William Adoplhe Bouguereau nació y murió en La Rochelle, Francia. Llegó al mundo en 1825, siendo el segundo hijo de una familia de humildes comerciantes de vino. Debido a dificultades económicas, a sus padres les resultó imposible proveerles una educación a sus hijos, por lo que decidieron separarlos y enviarlos a vivir con distintos miembros de la familia. Esta circunstancia selló el destino del joven William, quién termino siendo criado por su tío, un párroco de un poblado al sur de La Rochelle, Mortagne-sur-Gironde.
La influencia del religioso en su vida fue muy importante, ya que lo alentó a desarrollar su talento artístico, algo que el padre de Bouguereaum que esperaba que deviniera un comerciante, no apreciaba especialmente. A pesar de estas protestas, su tío le consiguió sus primeros trabajos como retratista entre los feligreses de la parroquia y lo ayudó a inscribirse en escuelas y ateliers locales. Estas experiencias educativas, conducidas por maestros puristas, fueron claves en el sentido de que configuraron lo que sería su estilo y su actitud frente al arte. En sus primeros años aprendió que la vida del artista estaba destinada a estar plagada de tentaciones que debían ser evitadas y, según este razonamiento, sólo a través del dominio de la técnica el pintor podría alcanzar la libertad necesaria para dar lugar a la imaginación.
De regreso en Francia, exhibió sus primeras obras en el Salón de París en 1854 y comenzó a disfrutar del éxito. Su maestría fue reconocida y apreciada por la realeza europea y, especialmente, por las burguesías emergentes de toda América. Para estas familias ricas, que formaron su gusto en gran medida sobre los estándares de las academias francesas, hacia fines del siglo XIX, el nombre de Bouguereau llegó a ser sinónimo de refinamiento y sus cuadros ocupaban un lugar clave en sus pinacotecas. Un claro ejemplo de esto sigue siendo visible aún hoy, cuando uno visita Museo Nacional de Bellas Artes en Buenos Aires y se topa, muy cerca de la entrada, con El primer duelo (1888), obra monumental adquirida en 1908 por Francisco Uriburu y luego donada al museo.
A pesar de todo, esta visión negativa, mientras vivió Bouguereau, se mantuvo más que nada en los círculos de vanguardia. Sus detractores no le impidieron disfrutar de una vida completamente dada a la pintura y a la formación de nuevos artistas desde la Academia Julian, donde fue profesor desde 1860. A los 79 años, el 19 de agosto de 1905, falleció siendo una eminencia y, podría decirse que afortunadamente, no estuvo vivo para ver su decadencia.
El escenario fue otro cuando, especialmente a partir de la década del ’20, la situación cambió drásticamente y los nuevos movimientos artísticos pasaron al frente. La vanguardia ahora era la norma y el nombre de Bougeuereau quedó en el olvido, tapado por la fama de los impresionistas que tanto lo habían criticado y que ahora tenían su momento. A lo largo del siglo XX, su legado se desvaneció y fue desestimado al punto de ni siquiera aparecer en las enciclopedias. Sólo a fines de 1970, y casi como una curiosidad, se empezó a revalorizar su trabajo. Para ese momento ya no tenía el lustre de la fama, pero en este nuevo contexto se lo redescubrió por lo que realmente era: un artista dotado de un sublime manejo de la técnica.
Es una lástima que, aún hoy, en un contexto mucho más benévolo hacia Bouguereau, su obra todavía tenga que abrirse paso entre los prejuicios. Mucho se dice acerca de cuestiones bastante banales, como la elección poco inspirada de sus temas bíblicos y mitológicos, o de la proliferación de mujeres desnudas en su obra, pero no hay duda de que era un admirador y artífice de la belleza. En los 826 cuadros que pintó, Bouguereau se permitió reproducir episodios grandiosos e impactantes -como El Nacimiento de Venus (1879) o El rapto de Psique (1895)- pero a la vez dio un lugar muy importante al descubrimiento de lo bello en lo cotidiano. Es en la elección de los pequeños momentos, algo visible especialmente en sus cuadros de jóvenes mujeres en diferentes actitudes, donde su maestría más se luce. En escenas aparentemente muy sencillas, Bouguereau logra generar en el espectador una sensación de extrañeza, producida muchas veces por la intensa familiaridad de los personajes. En varias oportunidades, Bougereau incluso llega a establecer un juego de miradas muy efectivo entre el retratado y quien observa el cuadro, elevando la impresión de realismo.
El realismo con el que Bouguereau retrata a sus figuras, sin embargo, tiene sus limitaciones. Dentro del mundo idílico que pintó, el artista le dio lugar al sufrimiento y a la violencia, pero a diferencia de las corrientes más naturalistas, en su obra no hay espacio para la fealdad. Echar un vistazo a obras como Dante y Virgilio en el Infierno (1850), El Primer Duelo (1888) o La flagelación de Cristo (1880), es encontrase con una contradicción. Por un lado está la belleza, casi sublime, de los cuerpos retratados en estas escenas. Por el otro, existe una distancia, puesta a propósito por los estándares del arte clásico, entre lo que vemos y lo que realmente implican las situaciones retratadas. La obsesión de Bouguereau por lo hermoso es tal que, aún en escenas de gran crudeza física, la violencia no pasa de estar más que sugerida, presente a través de pequeños detalles como un charco de sangre o un gesto que indica la posibilidad del caos.