El partido que, quizá, cambió la historia de nuestro fútbol

El campeonato de AFA de 1966 fue el último de esa época en disputarse todos contra todos en dos ruedas, con 22 equipos. Ese año el campeón fue Racing, el famoso “equipo de José” (por su DT, Juan José Pizzuti). Ese año Racing alcanzó un record de 39 partidos invicto (perdió el invicto en la 26a fecha contra River, pero ya arrastraba 14 partidos sin derrotas desde el torneo anterior), record que duró hasta que el Boca de Carlos Bianchi alcanzara los 40 partidos sin ser derrotado en 1999.

Y 1967 fue un año de inflexión en el fútbol argentino. Ese año, por decisión de la AFA (impulsada por su interventor y hombre fuerte del fútbol nacional de esa época, Valentín Suárez) se produjo una reestructuración del sistema de campeonatos. Suárez consideraba necesaria la búsqueda de torneos más rentables y la inserción de los equipos del interior del país en el fútbol de primera división. Y así lo hizo.

Entonces, a partir de ese año, la temporada futbolera tendría dos torneos por año: el primero sería el Campeonato Metropolitano, que era el viejo torneo de Primera, con los equipos de siempre de Buenos Aires, Rosario y Santa Fe; este torneo se disputaría en dos zonas de 11 equipos cada una, con partido y revancha. El primero y el segundo de cada zona jugarían en forma cruzada las semifinales y los ganadores de las mismas jugarían la final del campeonato a partido único. Esto reducía bastante el número de fechas, que era lo que se buscaba para introducir un segundo campeonato en el año: el Campeonato Nacional, que se jugaría desde ese año en adelante durante muchos años y que incluiría además por primera vez a equipos del interior del país.

Luego de disputarse el fixture completo de las zonas de ese primer Campeonato Metropolitano quedaron definidos los semifinalistas: en la zona A, Racing y Estudiantes de La Plata compartieron el primer lugar, pero a Racing se le asignó el primer puesto por tener mejor diferencia de gol. En la zona B, Platense fue el primero e Independiente fue el segundo.

La primera semifinal fue Platense vs Estudiantes, partido que se jugó el 3 de agosto a las 21 hs en la cancha de Boca.

Platense, el equipo revelación del torneo, de formidable campaña, tenía ventaja deportiva por haber sido el ganador de su zona, por lo que un empate contra los pinchas lo llevaría a la final. Angel Labruna, su entrenador, había formado un Platense que se defendía bien, era muy peligroso en ataque y tenía un buen trato de pelota. Fue el equipo más goleador del campeonato con 40 tantos y había vencido a River, San Lorenzo, Independiente y a Argentinos Jrs, su rival clásico, en el partido interzonal. Labruna era un DT “jugadorista”; confiaba en su elección de jugadores, buscaba jugadores de buena técnica y les daba confianza para que desarrollaran sus destrezas en forma bastante libre.

Enfrente estaba Estudiantes de La Plata (que había marcado 24 goles pero sólo le habían convertido 15), que venía con un trabajo previo completamente distinto, planeado por su entrenador Osvaldo Zubeldía. Su idea madre era jugar diferente al resto. Estudiantes tenía un plan de juego “elaborado” (“de laboratorio”, decían en esa época). Usaba jugadas pre-elaboradas en los corners, en los tiros libres, en los laterales, en los saques de arco. Estudiaba los puntos débiles del rival, exprimía al máximo cada oportunidad, hacía todo el tiempo que fuera necesario si el resultado convenía, buscaba desestabilizar psicológicamente a los rivales (buscando desenfocarlos del juego y hasta exasperrlos) hablándoles durante todo el partido, hablaban con los árbitros para tratar de condicionarlos, todas cosas que hoy parecen habituales pero que no eran nada usuales en el fútbol hasta entonces.

Zubeldía, lo opuesto a Labruna, era un DT estratega, “tacticista” por excelencia; un entrenador “poco ortodoxo” para aquellos años de fútbol “lírico”. Una mañana llevó a todo el plantel a la estación de trenes de Constitución, les pidió que observaran a los laburantes subir y bajar de los trenes y les dijo a sus jugadores: “bueno muchachos, si no quieren tener que laburar como esta gente, no sean giles; denme bola a mí, que conmigo van a ganar mucha guita”. Un hombre práctico de palabra y obra. Labruna tampoco era un literato, pero Zubeldía había construido un equipo duro, ordenado y efectivo que disponía de futbolistas de gran personalidad, disciplinados, inteligentes, que captaron su mensaje de inmediato y eran muy pícaros para explotar al máximo los grises del reglamento. En definitiva, Zubeldía le había dado a su equipo ese intangible denominado “mística”, una especie de pegamento invisible que une a los miembros de un grupo para transformarlos en un equipo.

La noche del día del partido era fría. Había llovido el día anterior y la cancha estaba pesada. Por primera vez dos equipos “chicos” se enfrentaban para definir algo importante en el fútbol argentino. Y produjeron uno de esos partidos que se recuerdan toda la vida. Por el dramatismo, el suspenso y la sorpresa que encerraron su trámite y su definición.

