del enemigo. La sangre caliente de los heridos salpica mis manos. Ya no soy yo, nada queda del fraile sino el nombre. Un demonio invade mi cuerpo sembrando muerte a mi paso. Soy el Ángel de la justicia, soy el Belcebú del terror. Padre nuestro que estás en los cielos… Rezo mientras caen a mi paso, rezo mientras corto sus pescuezos, rezo porque no hay perdón, ni para ellos, los vencidos, ni para mí, su vencedor.

Los godos huyeron por los valles. Era menester exterminarlos. Al frente de un piquete perseguimos a los fugitivos por un largo trecho. Al acercarnos los soldados arrojaban sus fusiles. Estaban agotados, todo les daba igual, no tenían esperanza ni voluntad para continuar la lucha, sólo querían entregarse. No nos maten, no nos mate, imploraban levantando las manos. Aprovechamos el fragor de nuestros pingos para dar alcance a una partida de oficiales que habían extenuado a sus cabalgaduras a la altura de Piedras Blancas en la hacienda Las Tablas. Ante lo irremediable levantaron un pañuelo blanco para entregarse. Todos parecían oficiales de alta graduación. Fue entonces cuando un sargento mayor del regimiento de Calatrava se nos acercó para intentar comprar su libertad con una bolsa llena de oro que guardaba bajo el cinto. “Es de ustedes”, nos dijo con ojos de miedo. “Tómenlo pero déjenme ir”.

“¡Qué carajo se cree este bandido!” Grité al tiempo que me encargaba de aplacar sus impulsos malsanos con un fiero planazo que le quitó todas las ganas de poner a prueba la integridad de un argentino. Porque vayan sabiendo, señores, que a un argentino, no hay precio que lo pueda comprar…

Arriamos hasta el campamento del ejército Libertador a los godos que habíamos capturado. Me sorprendí al saber que entre mis prisioneros se encontraba el mismísimo comandante en jefe Marco del Pont, junto al General González Bermuda y los Coroneles Primo de Rivera y el Chacho Morla con otros miembros del estado mayor realista. Esto convertía a la batalla que acabábamos de pelear en una victoria completa.

Hasta tarde nos quedamos comentando las vicisitudes de la jornada. Olavarría y Lavalle contaban por docenas sus muertes. Allí estaba Mariano Necochea relatando sus peripecias mientras O´Brien lo escuchaba con ojos de sueño. Pero ninguno podía ufanarse de haber capturado al general enemigo, sólo yo. La hazaña me hizo sentir uno más de esa legión de valientes. Esa noche dormí profundamente. San Martín le encomendó a mi hermano José que al frente de 40 granaderos marchásemos a tomar la ciudad. Tuve el honor de pertenecer a esos elogios.

Como dioses griegos entramos a Santiago, donde una multitud nos esperaba para recibirnos como héroes. Éramos los libertadores que veníamos en su ayuda, traíamos la gloria en nuestras mochilas y la victoria en el filo de nuestros sables. Cruzamos arcos triunfales de flores, recibíamos el abrazo de los hombres y besos de hermosas mujeres. Fue nuestro momento de gloria.

Vistiendo el uniforme de oficial de Granaderos a Caballo me dirigí a la Catedral y así me presenté ante mi superior, el obispo Marán. Al verme entrar con sable al cinto y aire marcial, el obispo sólo me dijo con asco: “Algún día te arrepentirás”.

Extracto del libro DÍAS DE GLORIA: Vida y muerte del Fraile Aldao de Omar López Mato (Editorial Sudamericana).

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