(Sueño de una noche de verano de Shakespeare)
Raramente las conductas del amor son estudiadas y disecadas como a un sapo o una mariposa, por ser ellas complejas y multimodales. Terreno de novelistas y poetas más que de médicos y científicos, aquí esbozo algunos considerandos sobres las heridas producidas por las flechas de Cupido, que a pesar de sus formulas químicas y circuitos neuronales, no carecen de cierta poesía.
El primer paso en el Amor es la atracción, trastorno bioquímico del cerebro que convierte al “al tonto en iluminado y al sabio en ciego“ (John Dryden). ¿Qué poderoso elixir puede generar semejante cambio?
Al parecer son las feromonas, ácidos grasos volátiles, tan volátiles como a veces lo es el amor. Al igual que Eros, las feromonas pueden viajar por el aire sin destruirse. Gracias a estas hormonas segregadas por las polillas es que los “polillos” (un neologismo para denominar al macho de la especie), viajan kilómetros hasta encontrar a la polilla de sus sueños. Dios los hace y las feromonas los juntan.
A diferencia de lo que decía Shakespeare, las feromonas no ciegan a sus victimas (“el amor es ciego y los amantes no pueden ver las bellas tonterías que ellos cometen“), sino que impactan al olfato, más precisamente al órgano vomeronasal (órgano vestigial que se relaciona directamente con el eje hipotálamo-hipofisario). La progresiva disminución filogénica de este órgano tan notable, podría interpretarse como un relegamiento del instinto primitivo a favor de un refinamiento en la comunicación, que incluye valores estéticos, culturales y morales.
Sin embargo, este órgano vomeronasal persiste como una válvula de seguridad que preserva la especie de la extinción. ¿Qué sería de la humanidad, sometida la reproducción a fines eugenéticos, o conducida por políticos “iluminados”? Seguramente correríamos peligro de extinción. Por eso subsiste en el fondo de nuestras narices este órgano vomeronasal, sensible a etéreas feromonas, como una fuerza instintiva, que nos impulsa alegre y despreocupadamente a reproducirnos.
A la atracción inicial, le sigue el enamoramiento, con su cohorte de poemas, hormonas y neurotransmisores. Magnus Hirschfeld decía que “el amor es un conflicto entre reflejo y reflexiones“, es decir, la pasión y la mente.
Se ha demostrado que la feniletilamina orquesta la secreción de dopamina y noradrenalina, responsables de esta dulce intoxicación. No tan dulces podríamos decir, porque a pesar de encontrarse la feniletilamina en los chocolates, esta guarda una estrecha relación bioquímica con la anfetamina.
La exhuberancia, el optimismo exagerado, el insomnio y el desasosiego que embarga a los enamorados sería la consecuencia de la dichosa feniletilamina.
Esta frase se debe a la intuición genial del gran Shakespeare, que desconocía los circuitos neuronales y ciclos bioquímicos, pero tenía muy claro los dislates que trae aparejado el amor.
La noradrenalina es responsable de esta hipereactividad y el gran despliegue físico (tanto mejor si incluye la actividad sexual).
Por el otro lado, la dopamina sería el neurotransmisor culpable de esta obnubilación de aquellos que acometen la tarea de amar.
Enfrascados en este objetivo, los enamorados se embarcan en acciones de sobrada incordura, como esperar al objeto de sus desvelos en lugares insólitos, o garabatear versos repetidos por millonésima vez como los de Gustavo A. Bécquer y Pablo Neruda.
A medida que se agotan estos neurotransmisores, aparecen otros que ponen en marcha la siguiente etapa del amor, que es el apegamiento (palabra que ya no suena tan poética). Ha llegado el momento de cumplir las promesas de amor eterno. En un primer instante, se liberan las dichosas endorfinas, los opios de nuestra mente. A la excitación inicial le sigue la dulce modorra, la relajación de los sentidos, la contemplación de los atardeceres acompañado de los subsecuentes brotes poéticos, y las largas caminatas compartiendo bombones, helados y chocolates que realimentan la feniletilamina y el enamoramiento inicial.
A su vez el cortisol, pone a los amantes en cierto estado de irritabilidad, con su secuela de tontos enfrentamientos y ridículas peleas donde abundan los celos y recriminaciones.
Curiosamente, en este período inicial, baja los niveles sanguíneos de la testosterona en los hombres y suben los niveles esta hormona masculina en las mujeres. Esta flojedad de hormonas en marcha, sumada al espíritu dominante de las hembras (exacerbadas por las testosteronas prestadas) conduce al pobre varón domado a decir las palabra que lo condenará eternamente:
Volviendo al apegamiento o estado de cronicidad amatoria, algunos científicos han formulado el teorema de la inversidad. Dice así: “A mayor apegamiento menor apareamiento“. A esta altura de las circunstancias han aparecido los primeros frutos del vínculo, minúsculos seres que en todo remedan a Cupido, pero restan tiempo y hormonas a la pareja para sus tareas reproductivas. Aparece el famoso “hoy estoy molido“, y el eterno “me duele la cabeza“, probable secuela de la vasodilatación producida por la ocitocina y la vasopresina, hormonas también llamadas “Peptidos del abrazo”, que culminan con el proceso de apegamiento.
La ocitocina y vasopresina se acoplan a zonas del cerebro relacionadas con el reconocimiento social (olfato, audición y visión) y actúan sobre ciertas regiones del cerebro, como el área ventral tegmental del núcleo Accumbens y la corteza prefrontal.
Se ha calculado (no se quien calcula estas cosas) que entre las dos fases -la neuroquímica inicial y la neuroendócrina final, pueden pasar de 4 a 7 años, explicación científica de la célebre “comezón del séptimo año” cuando se acaba la pasión. Dulcinea deja de ser perfecta y el príncipe azul destiñe.
Cuando se apagan las hormonas, se enciende el ingenio y es aquí donde la inteligencia y la voluntad obran milagros para prolongar el encanto. El erotismo -fenómeno exclusivo de la especie humana- permite manejar en forma independiente los estímulos exteriores, de la función copulatoria. Generosamente administrado, junto a una amplia dosis de chocolate, pueden reavivar viejos fulgores, sin lograr el desempeño de otro tiempos, aunque la química del viagra nos pueda ayudar en ese aspecto.
“La pareja no se apoya sobre la permanencia del amor y la sexualidad“, proclama el filósofo Axelos, “sino sobre la permanencia de la ternura“. A esta altura, no le sorprenderá al lector saber que esta tiene una correlación química, ya que se ha encontrado en algunos animales una sustancia responsable de prolongar la convivencia de la pareja en armonía (más allá de ataduras sociales y religiosas). El amor encuentra su camino aún donde los lobos no se atreven…
Quizás los lobos no se atrevan, pero si los cisnes de cuello negro, cónyuges (es decir que comparten el mismo yugo) encadenados por esta sustancia que les asegura afecto mutuo, más allá de los consabidos disgustos de la convivencia, mientras mansamente se deslizan por las aguas hacia el ocaso de sus días.