Esa noche, Platense formó con Hurt; Aranda, Mansuetto, Togneri, Murúa; Muggione, Recio, Subiat; Lavezzi, Bulla y Medina. En Estudiantes de La Plata jugaron Poletti; Aguirre Suárez, Barale, Aguirre Suárez, Madero, Malbernat; Etchecopar, Bilardo, Pachamé, Bedogni; Conigliaro y Verón.

Labruna palnteó el partido como siempre, basándose en el atildado y eficiente juego de su equipo. No dispuso ninguna táctica especial ni diferente a lo habitual. Zubeldía planteó el partido con la premisa de evitar que su adversario manejara con comodidad la pelota; presión y marca fuerte en toda la cancha. Es de destacar que puso cuatro mediocampistas, algo totalmente desusado por entonces; Juan Etchecopar era un excelente jugador de-ida-y-vuelta y Zubeldía lo puso como un “siete retrasado” para quitarle espacio de generación de juego a Néstor Subiat, el jugador más creativo de Platense, que jugaba por la izquierda (en esa época, los jugadores no rotaban tanto las posiciones durante el partido como ahora) y poblar y dominar el medio con Bilardo-Pachamé.

El partido empezó bien para Estudiantes, ya que a los 7 minutos del primer tiempo Raúl Madero, un joven médico, un jugador zurdo de excelente técnica (el más técnico del equipo, junto con Juan Ramón Verón) envió un centro al área que el nueve, Marcos Conigliaro, cabeceó con precisión: 1-0. Pero Platense no perdió la compostura, siguió confiando en su juego y alcanzó el empate a los 24′: un pase largo de Jorge Recio encontró a Fernando Lavezzi, que le ganó en el pique a Carlos Pachamé (un cinco “de hacha y tiza”, sobre todo hacha) y definió ante la salida del Flaco Poletti en el arco que da a Casa Amarilla.

Apenas 2 minutos después del empate, Estudiantes se queda sin su capitán: sale lesionado Enry Barale. Como en esa época no se permitían cambios (salvo por lesión del arquero), Estudiantes se queda con un jugador menos. Para colmo, a los 33′, el arquero Poletti no llega a atrapar un centro sobre su área y aparece Carlos Bulla, un centrodelantero de tamaño enorme y contundencia en la red, para poner el 2-1. Así que Estudiantes se encontraba en desventaja en el marcador y en la cantidad de jugadores, y apenas había transcurrido un tercio del partido. Mal panorama, sin duda. Así terminó el primer tiempo: 2-1 para Platense. En el vestuario, Labruna les dice a sus jugadores que jueguen tranquilos, sin apuro, que hagan correr la pelota ya que tienen un jugador más, y que la final llegaría sola. “Ahora livianito, mañana nos relajamos y el domingo somos campeones”, dicen que les dijo. Labruna era así, todo el tiempo buscaba darles confianza a sus jugadores. Hay que decirlo, Labruna no se fijaba mucho en los rivales. Y menos aún imaginaba lo que se vendría. Menos aún cuando el mismo Bulla vuelve a convertir apenas empieza el segundo tiempo (a los 2′) luego de un buen contraataque: 3-1. La ventaja parecía decisiva.

Estudiantes se fue al ataque, y Subiat, un exquisito número 10, tuvo en sus pies el cuarto gol, pero un cierre agónico de Carlos Pachamé, que al rechazar se golpeó la cabeza contra el poste, lo evitó. Pachamé era eso: golpear y golpearse, pero era incansable y su entrega era siempre del 110%. El Pincha no baja los brazos pese a la inferioridad numérica y a la ventaja de su oponente; a los 9′, Conigliaro saca un centro y La Bruja Verón (Juan Ramón, la Bruja original, un gran jugador) lo transforma en gol tirándose en palomita. Pero la cosa no queda ahí: a los 25′, Verón para Conigliaro, éste para Carlos Bilardo (otro médico, pero de elegancia nada; un número ocho esforzado y hablador que permanentemente entraba en roces físicos y verbales y que no paraba de hablar con los árbitros), que la para con la derecha y clava con la zurda un impensadísimo 3-3 desde el borde del área, cuando al partido todavía le quedaba media hora. Justo Bilardo, que no era muy de patear al arco. Fue un zurdazo “que no lo volví a meter en mi vida”, según reconocería muchos años después.

Platense todavía mantenía la ventaja deportiva, ya que el empate también lo clasificaba por haber ganado su zona; pero con el empate de Estudiantes se derrumbó mentalmente. Sus jugadores estaban nerviosos como nunca, no soportaron la presión de Estudiantes y de su hinchada. Y se notó; esos minutos después del empate fueron nefastos para el Calamar. Y entonces, enseguida, sucedió algo tan inesperado como insólito. Absurdo.

