Mirar atrás, buscar en la historia de las personas, grandes o pequeñas, pero que trascendieron a la posterioridad es valorar su respuesta ante los hechos, su reacción ante la adversidad. De aquí podremos rescatar una circunstancia, una frase, un ejemplo que nos guíe cuando ese momento nos llegue. En la vida de Renoir, podemos encontrar esos momentos en que, a pesar de sus males, demostró su espíritu invencible y nos regaló sus cuadros de colores brillantes y bordes esfumados, como si el mundo se viese a través de un velo… O mejor dicho, sin anteojos. Porque Pierre-Auguste Renoir era miope. Así lo sugiere el hecho de que no usara anteojos para ver de cerca y su costumbre de acercarse a los cuadros para colocar sutiles pinceladas preanunciando el puntillismo. Su hijo Jean, el cineasta, lo recuerda revisando el detalle de sus obras sin usar corrección alguna.
Trevor Roper relata esta anécdota de Renoir, cuando visita a un oftalmólogo y este le prueba un cristal para compensar su miopía. Pasmado por la claridad de lo que veía, exclamó “Bon Dieu, je vois comme Bouguereau”. Bouguereau era un pintor neoclásico que pintaba con precisión fotográfica sus cuadros sobre temas mitológicos; como estos personajes solían llevar cascos, parecidos a los quem a la sazón, usaban los bomberos de Paris, se los pasó a llamar despectivamente “Pompier” -bomberos-. De más, está decir que Renoir no usó jamás anteojos y siguió pintando el mundo a través de sus ojos sin interposición de lentes que alterasen su percepción.
Pero Renoir, además padeció otra enfermedad que, a pesar de ser demoledora e invalidante, jamás se reflejó en sus cuadros y poco afectó su actividad. Renoir padeció una artritis reumática. Esta progresivamente deformó sus manos y sus pies hasta limitarlo a una silla de ruedas y obligarlo a trabajar con los pinceles atados a las manos. Una serie de Carlos Alonso, llamada El Viejo Pintor ilustra los años de invalidez de Renoir y otra serie (L.E.S.) a quien fuese su maestro Lino Eneas Spilimbergo, quien padeció el mismo mal, con los pinceles atados a sus manos tullidas.
Como hemos dicho, esto no limitó a Renoir. Él siempre buscó un remedio a sus males. Baños termales. Calor. Analgésicos. Ejercicios. Todo lo que le comentaban que podía mejorarlo, lo hacía. Siguiendo los consejos de sus médicos se trasladó del frío y húmedo Paris, al mediodía francés. Sus cuadros brillaron con la luz del sol que todo lo invadía.