La revolución accidental que provocó la máquina de coser Singer

Los anuncios de Gillette se oponen a la masculinidad tóxica. Budweiser hace tazas especialmente decoradas para alentar a las personas de género no binario a sentirse orgullosas de su identidad.

Estos ejemplos del llamado “woke capitalism” (capitalismo despierto), de corporaciones que promueven causas sociales progresistas, pueden parecer ostentosamente modernos. Pero el capitalismo despierto no es tan nuevo como se podría pensar.

En 1850, el progreso social ciertamente tenía que ir más lejos.

Un par de años antes, la activista estadounidense Elizabeth Cady Stanton había causado controversia en una convención sobre los derechos de las mujeres al pedir el sufragio femenino. Incluso a sus seguidoras les preocupaba que fuera demasiado ambiciosa.

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Elizabeth Cady Stanton fue una defensora de los derechos de las mujeres en Estados Unidos, en el siglo XIX.

Elizabeth Cady Stanton fue una defensora de los derechos de las mujeres en Estados Unidos, en el siglo XIX.

Mientras tanto, en Boston, un actor fracasado estaba tratando de hacer fortuna como inventor.

Había alquilado un espacio en un taller de muestra con la esperanza de vender su máquina para tallar madera. Pero la madera trabajada estaba pasando de moda. El dispositivo era ingenioso, pero nadie quería comprar uno.

El propietario del taller invitó al desmoralizado inventor a echar un vistazo a otro producto que también estaba teniendo problemas: una máquina de coser.

La oportunidad estaba clara. Es cierto que el tiempo de una costurera no era costoso -como dijo el New York Herald: “No conocemos ninguna clase de mujeres trabajadoras que estén peor pagadas por su trabajo o que sufran más privaciones y dificultades”-.

Pero coser tomaba tanto tiempo -14 horas para una sola camisa-, que si se aceleraba el trabajo se podía hacer una fortuna.

Y no solo eran las costureras las que sufrían: la mayoría de esposas e hijas tenían que coser. Esta tarea de nunca acabar, en palabras de la escritora contemporánea Sarah Hale, hacía de sus vidas “nada más que una aburrida ronda de trabajo eterno”.

En ese taller de Boston, el inventor evaluó la máquina que le habían pedido que admirara, y bromeó: “Quieres deshacerte de lo único que mantiene a las mujeres calladas”.

Ese actor fracasado reconvertido en inventor era Isaac Merritt Singer

Singer era un hombre extravagante, carismático, capaz de mostrar una gran generosidad, pero también rudeza.

Singer era un hombre extravagante, carismático, capaz de mostrar una gran generosidad, pero también rudeza.

Isaac Merrit Singer

Isaac Merrit Singer

Isaac Merrit Singer

Durante años se las arregló para mantener tres familias, de las cuales no todas sabían de la existencia de las otras, y todo mientras técnicamente todavía estaba casado con otra mujer. Al menos una mujer se quejó de que él la golpeaba.

En resumen, Singer no era un defensor natural de los derechos de las mujeres, aunque su comportamiento podría haber sumado a algunas a la causa

Su biógrafa, Ruth Brandon, comenta secamente que él era “el tipo de hombre que agrega una columna vertebral de solidez al movimiento feminista”.

Singer contempló el prototipo de máquina de coser.

“En lugar de que la lanzadera gire en círculos”, le dijo al dueño del taller, “haría que se moviera de aquí para allá en línea recta, y en lugar de que la barra de agujas empujara una aguja curva horizontalmente, tendría un aguja recta moviéndose hacia arriba y hacia abajo”.

Singer patentó sus ajustes y comenzó a vender su versión de la máquina. El primer diseño que realmente funcionó fue impresionante. Podías hacer una camisa en solo una hora.

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La primera máquina de coser Singer fue patentada en 1851.

La primera máquina de coser Singer fue patentada en 1851.