Córner desde la izquierda para Estudiantes. Patea Rubén Bedogni. El arquero de Platense, el altísimo y eficiente Juan Carlos Hurt (que era un buen arquero pero no era el que más partidos había jugado en el torneo, ya que el titular más frecuente era Enrique Topini –Labruna los alternaba bastante, sin embargo–), descuelga la pelota sin inconvenientes. Cuando intenta ponerla en juego con el pie, se le planta enfrente Carlos Bilardo y empieza a provocarlo. Lo torea. Le dice cosas. Y obtiene lo que busca: el arquero le pega un patadón en el tobillo. Insólito. El Narigón Bilardo cae como muerto. Ni el árbitro Ángel Coerezza lo puede creer, pero sin dudarlo ni un instante cobra penal para Estudiantes (y, la verdad sea dicha, debería haber expulsado a Hurt también, y a Bilardo por provocarlo, ya que estamos). Raúl Madero no sintió la presión: pateó magistralmente el penal y puso el partido 4-3 para Estudiantes. Iban 18′ del segundo tiempo.

Figurita con la ficha de Juan Carlos Hurt.

Estudiantes había dado vuelta un 1-3 en menos de 10 minutos, y con un hombre menos. Faltaba mucho, sí, pero Estudiantes, ya en ventaja, empezaba a jugar “otro partido” y, sobre todo, un partido como les gustaba a ellos: a luchar, a defender, a demorar el juego, a tirarla lejos, a complicar cada tiro libre o pelota detenida demorando la ejecución, a hablar con los rivales todo el tiempo para sacarlos (más aún) del partido. A mi juego me llamaron, calamares; el partido se termina acá, ¿capisci? Platense intentó llevarse a su rival por delante, sacó fuerzas de donde no tenía, pero estaba anímicamente derrumbado por completo. Así, esa noche en La Bombonera, el equipo de Núñez perdió el partido que pudo haberlo llevado a la gloria.

Tres días después, el Estudiantes de La Plata de Osvaldo Zubeldía se consagraría como el primer equipo chico campeón de nuestro fútbol, venciendo al Racing de José Pizzuti, que le había ganado su semifinal 2-0 a su clásico rival, Independiente, en tiempo suplementario después de un empate 0-0 al final de los 90 minutos. Racing no llegó bien al partido final; tuvo un día menos de descanso ya que jugó un día después que Estudiantes, y algunos de sus jugadores no estaban en su plenitud física. El primer tiempo terminó 0-0, pero se veía venir que a Racing le iba a resultar difícil aguantar el segundo tiempo. Y así fue: Estudiantes comenzó a definirlo con un delicioso tiro libre de Raúl Madero al ángulo a los 6′ del segundo tiempo; Verón puso el 2-0 con un golazo a los 23′ y el partido murió ahí, aunque a los 33′ Ribaudo puso el moño a un 3-0 final. Estudiantes campeón, por primera vez en su historia.

Con el envión del campeonato local, Estudiantes de La Plata ganó la Copa Libertadores en 1968 derrotando en las finales al Palmeiras de Sao Paulo. En el vestuario del ahora campeón de América, el comentario de todos era el mismo: “pensar que todo esto empezó aquella noche en la cancha de Boca…”. Y era verdad. Lo que acababa de conquistar Estudiantes y todo lo que vendría después –la Copa Intercontinental frente al Manchester United y otras dos Copas Libertadores (frente a Nacional de Montevideo en 1969 y frente a Peñarol de Montevideo en 1970)– había nacido en La Bombonera la noche en que Estudiantes de La Plata y Platense jugaron una de las semifinales del primer torneo Metropolitano.

Por primera vez desde que se instaló el profesionalismo en el fútbol vernáculo, un equipo que no pertenecía al grupo de los 5 grandes (Boca, River, Independiente, Racing y San Lorenzo) se coronaba campeón.

Y lo que ocurrió a partir de entonces fue que… eso siguió ocurriendo. Inmediatamente. La historia del dominio de los 5 grandes no desapareció pero sí se diluyó; la mayor cantidad de campeonatos locales, los campeonatos más cortos, el aumento en la cantidad de equipos participando en la Copa Libertadores y la gran importancia que adquirió esta última hicieron que aumentara mucho la paridad entre los equipos “grandes” y los equipos “chicos” o “no tan grandes” en el ámbito local. Así, los equipos “chicos” empezaron a ganar campeonatos cada vez con más frecuencia.

Pero eso es otra historia…

¡Ah! Y de paso, vale la pena preguntarse… ¿Qué hubiera pasado de no haber reaccionado Hurt? ¿Platense hubiera derrotado al Racing de José? Si Estudiantes no se hubiera consagrado campeón en el Metropolitano del 67… ¿hubieran llegado los títulos de tantos otros equipos “chicos” a partir del año siguiente? Si aquella noche hubiera perdido el Estudiantes de Zubeldía… ¿hubiera cambiado la historia de nuestro fútbol? ¿Cuál hubiera sido el camino de nuestro fútbol si ese Estudiantes no hubiera ganado títulos? ¿Carlos Bilardo hubiera llegado a ser entrenador del seleccionado nacional? ¿Se hubiera ganado el Mundial ’86?

Imposible saberlo. Pero como “los resultados mandan”, quién sabe…

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