Resulta ser que el pobre George Washington no tenía dientes propios que mostrar; los que lucía eran prestados y no siempre estaban a la altura de las circunstancias para su exhibición pública.
Las desventuras dentales de Washington comenzaron a precoz edad, cuando con 22 años derrotó a los franceses en Duquesne. Esa victoria fue acompañada por su primer extravío odontológico; de allí en más continuó la progresiva pérdida de sus incisivos, caninos y molares hasta 1796, cuando cedió su último baluarte, un premolar inferior que hoy se atesora en la Academia de Medicina de New York.
Por más que hayan dicho que esa hecatombe dental se debía a la mala costumbre de Washington de romper nueces con la boca, lo más probable es que sus dientes hayan sucumbido a la piorrea o, como opinan otros, a la ingesta de remedios a base de mercurio (¿acaso la secuela de alguna aventura galante?). Lo cierto es, que ante lo inevitable, Washington recurrió a los servicios del doctor Greenwood para lucir comedor prestado. Greenwood era el mejor odontólogo de Nueva York cuando esta era una península apenas habitada que los holandeses habían cedido por unas pieles y Wall Street era solo un paredón que parecía condenado al olvido.
Las malas lenguas decían que Washington tenía una dentadura de madera, pero no era así. El presidente, quizás el hombre más rico de las colonias americanas, tenía varias dentaduras postizas hechas de los más diversos materiales. La que se conserva en Baltimore (hecha por Greenwood) fue tallada en marfil de hipopótamo y sostenía dientes donados involuntariamente por cadáveres humanos, como era la costumbre de la época. También los tenía con dientes de alce, morsas y otros animales, que le prestaban contundencia a su mordida.
El doctor Greenwood, por años promovió su carrera anunciándose como el odontólogo de Washington, pero sin embargo no se privó de cobrarle al futuro presidente los 28 dólares que costaba cada dentadura, cuyo peso era de 85 gramos.
Con este adminículo en la cavidad oral, masticar era una aventura, algo así como comer con la boca llena de monedas. La prótesis de marras además irritaba los labios y carrillos del prohombre. Entre batalla y batalla, Washington debía limar las asperezas de la prótesis, que irritaban sus encías.
La contienda dental del general fue quizás más complicada que el cruce del Delaware y menos gratificante que la guerra contra los ejércitos de Su Majestad británica. Estos fueron vencidos mientras su dentadura se caía a pedazos.
Al presidente se le conocen otras seis dentaduras. Una fue regalo del artista Charles Wilson Peale, quien además realizó un retrato de Washington. Otra dentadura fue hecha por Paul Revere, el célebre mensajero de las guerras de la independencia americana que luce en Boston más estrellitas que la camiseta de Boca Junior.
Para nuestro consuelo, al igual que a Manuel Belgrano le intentaron robar unos dientes durante el traslado de sus restos al Panteón de Santo Domingo (el general Ricchieri, uno de los autores de la sustracción, confesó que se los había llevado para mostrárselos al general Mitre) y después le robaron el reloj que se exponía en el Museo Histórico Nacional, a George Washington le ha desaparecido una de sus dentaduras postizas que se hospedaba en Museo Nacional de Historia Americana (la verdad es que prefiero el reloj a la dentadura. ¿Qué uso le habrán dado a la sonrisa del presidente?).
Como se imaginarán, con semejantes armatostes en la boca, a Washington se le hacían difíciles el habla y la ingesta. Para disimular la primera condición, recurría a la parquedad (una verdadera bendición en un político) y, para evitar la desavenencia de extraviar su dentadura, era raro que comiese en público.
Cuando Gilbert Stuart pintó el retrato de Washington en 1796, el general tenía a cuestas 63 años y ningún diente, circunstancia que le dificultaba su sonrisa. Aunque Stuart se esforzó en mantener al presidente entretenido con su charla mientras posaba para su retrato, Washington no estaba de humor y lucía un rostro taciturno. Le habló de Inglaterra, de la guerra y hasta le hizo un chiste… pero nada: era difícil sacarle al presidente una sonrisa. La leyenda dice que Stuart, para evitar este gesto adusto, le puso algodones en la boca para rellenar los carrillos vacíos del general, pero esta historia no parece tener asidero porque al parecer el presidente usó una de sus muchas dentaduras para quitar la flacidez a sus mejillas.
Como dijimos, este retrato sirvió de base para la imagen del billete de un dólar, que tiene una característica muy especial o, mejor dicho, trece características, como ser:
Tiene trece números romanos y luce trece estrellas sobre el águila. Trece escalones tiene la pirámide; trece letras tiene la inscripción Annuit Coeptis (aprobar y llevar adelante) y trece letras también tiene Pluribus Unum (todos somos uno). El billete luce trece barras verticales y trece bandas horizontales con trece hojas de olivo y trece frutos de olivo. Son trece las flechas y hay trece letras “n”. Se ven trece frutas en la parte delantera del billete y son trece los elementos que rodean la base del retrato de Washington. Como ven, trece veces trece. ¿Por qué el fatídico trece, de fama tan desafortunada? Porque eran originalmente trece las colonias fundadoras de los Estados Unidos.
La maldición de este número obedece a dos orígenes posibles. El primero se basa en que eran trece los comensales a la Última Cena y todos sabemos cuál fue la suerte de Cristo. El segundo origen se atribuye a los caballeros templarios, que fueron arrestados y ejecutados un viernes 13; de allí la mala fortuna. Los templarios sobrevivientes a la masacre se escondieron y con los años se convirtieron en los primeros masones y vale aclarar que Washington era un conocido masón. El billete también refleja la misma inclinación masónica con la Pirámide de 13 escalones y el ojo que mira al universo plagado de números 13.
Lo que no podemos saber es si George Washington era o no supersticioso, aunque después de dos siglos de muerto y con tantos treces alrededor, poco importa.
Texto del libro IATROS de Omar López Mato. Disponible en olmoediciones.com