Desafortunadamente, también se basó en varias innovaciones que ya habían sido patentadas por otros inventores, como la aguja acanalada y puntiaguda y el mecanismo para alimentar la tela.

Durante la llamada “guerra de las máquinas de coser” de la década de 1850, los fabricantes rivales parecían estar más interesados en demandarse entre sí por infracción de patentes que en vender máquinas de coser.

Finalmente, un abogado dio en el clavo al señalar que entre ellos había cuatro personas que poseían patentes de todos los elementos necesarios para hacer una buena máquina: ¿por qué no asociarse entre ellos y trabajar juntos para demandar a todos los demás?

Liberado de las distracciones legales, el mercado de máquinas de coser despegó, y Singer llegó a dominarlo. Eso podría haber sorprendido a cualquiera que haya visto cómo se comparan sus fábricas con las de sus rivales.

Otros se apresuraron a adoptar lo que se conocía como el “sistema estadounidense” de fabricación, utilizando herramientas a medida y piezas intercambiables. Sin embargo, Singer llegó tarde: durante años sus máquinas estaban compuestas por piezas acabadas a mano y tuercas y tornillos comprados en la tienda.

Pero Singer y su astuto socio comercial, Edward Clark, fueron pioneros en otra cosa: el marketing.

Las máquinas de coser eran caras y comprar una suponía el desembolso de varios meses de ingresos de una familia promedio.

A Clark se le ocurrió la idea de la compra a cuotas: las familias podían comprar la máquina pagando unos pocos dólares al mes durante años hasta completar su precio total.

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Singer y su socio Edward Clark fueron pioneros en el marketing de las máquinas de coser

Singer y su socio Edward Clark fueron pioneros en el marketing de las máquinas de coser

Ello ayudó a superar la mala reputación creada por las máquinas más lentas y menos conables de años pasados. Lo mismo hizo el ejército de agentes de Singer, que conguraban la máquina cuando se compraba, y volvían a llamar para vericar que funcionara.

Aún así, todos estos esfuerzos de marketing enfrentaron un gran problema. Y ese problema era la misoginia.

Para hacerse una idea de las actitudes a las que se enfrentaba Elizabeth Cady Stanton, se pueden considerar dos dibujos animados. Uno muestra a un hombre preguntando por qué compraría una “máquina de coser” cuando simplemente podría casarse con una.

En otro, un vendedor dice que las mujeres tendrían más tiempo para “¡mejorar sus intelectos!”

Tales prejuicios alimentaban las dudas de que las mujeres pudieran operar estas costosas máquinas.

El negocio de Singer dependía de demostrar que podían hacerlo, sin importar el poco respeto que pudiera haber mostrado por las mujeres en su propia vida.

Alquiló un escaparate en Broadway, en Nueva York, y empleó a mujeres jóvenes para demostrar cómo operaban sus máquinas. Atrajeron una gran multitud.

Los anuncios de Singer mostraban a las mujeres como responsables en la toma de decisiones: “Vendido por el fabricante directamente a las mujeres de la familia”. Implicaban que las mujeres debían aspirar a la independencia nanciera: “¡Cualquiera buena operadora puede ganar con ellas US$1.000 al año!”

Para 1860, el New York Times escribía con entusiasmo: ningún otro invento trajo “un alivio tan grande para nuestras madres e hijas”. Las costureras habían encontrado “una mejor remuneración con menos esfuerzo”

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Una costurera usando la máquina Singer en 1907

Una costurera usando la máquina Singer en 1907

Aún así, el Times más bien socava sus credenciales de conciencia de género al atribuir todo esto al “genio inventivo del hombre”.

Hoy en día hay muchos escépticos sobre el “capitalismo despierto”. Todo es una artimaña para vender más cerveza y maquinillas de afeitar, ¿no?

Quizá lo es. Pero también es una prueba de que el progreso social puede ser promovido por los motivos más interesados.

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